CUERPO PROPIO EN OJOS AJENOS
ELIZABETH DUVAL
La escultura en bronce de Hermafrodito desnudo que exhibe el Prado la habré visto muchas veces, pero nunca había reparado en que el Louvre guarda una copia anterior, en mármol, con colchón esculpido por Bernini. La versión del Louvre es más bonita, brilla, es superior, por más que el Prado insista en lo contrario: el colchón se impone y marca la diferencia. La Historia del arte occidental data así el cuerpo de su archivo que al mío más se parece: penúltimo siglo antes de Cristo, autoría de Policles. ¿Le presté particular atención antes de reconocer que era trans? La pregunta tiene sus triquiñuelas: la primera vez que fui al Prado ya era adolescente y ya habitaba el mundo como mujer. No tengo experiencia del museo que no pase por reconocerme en ese cuerpo y tan solo parcialmente en los demás. La tela recubre un trocito mínimo de sus piernas; su postura tiene un leve contoneo sensual, es sexy, la Venus del espejo de Velázquez está pintada con su autor mirando también a este cuerpo y ocultando lo que rechina. Hay que colocarse cerca, en un ángulo no muy discreto, con tal de verle los genitales al Hermafrodito: se ha de ser un poco voyeur.
Una solo puede desear cuerpos como los que ha visto, los cuerpos que le han enseñado a desear. Hegel, en sus cursos de Estética, cuando habla sobre las formas escultóricas y el ideal, ya advierte, por ejemplo, que parte de la superioridad de las esculturas griegas reside en ser expresión del espíritu… que se olvida necesariamente de cosillas como los pelos en las piernas, que son fenómenos estrictamente naturales, quizás un poco molestos. Aquí está lo bello, he aquí lo bueno. Yo no volvería tan loca a Salmacis: los cuerpos reales son más imperfectos que el mármol o el bronce. Ni siquiera tuve la oportunidad de aprender con la belleza de Hermafrodito o de reconocerme en textos de Ovidio: me pensé en las imágenes de otros cuerpos.
Quien no haya vivido desde dentro la jungla de Internet hace una década a lo mejor no llega a entenderlo del todo, pero los cuerpos de las personas trans, con frecuencia de mujeres trans, eran fuente de fetiche erótico particular para hordas de neuróticos en redes: de aquí la figura, más allá de lo directamente pornográfico, del ‘trapito’ en la animación japonesa, tan denigrante como inevitablemente erótico para chavales adolescentes heterosexuales capaces de producir en masa porno con cuerpos como el que luego sería el mío como objeto. A subyugar con toda la violencia que fuera necesaria, a dominar y luego hacer desaparecer. Como cuerpo, en definitiva, el mío era más bien concebido como juguetito o muñeca hinchable, también estigma de la vergüenza y la perversión. Las primeras veces que veo cuerpos como el que luego sería el mío es a través de burlas y humor entre negro y verde, amores de hombre que no se admiten, azúcar blanca, negra sal.
Es milagroso que, más allá de estatuas griegas o pornografía producida en masa para lo que luego sería toda una generación de incels, la que ahora es mi pareja llegue a querer, desear y contemplar mi cuerpo sin tanta mediación o explicación. La atención, dice Simone Weil y recupera Iris Murdoch, es el fundamento del sujeto moral activo: una mirada atenta, cariñosa, tierna; una mirada desde el amor. Así debían mirarse inevitablemente Orfeo y Eurídice: incapaces de escapar de la mirada del otro y sin saber muy bien si existen, también como cuerpos, más allá del otro que los mira. Qué importan los cuadros, Grecia, la Historia del arte, las esculturas o la tendencia exponencial del contenido en Internet: para escapar de la tiranía del exterior solo hacen falta dos miradas capaces de cruzarse. Poder reaprender un cuerpo sin compararlo, incluso sin imaginación, sin imágenes: el amor, si existe, también lleva al deseo; el deseo es otro nombre para el aprendizaje, aprender «la misma calidad que tu expresión / y la expresión herida de tus labios». A veces, para ver el cuerpo propio sin prejuicio, hacen falta ojos ajenos.