PRIMERA PERSONA
Elvira Sastre, sobre el optimismo y la tristeza.
Es fácil, peligrosamente fácil, adaptarse a vivir con el dolor, hasta el punto de convertirlo en hábito. La escritora ELVIRA SASTRE relata su proceso, armado de consciencia y voluntad, con un objetivo primordial: desacostumbrarse a mirar la herida.
Confieso que a lo largo de mi vida he mantenido cierta resistencia al optimismo. Como si se tratara de un arma de doble filo, he apagado sus alarmas, camuflado su mensaje, evitado su crecimiento. Concebía el optimismo como un bumerán, quizá porque todo en mi experiencia emocional apuntaba a lo mismo: viajes de ida y vuelta, saltos de trampolín que terminan en caída, el mismo destino al mirar por la ventana. Me cansé de los aprendizajes: el manido mantra aquel que de todo lo malo sale algo bueno me lo sabía de memoria. Está bien, sí, es un consuelo maravilloso, pero yo ansiaba la bondad y pronto me cansé de recibir lo contrario. Fue una decisión personal motivada por un final más lleno de toxicidad, mal trato y piel dada la vuelta. «Hasta aquí», dije. Y hasta ahí fue. Entonces escribí un libro, La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, y mi vida empezó a cambiar. La creencia de que yo también merecía optimismo prendió la luz de una nueva habitación.
Hace poco, en consulta, Sara, mi psicóloga, me preguntó: «¿Por qué te tratas tan mal?». Le contaba que estaba escribiendo una nueva historia basada en hechos personales, de un tono oscuro y doloroso, que me estaba quitando el sueño y el descanso. Por si esas consecuencias no fueran pocas, le conté de pasada que había acondicionado el sitio en el que estaba trabajando en ese momento de una manera similar: persianas bajadas, silencio absoluto, una distancia demasiado larga para lo acostumbrado. Todo esto se tradujo en unas semanas llenas de pesadillas, fatiga mental, falta de inspiración y ratos largos de tristeza. Lo que yo pensaba que era el caldo de cultivo perfecto para estar a la altura de la historia a la que me enfrentaba, resultó ser un castigo impuesto por mí misma quién sabe por qué. Me quedé callada ante su pregunta y de nuevo sentí que se encendía otra lucecita de la habitación antes mencionada.
Es fácil, peligrosamente fácil, acostumbrarse al dolor. Cuando a una le han hecho daño varias veces personas distintas de diferentes maneras, el dolor se convierte en hábito. Y desprenderse de un hábito requiere de consciencia y de voluntad. Lo segundo se consigue a través de la motivación, entre otras cosas, pero la consciencia a menudo necesita a alguien profesional que la despierte. Yo he encontrado en Sara a la persona capaz de bucear por mi interior y ponerle nombre a emociones que yo, inconscientemente, he dormido. Son esas cosas que le cuento de pasada, como una anécdota o puro contexto, las que ella identifica, frente a las cuales se para, me detiene y me pregunta. Casi siempre recibe mi silencio porque de tanto analizarme a mí misma yo también me pierdo. Entonces va encendiendo todas mis luces y mi cabeza, que es esa nueva habitación de la que os hablaba, comienza a comprender un poco más lo que le sucede.
Gracias a las palabras y a la terapia, he aprendido a dejar de resistirme al optimismo. Ahora abro las ventanas, basta el canto de un pájaro para alegrarme la mañana, vuelvo sin dolor a mis libros favoritos, veo gorriones subidos a la copa de un árbol mientras escribo y todo fluye con facilidad, madrugo para llevar a mis perros al campo, miro al infinito sin ruido, salto sobre trampolines y sé que el vértigo es solo ganas de llegar, camino sin prisa, cojo trenes cuando la ansiedad aprieta y viajo por mi cuerpo sin miedo a lo que puedo encontrar, mantengo la mirada, asumo mis errores y aflojo un poco todos los nudos que me esperan, atentos, tras la puerta. Estoy a gusto en este lugar que me habita. Este cuerpo, por fin, se ha desacostumbrado a la herida