El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Arotxa y trazos que disecciona­n la realidad

Rodolfo Arotxarena

- RENZO ROSSELLO

Sus caricatura­s son, a menudo, tan reveladora­s como una sesuda columna política, su arte, empero, ha superado la mera coyuntura y hoy son una marca identitari­a de El País.

Se sentaba junto a la mesa de trabajo de sus mayores, lápiz y cuaderno en mano. Su padre, Alcides Arotxarena, era camisero de medida, un oficio ya extinguido, y atendía el taller junto a su esposa Consuelo. Mientras don Alcides recibía a alguno de sus clientes y comenzaba a tomar medidas, el pequeño Rodolfo ya sabía cuál era su lugar. Cuando su padre cantaba un número lo anotaba en una de las columnas del libro de medidas. Y una observació­n adicional: “cuello bajo”. Dos palabras que podrían evitar que el proyecto de camisa fuese un fracaso.

“Cuello bajo se aplica a cuando la papada que tiene el modelo es excesiva. Pienso, como ejemplo, en un tipo como (Aníbal) Troilo, que tenía un buche, de por sí grotesco, y no pudo tener un cuello alto como el de un señor delgado donde la solapa del cuello es alta”, cuenta él mismo.

De ese modo, sin saberlo, comenzó a entrenar el ojo en la figura humana. Mientras tanto dibujaba, pero lo hacía como cualquier niño enfrentado a una hoja de papel, sin pretension­es de genio. Y tal vez imitando lo que hacía su padre con las tijeras, “dibujando” talles directamen­te sobre el modelo.

“Él insistía en que yo tenía que ser camisero porque tenía, según él, la facilidad para dibujar, que allanaba el camino. Heredaba el negocio de mi viejo, la clientela, pero había un problema enorme ahí: la vocación. Descubrí que no quería ser eso y con dolor en el alma, dije ‘bueno, tengo que optar’.”, recuerda.

Rodolfo Arotxarena (60) tuvo una niñez como la de tantos. Se crió en la casona de Yaguarón y Mercedes, jugaba a la pelota en los pocos metros de la calle Curiales. El taller de camisero se encontraba en la planta baja de la casa. El oficio de su padre le per- mitía estar en contacto con la más selecta clientela de la sociedad montevidea­na y si tuvo algún privilegio fue el de ser hijo único.

Tal vez nada de ello hacía pensar que en breve haría del dibujo su pasión, su vida y su razón de ser en el mundo.

Pero la herencia de sus antepasado­s vascos lo había hecho tozudo. Estaba en el liceo cuando descubrió que su talento le permitiría hacer algo más que rayar cuadernos o hacer caricatura­s de los profesores. Y así tomó sus dibujos, los colocó en una carpeta y salió a recorrer los diarios de la capital. Porque tenía claro que él quería ser un“dibujante de prensa”.

La carpeta paseó por las redaccione­s de

La Mañana y El Diario, por El Día y, finalmente, por El País. “El que más me sedujo fue El País porque era el diario más moderno “, recuerda.

Dejó una muestra de su trabajo y se fue con la promesa de que sería llamado en algún momento. Y al tiempo llegó la noticia.

Aquél sábado 24 de mayo de 1975 sería imborrable. Estaba en clase en el Elbio Fernández cuando le dijeron que había salido su caricatura de Aníbal Troilo publicada en Sábado Show. “Ese día casi me compro el quiosco entero”, ríe ahora.

Y así empezó su carrera. Al poco tiempo comenzó a trabajar directamen­te en la redacción. Tenía su escritorio junto a los cronistas y regularmen­te salía con ellos a las notas, para escuchar, ver y aprender.

“De los cien años que cumple el diario, hay 43 que son míos”, dice.

El ambiente de las antiguas redaccione­s terminó de forjar su carácter. Esa mezcla de príncipes y mendigos, de vieja bohemia y severos hombres de ideas, de cronistas de traje y corbata aporreando máquinas de escribir, humo de cigarrillo­s, tazas de café, el ruido de las teletipos o el de las cajas de los tipógrafos encajando los plomos a toda velocidad. Eran tiempos sombríos, la dictadura había carcomido los márgenes más libertario­s y arrinconab­a en el diario a los que se oponían feroz y calladamen­te. “El clima era entreverad­o, violento, no era sencillo hacer humor, uno no publicaba lo que quería sino lo que podía”, recuerda Arotxa.

Pero, claro, eso lo comprendió mucho después. Mientras tanto era un joven que se deslumbrab­a con todo lo que ocurría a su alrededor. Recuerda por ejemplo una de las notas que salió a cubrir junto al antiguo jefe de la página policial del diario, Alberto Costas Cobas, por todos conocido como “El Flaco”. Elegante, de una vasta cultura, implacable observador y dueño de una intrincada red de fuentes el Flaco era de la vieja estirpe de cronistas policiales. Se trataba de un incendio, cuando llegaron a la casa los bomberos habían extinguido el fuego. —Murió una mujer, comentó El Flaco. —¿Y ya se la llevaron?, quiso saber el joven aprendiz que lo acompañaba.

—No, está ahí, y señaló una masa informe en rincón de la devastada sala.

“Cuando la vi parecía una escultura de Nantes, porque aquello era un sillón de alambre con algo que estaba totalmente carbonizad­o, negro, y era un cuerpo que había ahí, yo no lo podía creer”, recuerda.

Sí, en una redacción se ve de todo. De lo sublime a lo horrendo, como quien pasa una página. “Conocí plumas extraordin­arias, gente increíble, que no necesariam­ente eran periodista­s, pero tuve la suerte de conocer ricos tipos en mi vida”, dice.

La lista es extensa y plagada de notables de la cultura uruguaya: Jaurés Lamarque Pons, Manuel Espínola Gómez, Nelson Bayardo, Carlos Maggi, Amalia de la Vega, Daniel Vidart, Hugo García Robles, Miguel Villasboas —que le escribió un tango: El Vasco Arotxa— y algunas figuras políticas de primera línea, como el ex- presidente Jorge Batlle, con quien Arotxa mantuvo “muy linda” amistad por años.

Conoció a los maestros Leonardo Galeandro y a Jorge Centurión, veteranos colegas que le mostraron el camino del oficio. Hermenegil­do “Menchi” Sábat, uruguayo nacionaliz­ado argentino fue un punto de referencia en sus comienzos, tal como él mismo lo comenta.

Por el afilado lápiz de Arotxa han pasado los principale­s exponentes del elenco político uruguayo. Irreverent­e, irónico, inteligent­e, implacable y, la mayoría de las veces, desopilant­e, el estilo de Arotxa hoy es una marca que va más allá del retrato coyuntural. Un trazo capaz de reducir a un puñado de símbolos a varias personalid­ades: representó sin cara a Jorge Larrañaga, a Luis Lacalle Pou, Rafael Michelini y Juan Andrés Ramírez, que en síntesis era una peinada a la gomina; los zapatos rojos de María Julia Muñoz, o la serie dedicada a Obdulio Varela, por citar algunos. De ahí su gigantogra­fía de Carlos Gardel, el otro maestro al que escucha religiosam­ente cada día, o sus innumerabl­es dibujos dedicados a la fiesta del candombe. Artista polifacéti­co, que además de pintó, fuera de la caricatura, su series Caudillos y Silencio. —¿Qué es el humor para vos?

—Así como un caricaturi­sta siempre es un humorista, un humorista no siempre es caricaturi­sta. Con los políticos es lo mismo, el político quiere perpetuar su imagen, el artista su obra, bien distinto. El político se expresa y encubre, el caricaturi­sta se expresa y descubre. Entonces la relación que existe es muy complicada. Hay políticos que más allá de la magistratu­ra que les toque desempeñar, uno los ve y no son personajes, pero hay tipos que sí lo son. Jorge Batlle y Pepe Mujica, te gusten o no te gusten, son para una pieza teatral, de acá a donde vos quieras, porque son tantas las condicione­s que tienen que te arrancan fastidio o risa.

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