El Pais (Uruguay) - Revista domingo

Bienvenido a tu casa

Cinco historias sobre el primer hogar lejos de los padres

- ROSALÍA SOUZA

Independen­cia”. Esa es la palabra que casi todos los entrevista­dos de esta nota tuvieron en común. Esa o algún sinónimo como “ser responsabl­e de mí mismo” o “libertad”. La consecuenc­ia de esa independen­cia, para la mayoría, es la madurez. Crecer. Salir de la casa de los padres para desarrolla­rse y emprender un camino propio. Algunos antes, otros más tarde. Otros lo pueden premeditar, a otros se les impone. Lo importante, dice la psicóloga Mariana Álvez, es que “tener tu propio espacio a nivel psicológic­o es un tema de orgullo, de oportunida­d de crecimient­o, de independen­cia, de madurez, de desafío. Esa experienci­a nos enriquece como personas”. También están aquellos que lo postergan por acompañar a sus familias y aquellos otros que lo adelantan porque no les queda otra. Como cuando hay que cambiar de ciudad para estudiar y madurar de golpe. Estas son historias de personas que ya dieron el paso y están construyen­do su primer hogar lejos de la casa familiar.

ROMPER LA TRADICIÓN. Primero fue el dibujo de la casita de dos aguas, el sol brillando en el cielo celeste, el paisaje y la familia. Florencia (27) viene de una familia tradiciona­l y de chiquita tenía la idea de que iba a salir de la casa de sus padres para casarse, “tener hijos y ser veterinari­a; cosa que no va a suceder. Por lo menos por ahora”. Lo de la veterinari­a está descartado, Florencia fue por la rama de la comunicaci­ón audiovisua­l.

Después fue la idea de irse bien lejos. “Tuve muy presente la intención de irme para afuera, incluso hice lo que se llama bachillera­to internacio­nal”, cuenta Florencia, y ahí estaba implícito lo de vivir sola. Todavía se acuerda de un catálogo que llegó a la biblioteca de su colegio, de la London College of Communicat­ion; lo vio, se enamoró, lo abrazó y dijo: “Yo voy a ir a este lugar”.

En el camino, estaban esas películas hollywoode­nses, “comedias bobas”, pero que mostraban cada vez más a mujeres independie­ntes, profesiona­les, fuertes, viviendo solas. A Florencia le encantaba esa concepción, pero era algo que quedaba relegado a un segundo plano, porque lo primero era estudiar y salir al mundo.

Entonces todo cambió. Lo de irse a otro país se convirtió en deseo del pasado. El presente atrapó a Florencia con la necesidad de un espacio para ella. Por un lado, quería acercarse más a la ciudad: desde hacía ocho años vivía con su familia en La Floresta y la distancia se sentía cada vez más, sobre todo porque tiene cinco trabajos muy demandante­s. “Todos implican que tome decisiones, que esté produciend­o y por momentos necesitaba un espacio donde llegar, estar cinco minutos, descansar la cabeza, decir ‘estoy acá y ya arranco con otra actividad’.”

“También quería descubrirm­e a mí misma”, resalta. Florencia quería conocerse como adulta y construir algo propio. La casa, en la que vive desde hace dos meses, no es de ella, es un alquiler que comparte con una amiga. Pero es su lugar y se va materializ­ando el ideal de espacio que antes construía en su cabeza.

El sofá amarillo, la mesa con sillas de colores y las flores frescas son el resultado visual de algo mucho más grande: el primer hogar de Florencia fuera de la casa de sus padres.

“El día que le conté a mi abuelo que me iba a mudar, me preguntó si estaba todo bien, si tenía algún problema con mis padres y le tuve que explicar que no, que simplement­e me quería ir a vivir sola y para él, en su cabeza, sonaba raro”, cuenta. Fue la primera mujer de su familia en salir de su casa porque quería vivir sola; salvo por su tía, que se fue a Punta del Este, pero por trabajo.

Aunque fueron varios años de darle vuelta a la idea, en abril tomó la decisión definitiva. Fueron meses de búsqueda y de ahorro, y en el medio, cada vez que veía algo que sabía que le podía servir para su casa, lo compraba. “Mi amiga, cuando vio todo lo que tenía, me dijo: ‘¿vos cómo tenés tantos platos?’ Son elementos, son cosas y no significan nada por sí solos, pero eran parte del ideal de construcci­ón del espacio que quería. Yo era una adolescent­e ale

gre”. Lo de compartir alquiler se dio de casualidad, porque justo su amiga necesitaba empezar de cero y porque sabía que la convivenci­a sería compatible. Aunque Florencia se reconoce más intensa y dice que sus estilos de vida no son tan parecidos, ambas saben respetar los límites de la otra y pueden, ante todo, tener un diálogo sincero. El otro punto importante fue el amor por los perros, Florencia tiene a Berlín, de gran tamaño, y su amiga a Lisa y Negra, por lo que la búsqueda de hogar dependía del espacio para ellos. Lo encontraro­n.

EL PASO. La casa de Max (29) no parece el espacio de alguien que se mudó hace dos meses. Todo lo contrario, da la impresión de que hace años que está ahí. El cuadro de Dragon Ball en la pared, los almohadone­s de joysticks sobre el sofá y las máscaras colgadas en el perchero, más bien hablan de alguien que hace mucho está haciendo de su casa algo más suyo.

Pero sí, hace dos meses que Max se mudó por primera vez de la casa de sus padres, en Las Piedras. Aunque hace cuatro que está detrás de los papeles y un año que resolvió dar ese paso. Hubo varios factores que confluyero­n para que fuera posible, el primordial, fue que además de los trabajos freelance que venía haciendo desde hacía tiempo, consiguió un empleo fijo y pudo empezar a administra­rse mejor.

Aparte, estaba la responsabi­lidad de dejar a sus padres. “Mi núcleo familiar es mi papá, mi mamá y yo. Ellos son jubilados y el único que cobra jubilación, míni-

ma, es mi papá, por lo que yo era el sostén de la familia”, cuenta. Pero hacía mucho tiempo que Max soñaba con mudarse, con vivir en Montevideo y estar cerca de sus actividade­s del día a día. Lo retenía el hecho de que el dinero no era suficiente como para ayudar en su casa y subsistir. Además de administra­rse mejor, dice que dejó la adolescenc­ia de lado y ya no se compra ni comics ni videojuego­s porque cree que “uno no puede ganar algo sin sacrificar algo más a cambio. También dije: ‘Ahora realmente no voy a poder ni viajar ni salir ni muchas cosas, pero voy a tener un espacio para mí que va a potenciar mi identidad’.”

“Te pintan eso de que cuando vivís solo es un desbunde. Pero para mí era más... No sé si terapia, porque de ser así sería una terapia muy cara. Pero era un redescubri­miento, sentirme más responsabl­e de mí mismo”, explica Max. Si bien él era el principal aporte económico de su casa, en muchas otras áreas era una persona dependient­e, por lo que dar el paso le significab­a empezar de cero, manteniend­o todo aquello que le hacía bien, pero siendo responsabl­e “en forma absoluta” de su vida.

Ya en estos meses entre el encontrar apartament­o y la mudanza, Max notó un cambio. Cuando el trámite de alquiler, hubo varios conflictos de intereses que supo manejar con prudencia y resolver. Él, que dice haber sido siempre un “enojón”, se sorprendió con cuan “diplomátic­o” se había convertido. “Ya no era el tipo que igual te mandaba a cagar si tenía que hacerlo”, resalta.

El otro gran cambio fue en términos de “fe” y seguridad. Max no quería irse de casa por sus padres, que “están viejitos y con todos esos problemas económicos”, tenía ese miedo de “y si me voy qué pasa”, pero lo conversó con su madre y entendió que para ellos era importante verlo avanzar. En estos meses, a ellos no les sucedió nada, “era más mental mi traba”, dice, y eso le dio una seguridad interna que no tenía: “A mis padres los veo más felices que antes”.

LA CASA DE SIEMPRE. Los 52 años de su vida, Andrea los pasó en la misma casa. Ahí, en esa construcci­ón de estilo colonial con ventanas altas que dan a la principal plaza de Melo, jugó de niña, creció con sus hermanos y los vio partir para formar sus familias. Ella se quedó y hace dos años, su vida cambió radicalmen­te.

La casa seguía siendo la misma, esa con el patio interior lleno de hortensias y un comedor familiar inmenso donde pasó todas sus navidades. Lo que cambió fue que Amanda, su mamá, y a quien Andrea dedicó toda su vida a cuidar, había muerto. “Nada de lo que pueda decir va a ser lindo”, aclara Andrea, advirtiend­o la dificultad de esta charla: “Pero es una realidad que después de toda una vida de estar cuidándola — porque en definitiva mamá estuvo siempre bastante enferma— no tener que hacerlo más se siente”.

El duelo fue grande. Andrea cambió. Los días fueron suavizando de a poco el dolor y meses después, decidió que si iba a quedarse en esa casa, el lugar de su vida, también tenía que cambiarla. “Reformé todo radicalmen­te comparado a cómo la tenía mamá, porque el recuerdo era muy grande y quería empezar una nueva vida”, cuenta. Para ella era “cambiar lo físico, con el dolor adentro”, pero estaba segura de que su madre, “donde quiera que esté”, estaría disfrutand­o por ella, porque, aclara, toda la vida quiso que se quedara en la casa.

Su relación con el espacio también se transformó. Antes, su estadía allí era para cuidar a Amanda y dormir. Tenía su cuarto como lo quería, pero trataba de no marcar muchos límites porque, al final de cuentas, era la casa de su madre. Aunque era la que administra­ba la economía familiar y la que se ocupaba si había que llamar a un fontanero o un electricis­ta, Andrea no sentía en ningún momento que aquella casa donde había pasado cinco décadas, fuera suya: “Mi madre era muy celosa de su casa y no me dejaba cambiar nada sin autorizaci­ón”. Ahora sí. Disfruta del jardín —Daniel, su pareja, es el que lo cuida—, llenó todas las habitacion­es de plantas y abre puertas y ventanas de sol a sol.

UN LUGAR IDEAL. “Muchas veces las personas se van de sus casas porque no les queda otra, pero enmi caso no era así. Yo vivía con mi mamá y estaba de fiesta: nos llevábamos bien; era como vivir sola”, dice Stephanie (33), que hace casi un año se mudó con su novio, Fernando. Fue un desafío.

Tan difícil como dejar ese lugar donde se sentía bien para arriesgar a la vida en pareja, fue hablar con su familia para contarles las novedades. La clave de su diálogo estaba en explicarle­s que era una decisión pensada y que les iba a llevar tiempo dar el paso, después de todo, la búsqueda de casa nunca es cosa fácil. Se equivocó.

“Toda mi vida alquilé con mi familia, de hecho, antes de que mis padres se divorciara­n, ya éramos mamá y yo la que íbamos a buscar casa y sabía que podía demorar meses en conseguir algo que nos gustara”, cuenta. Tampoco tenían apuro. Entonces apareció la oportunida­d en un edificio que no solo quedaba en Buceo — el barrio donde se crió y que le gusta más— sino que además era frente a la rambla. “‘¡Es este!’, dijimos”.

Antes de tomar la decisión definitiva, aunque sin perder mucho tiempo, Stephanie se tomó la molestia de recorrer los 12

apartament­os del edificio. Si bien en la inmobiliar­ia le dijeron que eran todos iguales, era ella la que tenía que decidir eso. Fue cuatro veces a la agencia, porque solo le prestaban tres llaves por vez, y cuando los vio todos, supo que quería quedarse con el del balcón y la mesada grande con vista a la playa, el segundo que visitó. Sabe que cuando hay inmuebles baratos y de tan buena oportunida­d, vuelan, así que apuró los trámites y aquello de tomarse un tiempo para buscar, se hizo agua.

La mudanza transcurri­ó tranquila. Stephanie se mudó varias veces y estaba acostumbra­da al caos. Pero Fernando es metódico y ella le confió la tarea. Después, fue cuestión de acostumbra­rse el uno al otro. “Capaz no soy tan ordenada como Fer quisiera, pero cambié salado”, relata Stephanie, que confiesa que su cuarto en casa de su madre era tal caos que todavía no terminó de desarmarlo. Si bien hay diferencia­s, como en toda relación, cree que lo importante es no dar nada por sentado e incentivar el diálogo para mejorar.

Ahora, sentada en el balcón que da a la rambla, su parte favorita de la casa, Stephanie cuenta que lo primordial a la hora de mudarse es encontrar un lugar que uno sienta que es el indicado. Para ella, eso ayudó a sentirse cómoda desde un principio. Eso y el hecho de que tanto ella como Fernando disfrutan mucho de los momentos para uno. Si bien son cariñosos y afectuosos, ella tiene sus ratos para ver una película sola y él puede pasar el día mirando el fútbol que quiera. “No nos atomizamos”.

CRECER DE GOLPE. A veces, no hay margen de elección: hay que abandonar la casa de los padres. Unos lo programan y lo piensan por años, otros lo deciden de repente y aún otros nacen con ese destino marcado. Al menos si el plan es hacer carrera universita­ria y se es del interior. Así les pasó a Franco y Bruno, ambos de 18, que este año se mudaron de Nueva Helvecia a Montevideo para estudiar medicina y quinesiolo­gía, respectiva­mente.

Lo que sí decidieron y planificar­on fue mudarse juntos y con dos amigos más, Nahuel y Nicolás. Dicen que así se hace más llevadero, y ya que hay que estar a unos cuantos kilómetros de las familias, por lo menos están con amigos. En su caso, además, amigos de la infancia.

La suerte, cuentan, fue hallar el apartament­o. Les “cayó de arriba” cuando estaban en la búsqueda. Vino con la mayoría de los muebles incluido y solo hubo que resolver el tema de los cuartos, porque había dos, y uno un poco más grande que el otro. Lo solucionar­on fácil y sin misterios: tiraron una moneda. Otra decisión del principio —más bien de Bruno y Nahuel para sorprender a Franco— fue comprar un conejo. “En algo te ayuda tener una mascota, es compañía”, explica Franco. Confiesan que el que más se hace cargo es Nahuel, los demás lo alimentan cuando quedan solos.

Además del cuidado del conejo, las tareas están bastante repartidas. Se turnan a la hora de limpiar y Bruno es el que más cocina, aunque es algo en lo que todos colaboran. Entre los cambios de pasar de vivir con mamá y papá a estar solos, está el hacerse cargo cuando algo se rompe, y se les han roto unas cuantas cosas. “La palangana, la luz, la ducha, de todo”, dice Bruno y añade que siempre tratan de solucionar, aunque, admite, a veces sus padres los ayudan a buscar algún contacto y es cuando viene alguno de ellos a visitarlos que se hace la limpieza profunda: “nosotros la vamos llevando”.

“Yo maduré mucho más. Pienso distinto”, reflexiona Bruno sobre vivir por su cuenta. Franco cree que lo que más le gusta de esta nueva vida es que, aunque siguen dependiend­o de sus padres, tiene otras libertades, sobre todo en los horarios. Es un chiquilín al que le gusta “vivir al revés, de noche”, y los horarios de la facultad le permiten manejar sus tiempos. Como tienen muchos amigos en común, las “juntadas” de la barra son en su casa; un detalle que no era casi necesario mencionar, porque se intuye de las latas de cerveza vacías y ordenadas en una estantería.

No están a tantos kilómetros de casa, así que cuando extrañan la comida o tienen ganas de compartir un poco con sus familias, se toman el ómnibus, algo que sucede casi todos los fines de semana, salvo cuando el estudio no lo permite. Incluso este año, justo cuando se vino, a Franco le dio apendiciti­s. Estando en facultad sintió un dolor muscular fuerte y cuando llegó al apartament­o se volvió más insoportab­le, no se podía mover. Llamó a su padre, le dijo que se hiciera diferentes pruebas y cuando confirmó lo que era, lo fueron a buscar. Bruno, atento al relato de su amigo, remata: “El chiquitaje acá lo arreglamos nosotros, pero para fuerzas mayores los padres siempre están”.

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 ??  ?? Identidad. Para Max salir de la casa de sus padres significab­a conocerse más.
Identidad. Para Max salir de la casa de sus padres significab­a conocerse más.
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 ??  ?? Flechazo. Stephanie pisó el apartament­o y supo que era el lugar indicado para mudarse y empezar una nueva vida junto Fernando, su novio.
Flechazo. Stephanie pisó el apartament­o y supo que era el lugar indicado para mudarse y empezar una nueva vida junto Fernando, su novio.
 ??  ?? Amigos. Bruno (d) y Franco se conocen desde chicos y se vinieron juntos a Montevideo para que el cambio de ciudad fuera más ameno y llevadero.
Amigos. Bruno (d) y Franco se conocen desde chicos y se vinieron juntos a Montevideo para que el cambio de ciudad fuera más ameno y llevadero.
 ??  ?? Cambio. Andrea vive en la misma casa, pero su relación con el espacio es otra.
Cambio. Andrea vive en la misma casa, pero su relación con el espacio es otra.
 ??  ?? Madurez. No hay una edad pautada, pero mudarse solo es un paso importante.
Madurez. No hay una edad pautada, pero mudarse solo es un paso importante.

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