El Pais (Uruguay)

El cuento del tío

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Anteanoche, ya eran las dos y media de la madrugada, y de repente sonó el teléfono fijo de la casa. Un timbrazo a esas horas pone nervioso a cualquiera y más aún, a una persona mayor que vive sola. Del otro lado de la línea telefónica se oyó, aunque no muy bien, la voz de un hombre joven que se hacía pasar por su nieto. Detrás suyo se escuchaban voces entrecorta­das y se distinguía­n gritos de una joven asustada. Mientras tanto, su supuesto nieto le decía que los habían secuestrad­o y amenazaban con matar a su mujer, si no les entregaban inmediatam­ente 20 000 dólares.

A pesar del shock, la respuesta de la buena señora, contrariam­ente a lo que se esperaban los que estaban de otro lado, fue (más vale cuidar el lenguaje) una retahíla de indignados insultos. No lograron embaucarla. A este desenlace, contribuye­ron dos hechos. Por un lado, estaba todavía despierta y por lo tanto, más alerta. De otra parte, algo que merece destacarse en esta página. Había leído atentament­e la publicació­n en este diario, del 30 de junio, que ilustraba ampliament­e sobre el peligro de esta otra epidemia del momento, las estafas. Según el fiscal de Corte Jorge Díaz, desde noviembre de 2017 a la fecha, ha habido unas 2.650 denuncias de “cuentos del tío”.

No se trata de algo nuevo, por cierto, pero no por ello deja de causar serios perjuicios a quienes caen en esas trampas. Hay un libro del historiado­r Diego Galeano sobre la existencia de este fenómeno allá por los años 1870-1930. Esta otra clase de peste se extendió en esa época por las ciudades latinoamer­icanas, preferente­mente aquellas adonde arribaban muchos inmigrante­s. El accionar de los timadores en la zona del Río de la Plata se conocía bajo la denominaci­ón que hoy conocemos, mientras en la zona andina y el Caribe se le llamaba “el paquete chileno” y en Brasil, era el “contó do vicario (vicario, párroco)”. Los cuenteros, vigaristas y paqueteros solían tener aceitados guiones que repetían una y otra vez. Lo habitual era contarle a un empático escucha, haber heredado una buena suma de un tío lejano, pero por desgracia carecer del dinero suficiente para hacer llegar la herencia. Más de un alma caritativa se apiadaba y le prestaba su ayuda. También había de los otros, los codiciosos, que también caían más tentados por los generosos ofrecimien­tos de retribució­n por el préstamo, que por pura bondad. A los engañados se les apodaba los “otarios”, término típico del lunfardo rioplatens­e y del ambiente tanguero. Para peor, las historias de los engaños y sus damnificad­os eran motivo de risa en los bares, en los teatros, en la radio, en la calle.

Más allá de que para algunos esas estafas les provoquen un pequeño o gran daño, como perder todos o buena parte de sus ahorros, el “modus operandi” de entonces era menos truculento que el de la actualidad. Hoy día, para conseguir su objetivo los delincuent­es amenazan con saña y el miedo es el arma que emplean para quitarles dinero. Y no se trata de chirolas, sino a menudo, cantidades importante­s, ya sea en pesos o en dólares, dependiend­o del barrio. Otra técnica con menos violencia implícita pero también haciendo uso del temor, es asustarlos con que van a perder su dinero si no lo retiran del banco inmediatam­ente, sea porque van a abrir los cofres (este cuento corre mucho en Argentina dadas las malas experienci­as) o una advertenci­a de que se viene una gran devaluació­n, un corralito u otro peligro por el estilo.

En la especie humana se dan toda

Y por último, pero no menos importante, que dejen los convictos de contar con celulares para que desde la propia cárcel no organicen estas operacione­s, como es de público conocimien­to. Ni la inexistenc­ia de un teléfono específico para una respuesta policial efectiva.

clase de variantes, desde las más altruistas y generosas, las que contribuye­n al progreso y el bienestar de los seres que habitamos el planeta, hasta las más abyectas, la más crueles y sanguinari­as y en ese variopinto abanico, un casillero lo ocupan los estafadore­s. Equivocada­mente considerad­os, tal vez ante peores atrocidade­s, con una cierta benevolenc­ia, por más que pueda ser grande el perjuicio que causen. Contra esta clase de delitos el Estado y los particular­es deben actuar, máxime cuando en nuestra era hay tantas personas que viven solas, a menudo de edad avanzada, a raíz del aumento de la longevidad, motivo por el cual se encuentran más desvalidas. Lo principal, como lo demuestra la anécdota mencionada más arriba, es que haya abundante difusión oficial a través de campañas informativ­as en los medios de prensa, escrita y audiovisua­l. Además promover la instalació­n de captores en las líneas fijas. Y por último, pero no menos importante, que dejen los convictos de contar con celulares para que desde la propia cárcel no organicen estas operacione­s, como es de público conocimien­to. Ni tampoco la inexistenc­ia de un teléfono específico donde llamar para una respuesta policial rápida y efectiva.

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