El Pais (Uruguay)

Petit y la crisis de las cárceles

- RENZO ROSSELLO

“Es un hospital después de un terremoto: está todo desbordado”.

En dos décadas el sistema penitencia­rio uruguayo cambió drásticame­nte. En ese período Juan Miguel Petit ha sido testigo de esos cambios en distintos cargos, a nivel local e internacio­nal. Su amistad con el abogado austríaco Manfred Nowak, el principal referente en el mundo y titular de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, le permitió conocer de primera mano los peores y mejores sistemas penitencia­rios del mundo. Como comisionad­o parlamenta­rio desde 2015 ha visto, también, lo peor y lo mejor del sistema uruguayo. En su despacho hay dos libros, entre muchos otros, que son sus guías permanente­s: El futuro de las prisiones, de Norval Morris; y la Historia de las cárceles, de Juan Carlos Gómez Folle. Dice que después de estos cinco años tiene “más preguntas que respuestas”. Para Petit asomarse al universo carcelario ha sido la posibilida­d de echar una mirada “a lo más hondo de la condición humana”.

—¿Con todo ese bagaje de conocimien­tos sobre el sistema carcelario, lo ha visto evoluciona­r, qué opinión tiene de su estado actual?

—El sistema ha evoluciona­do, ha tenido y tiene transforma­ciones. Creo que además, como en toda política pública, este es un problema que se puede solucionar de lo contrario no tendría sentido. Muchas veces me dicen, bueno, pero cada vez que se habla de cárceles se habla de los problemas, como que esto es siempre lo mismo. No, no es siempre lo mismo, hay cosas nuevas, hay cosas diferentes y hay muchas que se pueden hacer. Yo conocí el sistema tradiciona­l, a partir del año 2001 cuando empecé a trabajar en el Centro Nacional de Rehabilita­ción íbamos sobre todo al Comcar pero también a Libertad y a Canelones a entrevista­r personas para ir a esa cárcel piloto, personas que estuvieran en condicione­s de egresar. O sea que conocí el sistema tradiciona­l, conocí los esfuerzos de gente como Óscar Ravecca, a quien siempre hay que recordar. Pero no hay dudas que ahí empezó un proceso de transforma­ción, creo que ese proceso está abierto porque todavía Uruguay está lejos de alcanzar el nivel de respuesta de rehabilita­ción, terapéutic­a y educativa que nos debemos como país. Las cárceles todavía no tienen el nivel de desarrollo que tiene el Uruguay, son todavía y en el informe lo digo, son todavía un sub Estado, son un Uruguay que no está en 2020, están en otra época, no podría precisar cuál, pero claramente no están en 2020. —Lo que más parece trasuntar los muros de las cárceles son los niveles de violencia sostenida, en sus extremos con los homicidios entre reclusos y los suicidios, ¿cómo hacer frente a ese problema? —Nuestra oficina creo que hizo un aporte cuando en los informes anuales empezó a cuantifica­r e investigar todas las muertes en prisión. Hoy el debate, el tema de las cárceles está en la agenda pública, creo que eso es un gran avance. El principal factor para resolver un problema es saber que ese problema existe, creo que parte del fenómeno en Uruguay fue el haber convivido durante muchos años sin tener conciencia de ese problema, hoy tenemos discusione­s sobre cómo se resuelven muchos de esos aspectos, el tema está arriba de la mesa, estuvo presente en la campaña electoral con más fuerza que nunca. Repasamos la prensa de estas últimas semanas y está muy presente, creo que nuestra oficina ha colaborado a poner sobre la mesa el tema de la cantidad insólita de presos que tiene Uruguay, está entre los países que tienen más presos de América del Sur, después de Brasil, y después el tema de las muertes en prisión. Pero creo que todavía tenemos que dar pasos importante­s para incorporar respuestas de política pública, lo que nos permite resolver las dificultad­es es la institucio­nalización, que haya políticas sólidas y permanente­s, eso requiere de acuerdos, acuerdos que en este tema no están del todo claros cuáles son las líneas que como país quiere llevar adelante. —¿Cree Ud., como se señala en forma recurrente, que existen una falla central en la clasificac­ión de la población carcelaria? —La clasificac­ión es una de las tantas ideas a las que nos agarramos con la angustia de no entender el fenómeno del delito y la transgresi­ón. Después de cinco años de estar acá tengo muchas más preguntas que respuestas, muchas más preguntas que las que tenía antes. La clasificac­ión es uno de los grandes temas que se plantea desde el año 1955, en el congreso de Naciones Unidas contra el delito, la clasificac­ión como un principio de ordenación de la rehabilita­ción. Yo no digo que esté mal, está bien, hay que clasificar, desde lo más grosero: hombres para un lado, mujeres para el otro, preventivo­s por un lado, condenados por el otro, primarios, reincident­es, jóvenes, mayores. Cosas evidentes en las que la clasificac­ión permite un ordenamien­to, pero clasificar a los privados de libertad es como clasificar a las personas, hay casilleros muy grandes y muy variados, hay muchísimos, y además hay unos cuantos en los que las ciencias del comportami­ento todavía tienen una enorme cantidad de misterios no resueltos. Mirar adentro de una cárcel es un viaje al interior de la condición humana y sobre eso el que más sabe no sabe nada, es un aprendizaj­e permanente. —Durante su trayectori­a conoció experienci­as muy avanzadas, sistemas muy sofisticad­os como los de Suecia o de Reino Unido, ¿esos modelos pueden ser aplicables en nuestra realidad?

—Yo tengo varios apuntes, no me animaría a decirles ni siquiera conclusion­es, uno es que la cantidad de recursos y la tecnología de última generación no lo son todo. He visto cárceles en siete u ocho países, una de las peores cosas que vi fue en Grecia en un centro de detención para migrantes, un edificio arquitectó­nicamente espectacul­ar, todo de vidrio, moderno, todo de última generación, cámaras, puertas automática­s, salones para reuniones protocolar­es y de trabajo. Pero cuando entraba en la parte de privación de libertad encontraba un régimen, unas condicione­s de vida y encierro realmente muy duras, la gente estaba en una celda y no salía de ella, era como la nave del fin del mundo. Entonces, en Uruguay mismo hay cosas muy interesant­es, justamente donde se genera convivenci­a, puedo nombrar las cárceles de Juan Soler, Salto, Punta de Rieles, Durazno, Paso Ataques en Rivera, Campanero en Minas, donde a veces con pocos recursos se logra realmente convivenci­a. Porque lo que frena la violencia es la buena convivenci­a, es la que tiene derechos humanos, que parece una palabra que suena mucho a política y jurídica, pero no es más ni menos que lo que tenemos en el corazón, es lo que nos diferencia como seres, como personas tenemos cultura, salud, educación, convivenci­a, familia, trabajo. En las realidades donde no está eso, ya sea en una cárcel o en un barrio, surge la violencia. Si pudiéramos escanear el tejido social del país, como una tomografía que quiere detectar tumores, nos saldría una tomografía con una cantidad de manchas, algunas en algunas cárceles donde hay mala convivenci­a y muchas en estos barrios donde sabemos que hay malas condicione­s de vida y mucha violencia.

—¿No cree usted que, precisamen­te, las organizaci­ones criminales que ejercen un liderazgo en las cárceles y en esos barrios conspiran contra esa convivenci­a? —Esto es como el agua del río que tiene que ser depurada o filtrada para ser potable. Si lo que entra, si el caudal humano que entra a la cárcel no es filtrado, tratado, recordemos que la palabra tratamient­o viene de un acuerdo entre actores civiles y políticos, se dice que una cárcel es humana cuando hay, precisamen­te, tratamient­o. Cuando no hay tratamient­o todo lo que viene de afuera entra y se potencia, porque las condicione­s de adentro lo van a potenciar. El gran problema que tenemos, creo yo, es que tenemos un sistema gigante e inmanejabl­e, cuando se conforman grupos el sistema no tiene la capacidad de filtrar esa violencia, esa organicida­d criminal que se potencia en la cárcel. Entonces la cárcel es eficiente cuando puede intervenir sobre lo específico que se necesita, hablamos de casos extremos entre los privados de libertad, por ejemplo los delitos sexuales o vinculados al no control de la ira, delitos de violencia doméstica o familiar, todos tienen un interés específico. Cuando tenemos una masa que se desborda es como un hospital después de un terremoto, está absolutame­nte desbordado. A mí me desespera recorrer las cárceles y ver a personas, día tras día, por delitos leves, estoy hablando de hurtos, hurtos agravados que basta con que sea más de uno para volverlo agravado, que deberían tener otra respuesta. Por supuesto que los caminos por los cuales se llega a la cárcel son muy distintos. Lo que está claro es que si pudiéramos reducir a la mitad la reincidenc­ia tendríamos miles de delitos menos, miles de traumas menos, miles de familias golpeadas menos. No sabemos cuántas vidas se pueden salvar, pero hay que intentarlo.

La cárcel todavía no tiene el nivel de desarrollo que tiene el resto del país”.

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