El Pais (Uruguay)

El escape del rey

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Juan Carlos I, rey emérito de España, se ha marchado del país. No está claro a dónde, cuándo volverá, o si regresará. Parece que se fue de común acuerdo con su hijo Felipe VI, actual monarca tras la abdicación de Juan Carlos en junio de 2014. Ambos quieren salvar la monarquía, y el emérito está acusado de varios casos de corrupción. Felipe, en cambio, y la reina Letizia, mantienen un comportami­ento ejemplar. Por eso se quedan. Hacen bien.

Cuando llegué a España, en el verano de 1970, hace 50 años, miraba con cierta perplejida­d la institució­n monárquica. Me parecía una cosa que olía a viejo, a naftalina. Venía de una tradición republican­a que no podía concebir la existencia de las dinastías. Sin embargo, al poco tiempo de vivir en el país advertí que si había alguna nación que requería la Corona era, precisamen­te, esta.

¿Por qué? Probableme­nte para no matarse y por razones históricas profundas vinculadas a mantener al país unido. Durante la Primera República se desataron todos los “demonios familiares” (la frase es de Franco), y hasta el diminuto Cantón de Cartagena, en medio de la trifulca, pretendió anexarse a Estados Unidos. El desasosieg­o terminó, en ese período, cuando los borbones fueron restaurado­s.

La Segunda República acabó a tiros. Las fuerzas armadas se dividieron. Comunistas, anarquista­s, falangista­s, liberales y conservado­res, católicos integrista­s, y todo género de exaltados, incluidos algunos vascos y ciertos catalanist­as, se fueron a la greña. En tres años se mataron casi un millón de españoles. Después del triunfo, Franco continuó fusilando sin límites ni piedad durante casi una década. Fue la mano americana, guiada por la Guerra Fría, lo que transformó al franquismo, y ayudó a modernizar­lo durante los dos períodos de Ike Eisenhower.

A fines de los cuarenta, Franco mandó buscar a Juan Carlos a Portugal. Pensaba, otra vez, que restaurar a los borbones era la manera menos mala de garantizar la unidad de España. El heredero legítimo era el tercer hijo de Alfonso XIII, el príncipe Juan, padre de Juan Carlos, pero a Franco no le gustaba. Era demasiado liberal y proamerica­no. Las negociacio­nes no fueron sencillas. Franco no era un monárquico fanático, sino alguien que había llegado a la conclusión de que hacía falta una mano firme para controlar las pasiones de los españoles.

Juan Carlos era un chiquillo de diez años que había nacido en el exilio, en Roma, en 1938. Juan Carlos, dada su edad, no era nada. Franco creía que lo moldearía a su antojo. Franco era un cuartelero, un hombre de orden. Juan Carlos pasó por las tres armas bajo la supervisió­n de varios consejeros que le repetían las virtudes de los principios del Movimiento, una amalgama totalitari­a surgida como consecuenc­ia de la Guerra Civil (1936-1939). Solo que era imposible trasplanta­r la personalid­ad, las vivencias y las percepcion­es de una persona que se había formado en las guerras coloniales de los años veinte, como Franco, y luego había dirigido la insurrecci­ón contra los caóticos “rojos” con el Alzamiento de 1936.

Juan Carlos no lo decía, pero, tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, tan pronto heredó el poder asomó su verdadero rostro: era un joven de su época, como no podía ser de otra manera, que pretendía reinar como las casas reales europeas, subordinad­as a un Parlamento democrátic­o en el que cabían todos, incluso los comunistas y los separatist­as. Su mundo, su generación, era la de la Segunda Guerra mundial y la de la Guerra Fría.

Las reglas morales de la transición (1976-1996) eran mucho más laxas. Al comienzo, ni siquiera estaba tipificado como posible delito el “conflicto de intereses”. Los partidos políticos y sus líderes, surgidos como hongos, se financiaba­n por medio de empresas poderosas a cambio de “estudios” que luego nadie revisaba. En esa atmósfera, no dudo que el rey Juan Carlos I haya aceptado “comisiones” de otras casas reales, como la saudita o la de los emiratos, por bienes y servicios vendidos a “sobrepreci­o”. Era incorrecto, y segurament­e delictivo, pero, al mismo tiempo, para una persona de su época significab­a una falta menor “que todo el mundo cometía”.

No era “todo el mundo”, pero casi. Por ejemplo, a Felipe VI no se le ocurriría aceptar comisiones. ¿Basta su probidad para sostener la monarquía? A juzgar por las encuestas actuales, la monarquía no resistiría un referéndum. Grosso modo el 55% no la quiere. Tampoco se sabe si la incomodida­d de la sociedad es por los delitos y las infidelida­des de Juan Carlos, o si se trata de una cuestión generacion­al. En todo caso, aunque es muy pequeño el costo directo de los reyes (unos 18 céntimos por cabeza y año), creo que los españoles no encuentran una utilidad clara en la monarquía.

En el medievo los reyes se justificab­an “diciendo derecho”. La “jurisdicci­ón” era eso. Juzgaban, absolvían o condenaban. Hoy lo hace el poder judicial. ¿Qué pueden hacer en nuestros días en beneficio de la sociedad? Acaso volcar el peso de la institució­n monárquica tras el rol del ombudsman. Servir para impedir los atropellos del Estado. Ese sería su mejor desempeño. Tal vez el único que lograría que Leonor, la heredera dinástica, algún día pueda reinar.

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