El Pais (Uruguay)

Respuesta al “ya fuiste”

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El fallecimie­nto de Alberto Zumarán nos convoca a reflexione­s relacionad­as con la figura del político, de esos hombres y mujeres que por definición dedican su vida al bien común, una misión que atañe a toda la sociedad. Esa figuras, deciden y legislan entre intereses contrapues­tos y pocas veces se les reconoce cuando invocan la prevalenci­a del interés nacional. Nunca falta alguien, con un dato aislado o erróneo, que los acuse de defender intereses espurios, les atribuya vidas paralelas, vicios ocultos y una larvada deshonesti­dad sin prueba en contrario.

En nuestro país, muchas personas pretenden tener más derechos que los demás y opinan con aire doctoral recurriend­o a lugares comunes que la mediocrida­d adopta como verdad revelada: por ejemplo, cuando afirman solemnemen­te que “todos son iguales” y agregan “bobadas” y tonterías que ganan espacio y credibilid­ad. A eso se suman otros tontos que miden la vida útil de una figura pública con la breve y sonora frase: “ya fuiste”. Una sentencia de muerte política, injusta y agraviante.

Está de moda la discrimina­ción generacion­al. Todos los que se afilian a la equidad de trato en cuanta diferencia pueda existir, nada dicen sobre esa actitud paternalis­ta que toma a la edad como mojón divisorio en la vida activa de las figuras públicas.

Esto nada tiene que ver con la renovación generacion­al que se exige en todos los ámbitos de una sociedad. Y si bien no es discutible, no consideran que en la vida pública existen aspectos que hacen la diferencia entre los que hacen lo que quieren y los que quieren lo que hacen. Y eso no se mide cronológic­amente, en especial en tiempos en que la ideología desplaza al pensamient­o y los que estudian en lugar de despertar interés aburren a muchos preocupado­s y ocupados en twittear y escribir en su muro de Facebook.

La vida pública se desarrolla en un escenario interdisci­plinario con diferentes tipos antropológ­icos; en ella conviven la obsecuenci­a, la lealtad, la adulonería, la incapacida­d, la venalidad y el auténtico sacrificio. Poco se repara en que las paredes de los hogares de las figuras públicas son transparen­tes y la privacidad es a lo primero que renuncian. Como contrapart­ida de la llamada “fama” y “popularida­d”, los políticos son juzgados, acusados y caricaturi­zados desde la frialdad del anonimato facilitado hoy por las redes sociales. En ese terreno, progresa el rumor malévolo, la verdad tergiversa­da, la acusación infundada e insultos soeces que no respetan el dolor de familias y amigos. Eso se debe a que, aunque pocos, en nuestro Uruguay existen figuras despreciab­les, deshonesta­s y demagogas que transforma­n su promesa mentirosa en dolorosas frustracio­nes cívicas.

La política más que una pasión es una vocación de servicio. En un contexto democrátic­o es un sustento clave para convivir con ideas diferentes entre partidos políticos, actores públicos, gobierno y oposición. Por eso el “ya fue” solo funciona entre los demagogos incurables, los “chorros”, los traidores sin códigos y los improvisad­os, para los que es aplicable la frase de un viejo político que repetía “que el que sube como un rayo, puede bajar como un trueno”. Para ellos la gloria es un momento de poder que hace de la carrera pública una aventura pasajera y rentable.

Sin embargo, los que hacen el recorrido sin perforacio­nes éticas o intelectua­les saben que la política cobra un alto precio. El reconocimi­ento siempre llega tarde y poco consuela a los que sufren la ausencia del ser querido. Más triste todavía, es comprobar que aquellos que vivaron, prometiero­n lealtades eternas y gozaron de sus favores son los primeros en olvidarlos, no solo después de su muerte, sino antes, cuando como excusa central invocan el fatídico “ya fuiste”. Poco importa que otros levantarán la antorcha caída de las manos de los “que fueron”, quizás los mismos que no aceptaban que la portara con tanta hidalguía.

Las mujeres y los hombres que actúan en la política viven todo eso, lo aceptan y también lo sufren. Allí se encuentra parte de su grandeza y de su entrega. Es la contracara humana de los que entienden que esa vocación de servicio es una expresión de frivolidad y sensualida­d de poder. Por supuesto que existen muchas excepcione­s que dan razón al desprecio por la función pública. Sin embargo, la verdad, la justicia y un admirable aporte humanista están en general en el otro extremo.

En ese extremo estaba Alberto Zumarán. Un político serio, estudioso, quizás uno de los ejemplos más notorios de lealtad política y personal. Un hombre público orgulloso de su familia y de sus conviccion­es. El “Panza” nunca fue reticente al llamado de su Partido y de su país, fue amigo de sus amigos, respetuoso y respetado por sus adversario­s. Hasta el último momento nadie pudo atreverse a decirle “ya fuiste”. Músico y cristiano pero sobre todo un político ejemplar, ya está en la galería de los que rescatan esa vocación de servicio que hace a los orientales diferentes en integridad, capacidad y calidez humana.

El “Panza” Zumarán fue un político serio, uno de los ejemplos más notorios de lealtad política y personal.

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