La corona herrumbrada
El rey Felipe VI no tiene ni tendrá la oportunidad de oro que tuvo su padre para legitimar la monarquía y para legitimarse a sí mismo en el trono.
Juan Carlos I entendió el momento histórico y supo que había un solo camino para ambas legitimidades: la democratización de España.
Debía ser él quien impulsara ese proceso que lo mismo ocurriría. Él no era Francisco Franco sino apenas un instrumento del dictador para perpetuar su régimen. Y comprendió que se trataba del delirio megalómano de quien había sido dueño de la vida y la muerte de los españoles.
La dictadura del nacionalismo ultra-católico había envejecido hasta la decrepitud y representaba un anacronismo autoritario en el hemisferio norte de Occidente.
El fascismo ibérico se caería, más temprano que tarde, en la Portugal de Oliverio Salazar y en la España del “generalísimo”.
Por ellos, las democracias del viejo continente decían “Europa termina en los Pirineos”.
Franco y su esposa, Carmen Polo, eran incapaces de ver más allá del círculo obsecuente que los amurallaba.
Pero Juan Carlos I veía más allá de esa nomenclatura recalcitrante y entendió que el poder total que había heredado del dictador se diluiría pronto si no lo refundaba dotándolo de una nueva legitimidad.
También entendió que esa nueva legitimidad le imponía renunciar al poder total.
Y algo más: debía traicionar la promesa solemne que había hecho al dictador y al movimiento de preservar ese legado.
Traicionar al franquismo no fue difícil para Juan Carlos de Borbón. Al fin de cuentas, se había convertido en rey merced a la traición que cometió contra su padre, Juan de Borbón y Battenberg, que era el heredero directo del destronado Alfonso XIII.
El hecho es que el joven rey que había sido incubado en el seno del franquismo y que siempre había mostrado un alineamiento absoluto con la dictadura, vio que sólo había camino para la corona y para él si permitía una democracia con comunidades autónomas donde los distintos pueblos ibéricos recuperen sus lenguas, símbolos, instituciones y derechos.
Fue el rey, a través de Adolfo Suárez, quien les quitó de encima a vascos, catalanes, gallegos y demás partes de la diversidad española el yugo del centralismo “castellanizante” que les había impuesto el franquismo.
Esa fue la gran invención de la legitimidad de un rey ilegítimo. Quizá no lo hizo por convicción democrática ni vocación de pluralismo cultural, sino porque, sabiéndose ilegítimo para muchas regiones con sobradas razones para despreciar a los borbones, de haber convocado a un referéndum para legitimarse, lo habría perdido.
Lo que nadie rechazaría, salvo el franquismo irredento, era la democratización y la devolución de los derechos políticos y culturales a los eternos sometidos por Castilla.
Juan Carlos de Borbón fue el creador de una legitimación de la corona que su hijo no tendrá instrumentos para re-legitimar.
A Felipe VI sólo le queda seguir desmontando la estatua de su padre y mostrando la discreción, honradez y frugalidad que Juan Carlos traicionó y que las monarquías de este tiempo están obligadas a mostrar por carecer de un fundamento racional vigoroso.
Sobre todo si se trata de una corona borbónica en un país plurinacional en el que muchos padecieron esa dinastía plagada de corruptos y en el que las fuerzas centrífugas y el espíritu republicano resurgen siempre con renovada intensidad.
Juan Carlos I no era Francisco Franco, sino apenas un instrumento del dictador español para perpetuar su régimen.