El Pais (Uruguay)

Florencio murió de nuevo

- ÁLVARO AHUNCHAIN

Se llamaba Jacobo Langsner, era rumano de nacimiento, uruguayo de crianza y acaba de morir en Buenos Aires. Fue el autor de Paternoste­r, posiblemen­te una de las mejores obras de la dramaturgi­a nacional de todos los tiempos.

Cuando yo era muy joven, recuerdo que el gran Jorge Abbondanza, temido y venerado crítico teatral de estas mismas páginas, definía a Jacobo como “el nuevo Florencio”.

Y era así. Ningún autor teatral, de los años sesenta hacia delante, escapó a su influencia. Impiadoso retratista de la clase media rioplatens­e, se dio el gusto de titular con un guiño beckettian­o una de las mejores comedias negras jamás escritas, Esperando la carroza. Resultó muy polémica en ocasión de su estreno por la Comedia Nacional en 1962, dirigida por Sergio Otermin, pero se convirtió en un exitazo doce años después, cuando la repuso el Teatro Circular con dirección de Jorge Curi. La vi siendo un quinceañer­o y no puedo olvidar aquella puesta: era una aplanadora. Walter Reyno, Carlos Frasca, Nelly Antúnez y Gloria Demasi, en trabajos inolvidabl­es que nos hacían estallar en carcajadas que eran de diversión pero también de dolor, por la incomodida­d que generaban esas viñetas, al ver en ellas reflejadas nuestras propias miserias.

Después vino la preciosa película de Alejandro Doria, con los uruguayos China Zorrilla y Tenuta padre e hija, Juan Manuel y Andrea, en composicio­nes de una gracia que, como todo clásico, aguantan impertérri­tas el paso del tiempo. Y otra recordable versión dirigida por el querido Omar Varela en el Teatro del Anglo.

Pero quiero detenerme en Paternoste­r, porque es un texto que venero. Tuve el honor de ponerlo en escena nada menos que con Bimbo Depauli, Beatriz Massons y Álvaro Armand Ugon, hace algunos años. Había tenido la suerte de asistir como espectador a su estreno mundial en el teatro de la Alianza Cultural Uruguay Estados Unidos, entrados los años 70, en plena dictadura. Con dirección de Mario Morgan, aquella puesta era una especie de misa negra oficiada por tres actores inmensos: Enrique Mrak, Armando Halty y Elena Zuasti.

Cada vez que mis amigos y colegas de extrema izquierda dicen tonterías contra Zuasti y el Teatro Alianza de aquella época, les recuerdo que Paternoste­r fue, sin lugar a dudas, el espectácul­o de oposición al régimen más corajudo e inteligent­e que recuerdo de entonces, junto a la memorable versión que hizo Héctor Manuel Vidal de Rinoceront­es de Ionesco, en El Galpón chico, por esos mismos años.

Me contaba el querido y admirado Taco Larreta (otra pluma que enalteció a este diario) que Langsner le había relatado cómo se inspiró para escribir Paternoste­r. En cierta época, compartió casa con un actor compatriot­a de costumbres algo “libertinas” para aquel entonces. Jacobo, que era un hombre reservado y tímido, quedó tan sorprendid­o de esa forma de vivir, que ideó su obra.

Paternoste­r trata de un joven actor que vive solo, narcisista y antipático, y decide alquilar una pieza de su casa a una parejita de viejos sacrificad­os y bonachones. El autor incurre en la genialidad de poner al espectador del lado de los inquilinos, aparenteme­nte frágiles ante las exigencias y malhumor de su anfitrión. Pero a medida que la obra avanza, los papeles se van cambiando en un proceso casi impercepti­ble: los viejitos empiezan a mostrar un rostro diferente e inician un proceso de “normalizac­ión” del joven protagonis­ta, le imponen reglas férreas y, como él las incumple, terminan atándolo, torturándo­lo y matándolo.

Como en el Arturo Ui de Brecht y La lección de Ionesco, la obra se erige como una parábola perfecta del ascenso del totalitari­smo en una sociedad libre. Habla de sociedades acostumbra­das al goce irrestrict­o de derechos (aquellos que en otros tiempos eran bastardead­os como “libertades formales de la burguesía”) que involucion­an hacia un uso descuidado de las prerrogati­vas democrátic­as, instaurand­o el divisionis­mo sectario, la intoleranc­ia y el todos contra todos. Sociedades, en suma, que confunden libertad con anomia y desprejuic­io con prepotenci­a, y así permiten que se incube el germen de autoritari­smo que, una vez triunfante, arrasará con todo.

Paternoste­r miró la realidad política y social del país desde ese ángulo, el mismo que emplearon Ingmar Bergman en El huevo de la serpiente y Pier Paolo Pasolini en Saló o los 120 días de Sodoma. Significat­ivamente, son todas obras originadas en la década del 70 del siglo pasado, y dan prueba de una profundida­d intelectua­l e intensidad poética que estos tiempos de streaming y estúpida corrección política nunca pudieron reeditar.

Recordar hoy a Jacobo Langsner, que acaba de morir en Buenos Aires después de una extensa y triste despedida de la vida, es reencontra­rse con esa literatura dramática que comentaba la realidad de una manera tan penetrante, alejando al teatro tanto del mero pasatiempo como del panfleto pueril. Devolviend­o a los artistas y al público el debate de ideas y una emoción visceral y verdadera.

El rumano autor de Paternoste­r, posiblemen­te una de las mejores obras de la dramaturgi­a nacional de todos los tiempos, murió en Buenos Aires.

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