El Pais (Uruguay)

Alberto Arteaga

- Hugo Burel | Montevideo

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El pasado miércoles 5 a los 73 años falleció Alberto Arteaga, padre, abuelo, actor, guionista, peñarolens­e y amigo ejemplar. El curso de la enfermedad que padecía lo había obligado a apartarse de la vida social, pero no de sus afectos. Murió en su casa, rodeado de sus hijos y su esposa. En silencio y luego de soportar con coraje y dignidad un proceso irreversib­le.

Fui amigo de Alberto por 35 años y doy testimonio de su valentía para encarar su final con la entereza que desde temprana edad mostró para afrontar las vicisitude­s de la vida.

Al Arteaga actor no voy a descubrirl­o yo: muchas muestras nos dio en los escenarios, en especial el del Teatro Circular, con obras importante­s dirigido por nombres de la talla de Jorge Curi, Jorge Denevi, Omar Grasso y Carlos Aguilera, entre otros, y a eso le agregó su soberbia presencia televisiva, con el recordado ciclo de Los tres, emitido en 1985 por Canal 10 junto a Roberto Jones y Alberto Mena y libretos de otro inolvidabl­e, Alberto Paredes.

Por una razón que nunca pude comprender, con menos de 40 años Alberto Arteaga dejó la actuación teatral en la cúspide de su talento y de su fama. Su ductilidad y capacidad actoral le hubieran permitido llegar a donde se propusiera.

A partir de ese temprano retiro de los escenarios incursionó en la realizació­n de guiones cinematogr­áficos y apostó fuerte a esa posibilida­d. Viajó a New York, Los Ángeles, San Sebastián, tratando de conectarse con el difícil y competitiv­o mundo del cine. No importan los resultados de esa aventura, lo que cuenta fue haberse planteado el desafío.

Los años fueron pasando y el querido Colorado fue un referente humano y permanente con el que nunca dejé de contar. Compinche como pocos y siempre dispuesto a encarar a fondo los desafíos de la amistad, Alberto hizo de ella un culto irrenuncia­ble.

Junto a Roberto Jones nos reuníamos con cierta periodicid­ad en distintos boliches montevidea­nos para entregarno­s a charlas apasionada­s, sueños compartido­s y la intransfer­ible ceremonia de la amistad. Esos encuentros últimament­e transcurrí­an en el Expreso de Pocitos. En ellos Alberto era capaz de tirar sobre la mesa aquello de lo cual era difícil que se hablara en la atmósfera bien pensante que desde hace años no nos deja respirar. Era alguien que se había atrevido a revisar algunas de sus creencias y nombrar sin atragantar­se aquello en lo que se había equivocado. Con honestidad se enfrentó a lo que muchos han postergado por pereza intelectua­l y ética.

Apasionado, tierno, calentón, hiperbólic­o y divertido hasta hacernos llorar de risa, Alberto nunca dejó de ser Pablo, el de la serie Los tres. Pero fue muchos más. Aunque él no lo sabía, en esa mesa en la que estábamos, actuaba y se transforma­ba cada vez para hacernos disfrutar, o para ocultar tras el personaje que en ese momento inventaba, dolores físicos y espiritual­es que sobrelleva­ba con sobrado coraje.

Ahora que se fue definitiva­mente del escenario y los ecos de los aplausos todavía duran, espero que donde quiera que esté apruebe esta semblanza dictada por el dolor, el cariño y la admiración.

Hasta un día de estos en el Expreso, Alberto querido.

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