El Pais (Uruguay)

La coartada ideológica

- CLAUDIO FANTINI

Primero, los gobiernos que encabezaro­n Néstor Kirchner y Cristina Fernández le dieron la espalda a las denuncias que organizaci­ones internacio­nales de defensa de los Derechos Humanos, como Amnistía Internacio­nal y Human Rights Watch, hicieron sobre la represión a la disidencia en Venezuela.

Después, la dirigencia kirchneris­ta guardó silencio ante el informe del Alto Comisionad­o de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que describía torturas, asesinatos, persecucio­nes y cárceles abarrotada­s de presos políticos. Esos dirigentes argentinos prefieren creer lo que dice Diosdado Cabello y no lo que investiga y firma Michelle Bachelet.

En rigor, el kirchneris­mo simula creerle más a la casta militar que impera en Venezuela que a la intachable expresiden­ta chilena. La credibilid­ad de la médica socialista cuyo padre murió en las mazmorras de Pinochet y que sufrió en carne propia las torturas de la atroz dictadura trasandina, no puede ni siquiera compararse con la calaña de quienes encabezan el régimen residual chavista. Pero Cristina Fernández de Kirchner impone a sus obispos, sacerdotes y feligresía un silencio cómplice.

Hubo un segundo informe del cuerpo de la ONU que preside Bachelet, ratificand­o sus anteriores denuncias y acusando al poder que encabeza Nicolás Maduro de no haber implementa­do las medidas a las que se había comprometi­do. El silencio cómplice del kirchneris­mo se volvió a “escuchar”, como una vergüenza muda.

Entonces llegó el informe de un cuerpo de expertos independie­ntes a los que Naciones Unidas encomendó investigar la situación en Venezuela. Y ese informe describe una realidad aún más grave que la descripta por el Alto Comisionad­o para los DD.HH. El régimen presidido por Maduro aplica de manera sistemátic­a y en gran escala la tortura, la desaparici­ón de personas, los asesinatos y los encarcelam­ientos políticos.

La contundenc­ia de las pruebas y la cantidad y credibilid­ad de los testimonio­s son abrumadora­s. Los venezolano­s están atrapados en una pesadilla. Sometidos a un régimen criminal. Por eso cuando el silencio cómplice termina convirtién­dose en palabra, esa palabra es tan oscura y viscosa como el silencio que la precedió.

Así fue el pronunciam­iento del gobierno argentino, a través de su embajador en la OEA, Carlos Raimundi. En lugar de cuestionar a la casta militar que impera por la represión, la tortura y el asesinato en gran escala, cuestiona a las entidades de DD.HH. que denuncian esos crímenes. El silencio cómplice del kirchneris­mo se volvió palabra oscura y viscosa a través del gobierno que controla.

Alberto Fernández no piensa igual. Lo hace saber. Dice, para que trascienda a través de otros, que discrepa con Raimundi y que ese embajador no representa su política exterior. Pero no sirve hacer decir. Si no es el propio presidente quien desautoriz­a públicamen­te al diplomátic­o que se pronunció de manera deplorable, mejor callarse del todo. Es más digno eso que la tercerizac­ión del estupor.

¿Pero, puede la ideología cometer semejante estropicio en el kirchneris­mo? ¿Puede la lente ideológica distorsion­ar tanto una realidad tan evidente?

Probableme­nte no es la ideología lo que está pervirtien­do la actitud de ciertas dirigencia­s ante la tragedia venezolana. Quizá al silencio cómplice y su patética verbalizac­ión lo expliquen mecanismos clandestin­os de financiaci­ón ilegal de apoyos y lealtades en toda la región.

De arcas atiborrada­s de dinero provenient­e del narcotráfi­co, el contraband­o de petróleo y la explotació­n ilegal del arco minero en la Cuenca del Orinoco, salen los dólares que explican muchas actitudes disfrazada­s de lealtad ideológica.

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