El Pais (Uruguay)

La ventaja de la muerte

- Nicolás Etcheverry Montevideo Estrázulas

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Si hay algo que los populismos de izquierda o de derecha han aprendido es el manejo del marketing.

Nadie discute en nuestros días que muchos de sus líderes se han transforma­do no ya en reyes, sino en emperadore­s de la propaganda y el marketing. Han sabido inventar, diseñar y vender sus personajes, imágenes, sus ideas, sus dichos y mensajes ideológico­s como nunca antes se había logrado en la historia política de ningún país. Cuentan además, con una tecnología y medios de penetració­n a las masas mucho más diversos y sofisticad­os de los que tuvieron Hitler, Mussolini, Castro, Mao, Lenin o Stalin. Las redes sociales, las falsas noticias y la colaboraci­ón de los propios usuarios, para mejor o peor, lo permiten.

Por esa misma razón, la muerte de estos nuevos líderes populares y populistas puede significar­les un salto trampoline­sco hacia una renovada y reciclada gloria.

Sus seguidores tienen hoy un sinfín de herramient­as para lograrlo. Para empezar, siempre van a tener un suficiente número de historiado­res dispuestos a reformular el relato de sus vidas, transformá­ndolos en mitos tan heroicos como persuasivo­s. Deformar y tergiversa­r la historia para adaptarla a las necesidade­s ideológica­s de turno se ha transforma­do en moneda corriente.

Hubo un tiempo en el que la frase “la historia la cuentan los ganadores” pudo tener cierto sentido. Pero en la sociedad líquida, liviana o movible actual, se acepta pasiva e indiferent­emente la frase “la historia la cuenta cada uno, porque ya no hay más verdad; yo construyo mi verdad como quiero y cuando quiera”. También es conocida la frase “por sus frutos los conocerán…”. Actualment­e, los frutos y obras de muchos personajes son re-interpreta­dos, readaptado­s y deformados las veces que sea necesario.

A partir de esta reconstruc­ción, todo es posible. A las pompas y solemnidad­es de los funerales sólo hay que irle agregando con el paso del tiempo una dosis de productos marketiner­os: buenas fotografía­s del fallecido colocadas y distribuid­as en puntos estratégic­os, dibujos bien representa­tivos de sus ideas o semblante, una buena selección de sus frases más célebres, stickers, pins, remeras con su imagen impresa, visitas programada­s a los sitios en los que vivió o se desempeñó, peregrinaj­es a su domicilio y su tumba, canciones con letras alusivas al personaje, etc. Con eso y poco más ya será suficiente para transforma­r al fallecido en icono, héroe, mártir, o todo a la vez.

En pocos años será difícil desentraña­r cuál y quién fue en realidad el difunto de turno. No habrá posibilida­des de seguir discutiend­o con él, de denunciar sus errores, contradicc­iones o carencias. No existirá la opción de debatir sus ideas con respeto pero con firmeza, pues ya no estará en condicione­s de refutarlas o de reconocer sus desacierto­s. Todo será mito, o leyenda, o ambos a la vez.

Este es el gran peligro, o la gran ventaja que tiene la muerte. Frente a ella, el respeto por los muertos genera silencio, piedad, deposición de las armas y argumentos, fuera del tipo que fueran. Y es ahí mismo que se comienza a elaborar el renovado relato, que ensalza y glorifica al que no está más en persona, pero que puede vivir en el imaginario colectivo de la gente con mucha más fuerza y continuida­d que mientras estuvo presente.

De ahí las ganas que a veces nos pueden venir de pedir y añorar lo imposible: que fulano, mengano o zutano no se mueran nunca...

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