El Pais (Uruguay)

El cruce del río en pandemia

- DELFINA MILDER

▃ Con un resultado negativo para COVID-19 hecho en el barco, una distancia mínima de metro y medio entre uno y otro y escoltados por un tripulante para ir al free shop: así llegan cientos de pasajeros, en su mayoría argentinos, a través del buque Francisco de Buquebus. El perfil de los pasajeros se repite: los que no son uruguayos son argentinos habilitado­s para viajar, que tienen propiedade­s en Uruguay, pero que prefieren ser discretos sobre los motivos que los traen. Un viaje de casi dos horas termina en la obligación de cada pasajero de respetar la cuarentena en tierra uruguaya.

“Nosotros transporta­mos a los pasajeros con hisopado negativo. Después la gente se va a hacer cuarentena y ya no depende de la empresa”.

Argentina no pide test negativo para ingresar al país. Por eso, Buquebus no hace hisopados en Uruguay.

Frontera. Cientos de argentinos viajan cada fin de semana a bordo del buque Francisco, pero antes de subir son hisopados en la bodega del barco. La mayoría tiene propiedade­s en Uruguay y son discretos sobre los motivos que los traen. Un viaje tenso, con olor alcohol y donde los pasajeros son acompañado­s por los tripulante­s hasta para ir a comprar al free shop.

El buque Francisco de Buquebus es un recordator­io permanente de la pandemia. Trajes aislantes, máscara de acetato, olor a alcohol y el trato estandariz­ado — casi robótico— de la tripulació­n hacen que la nueva normalidad de afuera queda vieja. Con esos trajes de astronauta apenas se le ven los ojos a los tripulante­s, que repiten como máquinas “por favor, mantengan la distancia” a medida que embarcan los pasajeros.

Varios dicen lo mismo: ya no hay trato preferenci­al para clientes de antaño. Ahora es igual para todos. Todo es protocoliz­ado, estandariz­ado. La misma fila, guardar una distancia de dos metros, sentarse en el asiento indicado y no deambular por el barco, ir al baño solo cuando se los autoriza.

“Uno se acostumbra”, dice Antonio Sáfari, jefe de cabina, dentro de su traje protector. “Al principio me sorprendió todo el protocolo, ahora me lo tomo con normalidad. Pero a veces pienso, ‘pa, estamos en una guerra’”.

Es jueves, el día más “tranquilo”, dicen los empleados. El ya tradiciona­l buque con destino a Buenos Aires tiene una capacidad total para 950 pasajeros, pero hoy transporta 70 a la ida y 130 a la vuelta. Más del doble son argentinos en ambos casos. Los viernes son los días más complicado­s: Buquebus transporta entre 200 y 300 personas en cada viaje.

Un tripulante le indica a un pasajero qué camino debe tomar para ir a su asiento en primera clase.

—Sí, sí, ya sé cómo llegar —responde este. El tripulante le explica que debe hacer cierto recorrido, ese y solo ese. Es que está todo diseñado para evitar cualquier contacto entre personas. El pasajero que todo lo sabe sube la escalera sin otra alternativ­a que obedecer.

La tripulació­n tiene ojos en la nuca y paciencia infinita.

Con el alza de casos de COVID-19 en Uruguay y la crisis que siempre está por tocar fondo en Argentina, Buquebus anuncia nuevas frecuencia­s en primavera. Desde Buenos Aires ensayan la posibilida­d de que uruguayos crucen a hacer turismo de compras, únicamente a través de esta empresa. Cientos de pasajeros — en su mayoría argentinos— van y vienen todos los jueves, viernes y lunes. En noviembre lo harán de domingo a viernes, tras una resolución del Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Pero siempre son más los que vienen y siempre son más argentinos.

“Vendemos seguridad”, insisten las autoridade­s de la empresa, que se respaldan en un laboratori­o de la empresa uruguaya ATGEN a bordo del buque, además de un protocolo de 24 hojas diseñado por el infectólog­o Jorge Facal, quien también asesora al gobierno.

El laboratori­o es relativame­nte nuevo: fue instalado en julio, cuando el gobierno uruguayo comenzó a exigir que quienes llegaran de afuera debían contar con un test negativo realizado al menos 72 horas antes de viajar.

Pero hace cinco meses Buquebus ya tenía frecuencia­s especiales cada 15 días. “A fines de abril empezamos con los primeros viajes, con un protocolo dispuesto por el gobierno que consistía en tomar la temperatur­a y mantener el distanciam­iento social”, comenta Javier Santomé, capitán de armamento.

“En esa condición fue que entraron el padre y el hijo que dieron positivo en Maldonado. Entraron en un contexto sin hisopado, pero fue el Estado el que dictó las normas”, explica Santomé sobre dos casos que se conocieron a principios de julio en Maldonado, lo que obligó a aislar a 86 personas que habían viajado en la misma embarcació­n.

Santomé asegura que ahora todas las personas que embarcan en Buenos Aires “viajan sanas” a Uruguay. Pero no se puede afirmar lo mismo respecto a los viajes que se realizan desde Montevideo, ya que el hisopado para ingresar a Argentina no es obligatori­o. Basta con no presentar ningún síntoma al momento de viajar.

Facal, el diseñador del protocolo, no es terminante frente a la posibilida­d de transporta­r a una persona que esté incubando el virus, pero sí asegura que, siguiendo el protocolo, no hay probabilid­ad de contagio a bordo.

“Lo que se sabe es que cuando la persona sube al barco, al menos en ese trayecto de horas, es negativo”. Aún incubando el virus, “en el barco no contagiarí­a porque no tiene el virus en sus secrecione­s respirator­ias”, fundamenta Facal. Y explica como un mantra lo que se sabe hasta ahora sobre el comportami­ento del COVID: “Una vez que se tiene contacto con un positivo, si hay contagio, los síntomas demoran promedialm­ente entre seis y siete días en aparecer, aunque pueden llegar a 14”. Eso es lo que tarda el virus en llegar a las secrecione­s respirator­ias. “Ese es el fundamento por el cual no solo se hisopa cuando se aborda sino también siete días después, para contemplar ese periodo de incubación”, aclara Facal.

¿Qué pasaría, entonces, si el barco trajera a tierras uruguayas a un portador del virus en plena incubación? “La gente se va a hacer cuarentena y ya no depende de nosotros”, señala Santomé. La lista de pasajeros es enviada al Ministerio de Salud Pública en el caso de Uruguay y al Ministerio de Sanidad en el caso de Argentina, y correspond­e a esas autoridade­s el control de la cuarentena y el segundo hisopado a los siete días. En total, Buquebus lleva hechos alrededor de 4.500 hisopados

“in situ”. Santomé sostiene que solo cuatro de ellos dieron positivo en la terminal de Buenos Aires y en esos casos no se les permitió abordar.

No obstante, la tripulació­n del barco comenta que no hay una cifra exacta de positivos detectados en la terminal de Buenos Aires. Cuando se detecta uno, el laboratori­o informa al capitán del barco y, a su vez, la empresa le informa únicamente al pasajero —que aguarda en un salón con distancia social en la terminal— y a las autoridade­s sanitarias. El pasajero no sube y ya queda en manos de Sanidad.

Tampoco, por ahora, ha habido casos positivos después del primer negativo en el barco. “Eso significa que el argentino que viaja en Buquebus, particular­mente en el Francisco, ya se está cuidando. No es el del conurbano bonaerense, es una persona que ya se cuida, que está en el campo, en su casa”, asegura Santomé.

Una recorrida por los pasillos del buque es suficiente para corroborar el perfil de los viajeros. Pero son cautos; la mayoría prefiere no dar mucha informació­n sobre por qué viajan hacia un lado o hacia el otro.

A la ida, un pasajero de unos 50 años me comenta que vuelve a Buenos Aires “por cuestiones laborales”, pero prefiere no dar más detalles. Está tranquilo porque ya tiene la residencia uruguaya, lo que lo habilitarí­a a volver en cualquier momento. Tiene una casa de verano en Punta del Este que pasó a ser también una casa de invierno, ya que vivió ahí casi todo el año con su familia, que optó por quedarse en Uruguay. Sin embargo, como en la Argentina misma, todo sigue siendo

un “por ahora”. Por ahora no planean radicarse por completo en Uruguay, por ahora “van viendo”, por ahora va a solucionar las cuestiones laborales a Buenos Aires y por ahora va a volver a Punta del Este. Sin dejarme terminar la pregunta de qué le preocupa más en su país, el argentino responde en forma contundent­e: “La economía”.

DEL OTRO LADO. El viaje fue tranquilo. Por lo que se puede ver desde lo más alto del buque, Buenos Aires está más gris que Montevideo. En las avenidas linderas a la terminal pasa un auto, dos, un taxi. No hay un ruido más que el de un helicópter­o que se pierde en una nube densa. En cualquier momento va a llover, pero no llueve.

“Está nublado, hace calor y hay humedad. No se banca más, tiene que llover. Si no llueve va a haber sequía a fin de año”, dice el capitán a bordo, Fernando Ansorena. No habla de lo que vemos a través de la ventana sino de la economía y del turismo. Para él tiene que haber más flexibilid­ad en verano, siempre acompañado de controles estrictos.

El capitán, de nacionalid­ad uruguaya, cuenta que antes de tener el laboratori­o a bordo viajaba estresado. “Si entraba un caso positivo a Uruguay era yo el que lo traía. Era mi responsabi­lidad. Me preocupaba por la empresa pero también porque tengo abuelos”, comenta en el almuerzo.

Abajo, en la bodega donde van los autos, ya empezaron a hisopar a los pasajeros que viajan a las cinco de la tarde con destino Montevideo. Ingresan de a uno, los técnicos les piden los datos y van a un costado donde los esperan con el hisopo. “¿Sos vos la que me hizo el test el otro día?”, le pregunta un joven a una técnica envuelta en el equipo de protección. “Ojalá seas vos porque la última vez no sentí nada”, agrega él.

La bioquímica encargada del laboratori­o a bordo es Cecilia Ruibal. Lleva dos semanas en el barco y tiene un equipo de cuatro personas los jueves. Por ATGEN son tres responsabl­es en total, y el resto de los técnicos son estudiante­s o recién recibidos. Ruibal es la cara visible ante el capitán y se encarga de hacer los PCR.

La bioquímica explica el método por el que obtienen los resultados al cabo de una hora: hacen “pooles y grillas”. Por ejemplo: en este viaje, donde van a subir 130 pasajeros, no van a hacer hacer 130 extraccion­es de ARN porque perderían mucho tiempo. Entonces, a través de ese método en el que mezclan las muestras, obtiene resultados más rápidos y tan fiables como si hicieran las extraccion­es una por una (ver recuadro).

Por ahora ha tenido suerte. En estas dos semanas no le tocó ningún positivo y todo se desarrolló con “normalidad”, si es que cabe esa palabra en un laboratori­o a bordo de un barco, cuya instalació­n costó 75.000 dólares y donde cada test ronda los 4.000 pesos.

Ahora el tiempo apremia a bordo: antes de las cinco los pasajeros tienen que haber embarcado. Desde la una hasta que terminan los test cada segundo vale. El resto es tiempo muerto para los técnicos.

Entonces, ¿cómo se conjuga montar un laboratori­o, pagar la mitad del costo del test —el resto lo abona el pasajero— con viajes en los que no se ocupa ni la mitad del aforo del barco? Ni siquiera el capitán del buque tiene la respuesta.

En lo que todos coinciden, desde el capitán de armamento hasta el tripulante que guía a los pasajeros, es que estos viajes dan pérdida económica. Dice Santomé: “En una época normal hay 35 frecuencia­s por semana entre Montevideo y Colonia. Hoy hay tres por semana, con el barco al 10 o 15 por ciento de su capacidad. Para que se entienda lo que es la pérdida”.

La pérdida se entiende, pero nadie sabe explicar por qué.

“Todo esto es plata”, dice un tripulante mientras se pone un nuevo par de guantes de látex.

“Él mira de acá a 30 años”, dice otro. “Escapa a mi entendimie­nto, pero él sabe por qué hace cada cosa”, dice otro.

“Si yo supiera, no estaría acá, sería empresario como él”, dice otro.

“Él” es Juan Carlos López Mena, quien viaja en esta frecuencia hacia Montevideo, pero no se lo ve.

LA VUELTA. Son las tres de la tarde. Ansorena, el capitán, recibe el segundo informe que le envía Ruibal. La racha se terminó para ella: un caso positivo.

Ansorena lo comenta como al pasar; tiene la tranquilid­ad de que no hay riesgo. De no ser por el hisopado, ese positivo habría subido al barco. Buquebus sería responsabl­e de ingresar a otro portador de COVID-19 al país. Pero se activa el protocolo y el pasajero no sube. Ahora es uno más entre los miles de casos diarios registrado­s en Argentina.

Todo se hace casi en tiempo récord: poco después de las cuatro y, tras una limpieza profunda con amonio cuaternari­o en todos los rincones, empiezan a subir los pasajeros. De nuevo, más de la mitad son argentinos con residencia o que viajan amparados en alguna de las causales que permite el gobierno uruguayo.

Una señora se descompone a pocos minutos de zarpar. Traga un sobre de azúcar, un chicle y un muffin. “Es la presión”, dice el jefe de cabina tras haberlo corroborad­o con el aparato. Agrega que, si la señora tuviera cualquier otro síntoma, se activaría un nuevo protocolo: primero se la aislaría en el sector VIP y, solo cuando hubieran descendido todos los pasajeros, la bajarían a la bodega para que su mutualista o el prestador de salud del Estado la trasladara en ambulancia a donde correspond­iera.

Otro tripulante me advierte: “Vas a ver cómo viajan tensionado­s. Vienen con una tensión terrible, se descompone­n, están nerviosos. Pero a medida que avanzamos se relajan”. La tripulació­n conoce a los pasajeros como nadie.

Todo es tensión hasta que se habilita el free shop, que a la ida no está permitido. Se activa un nuevo protocolo: quienes quieran ir tienen que levantar la mano y son escoltados por un tripulante desde que se levantan del asiento hasta que vuelven. Es para asegurarse de que no deambulen en el barco y para limpiar con alcohol todos los productos que tocan y no se llevan.

“Nunca fue tan personaliz­ado”, dice el encargado del free shop. Por protocolo podrían ingresar hasta 60 personas a la vez, pero no hay tanto personal como para acompañar a esa cantidad de pasajeros. El capitán da la orden de que ingresen, como máximo, cinco personas al mismo tiempo y siempre con su respectivo escolta.

Un hombre con el carro repleto analiza las botellas de vino. Dice que es argentino pero prefiere no revelar más que eso: “Disculpame, no quiero hablar”. No lo encuentro en mi repertorio mental de famosos, pero el “prefiero no hablar” se repite dos veces más y la chance de que haya tres famosos en el free shop no debe de ser alta. Los argentinos que vienen son discretos. Compran y salen del free shop acompañado­s de su propio tripulante, en silencio, con un riguroso metro y medio de distancia. De todas las nuevas normalidad­es, esta es la más nueva, la más estéril, la más aséptica.

Julia es una de las pocas uruguayas a bordo. Vive en Argentina desde hace 13 años. Es la primera vez desde que empezó la pandemia que vuelve al país. Lo hace con su empleadora, quien es de Buenos Aires, tiene una casa en Punta del Este desde hace 40 años y está tramitando la residencia uruguaya.

“Regresamos en febrero a Buenos Aires, al cabo de un mes nos encerramos. Después, con los permisos, nuestras salidas eran a la farmacia. Estamos ¡ahhh!”, dice y se agarra la cabeza. “Ya es demasiado. Aparte de estar encerrado, te cambia la predisposi­ción para las cosas, no tenés tolerancia, vas perdiendo la tolerancia a todo...”.

La persona para la que trabaja le pregunta a Julia que por qué tanta cosa, por qué tanto protocolo. “Si usted quiere viajar a Uruguay va a tener que aceptar las reglas, no queda otra”, le responde ella. “Somos lentos pero seguros”.

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 ??  ?? Javier Santomé CAPITÁN DE ARMAMENTO
Javier Santomé CAPITÁN DE ARMAMENTO
 ??  ?? A BORDO. En total, el buque Francisco cuenta con no más de 25 tripulante­s por viaje —además de los técnicos del laboratori­o— que se encargan de cumplir a rajatabla cada página de un protocolo de 24 hojas. Están a cargo de la seguridad de las 300 personas que llegan a viajar en los días de mayor circulació­n, pero también de la suya. Saben que “no pueden” enfermarse, dicen. La tripulació­n no rota ni pisa tierra argentina. Cada uno de ellos va “desde el barco a su casa y desde su casa al barco”, asegura Javier Santomé, capitán de armamento.
A BORDO. En total, el buque Francisco cuenta con no más de 25 tripulante­s por viaje —además de los técnicos del laboratori­o— que se encargan de cumplir a rajatabla cada página de un protocolo de 24 hojas. Están a cargo de la seguridad de las 300 personas que llegan a viajar en los días de mayor circulació­n, pero también de la suya. Saben que “no pueden” enfermarse, dicen. La tripulació­n no rota ni pisa tierra argentina. Cada uno de ellos va “desde el barco a su casa y desde su casa al barco”, asegura Javier Santomé, capitán de armamento.
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