¿El fin del trumpismo?
Las instituciones del estado, como el derecho y las leyes sostenidas por el tiempo, tienen un sentido claro y estable siempre y cuando estemos dispuestos a respetarlas y comportarnos en consecuencia. De hecho, en Estados Unidos la implementación de las leyes en todas sus dimensiones ha llevado a hábitos de comportamiento de acuerdo con las leyes y a la vez ha generado expectativas normativas. Sin embargo, en la era Trump se ha producido un colapso de dicha integración institucional-normativa. Por ejemplo, los presidentes de Estados Unidos — principalmente después de Richard Nixon— sabían que hacer publicas sus declaraciones de impuestos era actuar correctamente, dada la necesidad de transparencia en el gobierno, si bien la ley no los obligaba a hacerlo.
Del mismo modo, por muy molesto o ominoso que pueda ser para un presidente ser sometido a una investigación, la respuesta no fue despedir a los que llevaron a cabo estas investigaciones. Ese no es el caso de Donald Trump. Trump no dudó en despedir al director del FBI porque investigó la participación rusa en las elecciones de 2016; despidió a los inspectores generales de cinco departamentos del gabinete porque recomendaron investigaciones que al presidente no le agradaban; y también destituyó a un fiscal federal por investigar casos que implicaban a miembros de su círculo íntimo. Del mismo modo Trump otorgo perdones presidenciales a personas que le fueron leales aun cuando fueron encontrado culpables por la justicia de crímenes federales. Trump se mantuvo ajeno a estándares normativos y éticos.
La división de poderes existe para crear equilibrios y contrapesos a los excesos de poder, ya sea que el abuso provenga del poder ejecutivo, legislativo o judicial. Pero la división de poderes también está íntimamente relacionada con el temor a las masas, lo que comúnmente se conoce como la “tiranía de la mayoría”, un concepto que ha servido para proteger a minorías políticas. Pero invocando a Alexis De Tocqueville, diríamos que la “tiranía de la mayoría” también se refiere al acto de priorizar los números por encima de la razón, por encima de la tolerancia, el compromiso, el buen gobierno y del derecho. El presidente se vio a sí mismo como la personificación de la voluntad de la mayoría contra aquellos definidos como “los de afuera”. Esto es algo similar a lo que sucede en los populismos autoritarios estilos Perón y Chávez.
La chispa que este populismo desató encendió también a miembros republicanos del Congreso, gobernadores y otros funcionarios públicos que temieron no apoyar al presidente por miedo a estas masas trumpistas y perder su reelección. Esto sucedió aun luego de que una violenta multitud que incluyó también grupos supremacistas blancos y neo-nazis, asaltó la sede del Congreso. Muchos legisladores republicanos votaron en contra de la confirmación de Joe Biden. Estos legisladores sabían perfectamente que la elección fue justa y equitativa y no un fraude como alega Trump. Así, escogieron el interés electoral propio por encima del buen gobierno y la ley.
Así ataron su destino al de Trump. En este caso, Trump se convierte en el principal referente del partido Republicano. El partido que fue alguna vez de Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Dwight Eisenhower o Ronald Reagan se convirtió en el partido de un empresario indecente como Donald Trump.
Trump a la vez fue percibido como la personificación del pueblo contra el establishment. Trump y sus aliados procedieron a atacar el sistema institucional y legal, incluidos el Congreso, el poder judicial y a las agencias publicas. Lo que ellos llamaron “el estado profundo”. Estos no fueron meros ataques contra la burocracia, las regulaciones engorrosas o los burócratas mediocres. Fue también una embestida contra la comunidad científica durante la pandemia, a decisiones judiciales, al estado de derecho y el gobierno civil acreditado.
En otras palabras, Trump ha roto el consenso normativo que construyó la integración entre la clase política, las instituciones y la sociedad civil en Estados Unidos, y que ha servido como modelo universal de una democracia constitucional. El caos que vimos en el Capitolio bien podría ser una advertencia sobre la posibilidad de un desorden social más amplio. Mientras escribo estas líneas, la Cámara de Representantes ha aprobado enjuiciar a Trump por incitar el asalto al Capitolio. Solo 10 republicanos votaron a favor del juicio. El Senado llevará a cabo el juicio final, pero necesita aprobarse con una mayoría de dos tercios. Pese a que el Senado estaría controlado por los demócratas, un veredicto contra Trump requeriría el apoyo de 17 senadores republicanos. Esto es improbable si bien no imposible.
Si el juicio político llevara a evitar a Trump a que se postule nuevamente, disminuiría la intensidad de su movimiento, mitigaría la división entre sus seguidores y sus detractores y enviaría un mensaje al público de que líderes autoritarios e irrespetuosos de las leyes no serán tolerados nunca jamás.
* Profesor de Sociología en el Palm Beach State College y co-presidente y fundador del Palm Beach Center for Democracy.