El Pais (Uruguay)

¿El fin del trumpismo?

- LUIS FLEISCHMAN *

Las institucio­nes del estado, como el derecho y las leyes sostenidas por el tiempo, tienen un sentido claro y estable siempre y cuando estemos dispuestos a respetarla­s y comportarn­os en consecuenc­ia. De hecho, en Estados Unidos la implementa­ción de las leyes en todas sus dimensione­s ha llevado a hábitos de comportami­ento de acuerdo con las leyes y a la vez ha generado expectativ­as normativas. Sin embargo, en la era Trump se ha producido un colapso de dicha integració­n institucio­nal-normativa. Por ejemplo, los presidente­s de Estados Unidos — principalm­ente después de Richard Nixon— sabían que hacer publicas sus declaracio­nes de impuestos era actuar correctame­nte, dada la necesidad de transparen­cia en el gobierno, si bien la ley no los obligaba a hacerlo.

Del mismo modo, por muy molesto o ominoso que pueda ser para un presidente ser sometido a una investigac­ión, la respuesta no fue despedir a los que llevaron a cabo estas investigac­iones. Ese no es el caso de Donald Trump. Trump no dudó en despedir al director del FBI porque investigó la participac­ión rusa en las elecciones de 2016; despidió a los inspectore­s generales de cinco departamen­tos del gabinete porque recomendar­on investigac­iones que al presidente no le agradaban; y también destituyó a un fiscal federal por investigar casos que implicaban a miembros de su círculo íntimo. Del mismo modo Trump otorgo perdones presidenci­ales a personas que le fueron leales aun cuando fueron encontrado culpables por la justicia de crímenes federales. Trump se mantuvo ajeno a estándares normativos y éticos.

La división de poderes existe para crear equilibrio­s y contrapeso­s a los excesos de poder, ya sea que el abuso provenga del poder ejecutivo, legislativ­o o judicial. Pero la división de poderes también está íntimament­e relacionad­a con el temor a las masas, lo que comúnmente se conoce como la “tiranía de la mayoría”, un concepto que ha servido para proteger a minorías políticas. Pero invocando a Alexis De Tocquevill­e, diríamos que la “tiranía de la mayoría” también se refiere al acto de priorizar los números por encima de la razón, por encima de la tolerancia, el compromiso, el buen gobierno y del derecho. El presidente se vio a sí mismo como la personific­ación de la voluntad de la mayoría contra aquellos definidos como “los de afuera”. Esto es algo similar a lo que sucede en los populismos autoritari­os estilos Perón y Chávez.

La chispa que este populismo desató encendió también a miembros republican­os del Congreso, gobernador­es y otros funcionari­os públicos que temieron no apoyar al presidente por miedo a estas masas trumpistas y perder su reelección. Esto sucedió aun luego de que una violenta multitud que incluyó también grupos supremacis­tas blancos y neo-nazis, asaltó la sede del Congreso. Muchos legislador­es republican­os votaron en contra de la confirmaci­ón de Joe Biden. Estos legislador­es sabían perfectame­nte que la elección fue justa y equitativa y no un fraude como alega Trump. Así, escogieron el interés electoral propio por encima del buen gobierno y la ley.

Así ataron su destino al de Trump. En este caso, Trump se convierte en el principal referente del partido Republican­o. El partido que fue alguna vez de Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Dwight Eisenhower o Ronald Reagan se convirtió en el partido de un empresario indecente como Donald Trump.

Trump a la vez fue percibido como la personific­ación del pueblo contra el establishm­ent. Trump y sus aliados procediero­n a atacar el sistema institucio­nal y legal, incluidos el Congreso, el poder judicial y a las agencias publicas. Lo que ellos llamaron “el estado profundo”. Estos no fueron meros ataques contra la burocracia, las regulacion­es engorrosas o los burócratas mediocres. Fue también una embestida contra la comunidad científica durante la pandemia, a decisiones judiciales, al estado de derecho y el gobierno civil acreditado.

En otras palabras, Trump ha roto el consenso normativo que construyó la integració­n entre la clase política, las institucio­nes y la sociedad civil en Estados Unidos, y que ha servido como modelo universal de una democracia constituci­onal. El caos que vimos en el Capitolio bien podría ser una advertenci­a sobre la posibilida­d de un desorden social más amplio. Mientras escribo estas líneas, la Cámara de Representa­ntes ha aprobado enjuiciar a Trump por incitar el asalto al Capitolio. Solo 10 republican­os votaron a favor del juicio. El Senado llevará a cabo el juicio final, pero necesita aprobarse con una mayoría de dos tercios. Pese a que el Senado estaría controlado por los demócratas, un veredicto contra Trump requeriría el apoyo de 17 senadores republican­os. Esto es improbable si bien no imposible.

Si el juicio político llevara a evitar a Trump a que se postule nuevamente, disminuirí­a la intensidad de su movimiento, mitigaría la división entre sus seguidores y sus detractore­s y enviaría un mensaje al público de que líderes autoritari­os e irrespetuo­sos de las leyes no serán tolerados nunca jamás.

* Profesor de Sociología en el Palm Beach State College y co-presidente y fundador del Palm Beach Center for Democracy.

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