Política, gobierno y sociedad
Luego de su triunfo el Partido Nacional conformó, de manera relativamente inédita en el país, una amplia coalición, logrando así mayoría parlamentaria. Los acordantes reúnen aproximadamente el 50% de los votos emitidos, mientras el Frente retuvo el 40% de estos. La diferencia debería permitirle un manejo desahogado del gobierno. Pero no todo resulta tan sencillo.
A un año de esta victoria resulta posible intentar un análisis somero de los logros y falencias del nuevo gobierno así como de las características de la oposición tal como se manifestaron en el período. Agregaremos algunas apreciaciones sobre el papel de los gremios y de los movimientos sociales y culturales, hoy, a diferencia del pasado, partícipes activos en las relaciones de poder.
Resulta innecesario decir que la valoración de este primer año está determinada por la pandemia. El tema ha sido suficientemente comentado. Solo repetiremos que si bien el gobierno sorteó con éxito su primera fase, luego se demoró en la adquisición de las vacunas; ahora, actúa bien en su distribución pese al impactante crecimiento de la infección.
En el plano estrictamente político nadie desconoce que la coalición multicolor constituida por partidos de diferentes programas y orientaciones, es, como toda coalición no electoral, de una consistencia relativa. A lo que suma su definición centrista, que aumenta su fragilidad. A pesar de ello y de las dificultades reiteradas con Cabildo Abierto, identificado con la derecha nacionalista, ha logrado definir un perfil. Consiguió aprobar la “Ley de Urgente Consideración”, un conjunto de más de quinientas normas que a pesar de su heterogeneidad marca los futuros andariveles del gobierno, a la vez que corrige anomalías en áreas claves como la seguridad, la economía, las relaciones laborales y la enseñanza. Todos débitos relacionados con la pesada herencia recibida.
No ha sido este el camino de la oposición, que en cerrada negativa aprobó la mitad de sus artículos y luego propició su derogación. Del mismo modo que se rehusó a acompañar el presupuesto nacional o las propias medidas antipandemia y ya adelanta su oposición a una ley aún no redactada, que reforma el insostenible régimen jubilatorio actual.
Recientemente se han prodigado estudios procurando develar las causas de la derrota frentista. Ninguno de ellos, que solo critican aspectos operativos menores de su práctica, se detiene en un elemento central que aqueja a la izquierda radical y es determinante en el Uruguay: la absoluta falta de sustentación de su programa político.
Habiendo abandonado sus basamentos clásicos, vigentes desde el siglo XIX hasta fines de los ochenta del siglo veinte, hoy carece de fundamentos alternativos, más allá de un difuso estatismo socialdemócrata (que antes vituperó), un rampante populismo e invocaciones al futuro con aroma a naftalina.
No modifica este oxímoron sus constantes llamados, antes sociales y ahora éticos, a la justicia social total, un tema donde más importa el cómo, en qué marco, con qué consecuencias y con cuáles antecedentes históricos, que su abstracta invocación a la utopía. Ratifica su desconcierto con su contradictoria gestión en el gobierno en la que expandió el capitalismo (extremo que aún celebra) y promovió la mayor incorporación de capital extranjero en nuestra historia, como es el caso Botnia, todo en nombre del socialismo futuro. Promesa concretable el día de San Borombón.
Si esta mirada sobre la política uruguaya en este lapso terminara deteniéndose únicamente al gobierno y su oposición cometería una grave omisión. Como adelantamos, la sociedad civil, a través de los sindicatos y los movimientos sociales ha adquirido una presencia de la que carecía en el pasado. Para la concepción tradicional la función básica de los primeros era la defensa de sus componentes en el plano laboral. Es ya un “locus clásico” recordar su importantísimo papel de más de un siglo en el mejoramiento de la condición obrera. Por más que siempre se entendió que en lo atingente al cambio social global, ello competía a los partidos políticos, en tanto únicos capaces de invocar un universalismo inserto en su actuación pública que no poseen ni los gremios ni los movimientos sociales.
En ese entendimiento la izquierda en general y el propio Carlos Marx, con la notable excepción de los anarcosindicalistas, los subordinaba al partido del proletario. Lenin y más tarde Stalin, siempre los consideraron “correas de trasmisión del partido comunista.” Un rol limitado que el pensamiento liberal compartió.
Sin embargo, no ocurre eso en el Uruguay de hoy donde las dirigencias sindicales, frente al debilitamiento ideológico de los partidos de izquierda han pasado a desempeñarse como custodios de sus antiguos valores y relatos, rompiendo parcialmente su antigua subordinación. Ello los habilita para presentar un papel relativamente independiente en el quehacer político nacional. Sin que a esto lo afecte que sus directivos pertenezcan mayoritariamente o al Partido Comunista del Uruguay o al MPP.
Algo similar pero más atenuado, ocurre con los movimientos sociales y culturales, que pese a conservar una vinculación partidaria mayor no son siempre, como eran, meros instrumentos de las colectividades políticas de izquierda. Tanto que en alguna ocasión parecería que la relación se invirtiera y fueran los partidos los que se adaptan a estos movimientos. Un fenómeno que es paradigmático en el poderoso feminismo, que si bien en el Uruguay, a diferencia de otros países, mantiene una vigorosa ala social de izquierda, su relación con estas colectividades no es inmediata ni subordinada.
Cerremos este inventario con una reflexión derivada de la propia evolución del Uruguay, donde la política parece poco a poco retraerse. La coalición multicolor o republicana conquistó el poder con margen suficiente como para desempeñarse con buenas perspectivas.
Pero la oposición partidaria no es su único obstáculo. Cada vez más deberá lidiar con un frente social, cultural e incluso de género, que, con el que vista su creciente influencia, no será fácil acordar. Particularmente un clima de notoria hegemonía cultural antioficialista. Por eso la batalla no es únicamente política, tiene varios frentes y se canaliza en múltiples reductos.
Las dirigencias sindicales, ante el debilitamiento ideológico de los partidos de izquierda, han ganado protagonismo.