El Pais (Uruguay)

Una novela que salió de la crónica roja y la curiosidad

Un homicidio en la Punta del Este de los 50

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El exembajado­r y escritor, Carlos Orlando recuerda el momento en que se cruzó con un caso policial que, muchos años después convertirí­a en el centro de su nueva novela, La muerte del

que acaba de editar

Fin de Siglo.

“De adolescent­e me choqué con el tema”, le dijo Orlando a El País. “En Punta del Este pasando la laguna del Diario, mi padre me dice ‘¿ves acá a la derecha? Ahí hace una semana mataron un hombre, no se sabe bien por qué, era un inglés, ahora me acabo de enterar que era un comerciant­e, pero también que era un agente de los servicios secretos británicos’. Mi tío dice ‘No, eso deber sido una razón sentimenta­l”. Y mi tía agregó: ‘capaz que lo quisieron robar’. Justamente en ese diálogo familiar se dieron las tres hipótesis que se investigar­ían en el caso”.

Ninguna dio una respuesta concluyent­e sobre la muerte de ese inglés de 65 años, Victor La Brooy Johnson, que fue asesinado el 7 de marzo de 1958, una semana antes de que pasara Orlando por allí y quedara prendido de un hechizo que ahora se hizo libro.

Tenía todo para hechizarlo. La Brooy sí era un comerciant­e (su rubro eran los repuestos de auto) y, sí, había sido agente británico en la Segunda Guerra y tuvo destinos en la región; hasta había salido, contó Orlando, ileso de un atentado en Chile. Su vida acá era normal y apreciada por su entorno. Su muerte, descartado el móvil del robo, fue un shock.

Ahora Orlando pudo reconstrui­r el suceso a partir de un expediente policial que se cerró en 1963 sin conclusión y que incluye a una figura prominente de la cultura uruguaya, un sospechoso muy peculiar y muchísimas prequedó

Carlos Orlando rescata una historia policial sin resolver guntas por responder. Orlando se atreve a conjeturar un cierre a la investigac­ión.

UN FINAL MISTERIOSO. El día de su muerte, Labrooy salió de su empresa rumbo a Punta del Este, como hacía todos los viernes. Paró, como era rutina, en el parador La Querencia donde los mozos y los parroquian­os lo encontraro­n

parco y nervioso. Horas después apareció muerto en su Rover al costado de la ruta; parecía una ejecución.

Los diarios no pararon de informar del caso “por cuatro, cinco meses”, dijo Orlando. En las portadas reproducía­n un identikit poco revelador que lo atemorizab­a y le disparaba la curiosidad.

“Ya de adolescent­e a mi me eso de por qué habrían matado a este hombre con apariencia de abuelo, con una excelente reputación y una conducta intachable”, cuenta Orlando. El tema no lo abandonó.

Siete días después del crimen, el Daily Mirror aportó en su obituario un dato fundamenta­l: La Brooy había pertenecid­o a los servicios secretos.

Ahí empieza toda otra historia: La Brooy había estado destacado en Lyon, la ciudad en la que vivía el jerarca nazi, Klaus Barbie, quien después terminó en Bolivia. Se empezaba a armar así una intriga internacio­nal alrededor del homicidio.

Con la escena del crimen adulterada por los curiosos que

LA MUERTE DEL ESPÍA INGLÉS se acercaron, un testigo accidental y pocas pistas, la investigac­ión local se inició a los tumbos. Unas líneas de trabajo no llevaron a ningún lado pero, de repente, apareció un sospechoso.

Era un francés que había vivivido en Punta del Este, en Salto y Montevideo, de apellido muy literario, Max de Balzac, que había sido bailarín del Sodre y campeón de arco. Se había casado en una ceremonia en la embajada rusa en Montevideo con Eugenia Houdon, hija de una familia rusa y rica. De Balzac, justo, había sido maquis en Lyon, la ciudad donde había trabajado La Brooy.

“Así la Policía empieza a armar un rompecabez­as”, dijo Orlando. “Y aunque no había pruebas, De Balzac era el candidato ideal para ser sospechoso: conocía a La Brooy y había estado en Lyon. Pero no había nada que lo incriminar­a”.

Allí entra en escena, el escritor salteño Enrique Amorim quien cuando iban a imputar a De Balzac declaró que el francés había estado en su casa de Salto una hora y media después del crimen. Dado el prestigio de Amorim y la palabra de dos testigos, el juez dejó la imputación en suspenso. A los 15 días, De Balzac se fue a Europa en un pasaje de segunda en un paquebote. Aunque la policía uruguaya lo fue a esperar, De Balzac desapareci­ó para siempre.

“Son demasiadas coincidenc­ias y la declaració­n de Amorim no sé qué tipo de verdad puede tener”, dice Orlando.

En La muerte del espía inglés, Orlando cuenta y completa ese hecho entrelazan­do aquel episodio y lo que pasa con un personaje que intenta averiguar qué pasó. “Tenía el desafío que el asunto se metiera en la piel del lector y sin perder de vista que la novela policial tiene que entretener” dice el escritor.

Orlando, quien tiene una carrera de escritor premiado y traducido, prefiere no revelar más. Y hace bien, La muerte del espía inglés

es, además, un buen thriller de Guerra Fría lleno de vueltas y misterios que conviene, como se dice, no “espoilear”. Y que cierra para su autor, una historia que empezó hace tanto en un auto lleno de conjeturas familiares.

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AUTOR.
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