El Pais (Uruguay)

“Sigo sabiendo decir que no sé”

- PABLO COHEN

“Eccellenza, buonanotte”, le decía, mientras hacía la venia, un soldado de la Guardia Suiza. Y después de mostrar un llavero verde destinado a muy pocos, Conrado José Estol Guevara (Nueva York, 1960) atravesaba las puertas del Vaticano, cuyos misterios, desde la Sala de las Lágrimas hasta la majestuosa Piedad que engalana la Basílica de San Pedro, lo siguen fascinando.

El doctor Estol es uno de los neurólogos más sólidos de América Latina, sus méritos requeriría­n una página entera como esta que usted está leyendo, y fue invitado en cinco oportunida­des, por tres Papas distintos —Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco—, a exponer en la Pontificia Academia de las Ciencias, donde los temas sobre los que disertó fueron muerte cerebral, ateroescle­rosis, genética vascular y la relación entre polución del aire e infartos.

Estol, cuya madre practica el catolicism­o y cuya esposa practica el judaísmo, es, sin embargo, un agnóstico que se alejó de la Iglesia a los 15 años, pero que muy pronto se abrazó a la ciencia con un fervor no exento de rigurosida­d. Desde esa posición, al comienzo de la pandemia y tras mucho leer sobre la experienci­a asiática y adentrarse en terrenos que le eran ajenos, como la ingeniería y la biofísica, contradijo a la Organizaci­ón Mundial de la Salud, destacando la necesidad imperiosa de utilizar el tapaboca para luchar contra esta enfermedad insoportab­le. Pero él, un especialis­ta en accidentes cerebrovas­culares, lo atribuye a la casualidad.

Admirador mutuo del uruguayo Rafael Radi, hijo del ingeniero aeronáutic­o Conrado Dalmiro José Estol Rodríguez, nieto del notable periodista Horacio Estol, pariente lejano de Ernesto “Che” Guevara De la Serna Lynch, y padre de cuatro hijos de los que está particular­mente orgulloso, el mundo de Estol no se circunscri­be solamente al área en que se destaca. Y como si hiciera falta, el argentino lo demostró hace pocas horas en esta charla con El País.

—Usted pertenece a la tierra de Bernardo Houssay, de César Milstein y de René Favaloro. Pero además de esos prohombres, Argentina tiene hoy algunos médicos de primer nivel en muchísimas especialid­ades, desde neumólogos como Juan Antonio Mazzei hasta internista­s como Aldo Barsanti y Roberto Reussi, infectólog­os y pediatras como Fernando Polak, oftalmólog­os como Alejandro Aguilar y neurólogos como usted mismo. ¿Por qué el gobierno de Alberto Fernández se rodeó solo de especialis­tas de un área, y por qué no eligió a los mejores?

—Lo del “área sola” tiene que ver con que la pandemia los tomó por sorpresa y, por lo tanto, el Ministerio de Salud no se dio cuenta de que debía impulsar una mezcla de ciencias que incluyera la ciencia clínica, la ciencia básica y las ciencias duras. Por eso yo he citado como ejemplo tantas veces al GACH. Así que no entendiero­n eso y, como parecía que se trataba de una infección, llamaron a infectólog­os. Yo de esto no sabía, porque soy neurólogo. Pero con poca lectura quedaba claro que había que recurrir a distintos especialis­tas, como hizo Uruguay, y con pocos líderes. Si no, la responsabi­lidad se diluye. Fijate que en Estados Unidos el combate básicament­e lo ha liderado Anthony Fauci. Incluso, en el consejo asesor del presidente Fernández había dos miembros que eran familiares entre sí, algo que yo hubiera evitado. A nosotros nos cuesta volver para atrás y decir: “Muy bien lo de los infectólog­os, pero además voy a llamar a estos profesiona­les”. Aparte, en la Argentina no siempre se elige a los mejores para una tarea, lo cual entraña un problema cultural grave. El médico debe ser idóneo y honesto. Pero como la meritocrac­ia no rige, es muy difícil saber quién es quién.

—Hace pocos días usted mantuvo una discusión agria con Sergio Berni, un hombre muy importante dentro del kirchneris­mo. Entre otras cosas, calificó a Putin como “dictador”, y a su régimen como “criminal”. Más allá de la excelencia que tiene la vacuna rusa, ¿cuánto le preocupa la opacidad que para hacer ciencia requiere un régimen de esa naturaleza? ¿Y cuánto le preocupa China, cuyo liderazgo, según el analista Carlos Pagni, “ha adquirido rasgos mandarines­cos”?

—Con Berni la discusión fue fuerte pero civilizada. Lo que quise decir es que a Putin lo han acusado por actos criminales, y que es un dictador. Pero yo me dedico a la ciencia, que principalm­ente consiste en trabajar y escribir papers que, para ser publicados en una revista, deben ser juzgados por pares muy capacitado­s de todo el mundo, con lo cual buscamos la transparen­cia. Entonces, a mí no me sorprende que la Argentina haya mostrado una inclinació­n tan grande por China y por Rusia. Y la excusa que dieron para no comprarle a Pfizer no es sostenible. Con Rusia tuvimos mucha suerte porque, como corroboró la revista Lancet, es una vacuna excelente. Pero antes no habían sido transparen­tes. Así que nos salió bien por las razones equivocada­s. Respecto a China, es un país que ha sacado a millones de personas de la pobreza, que se ha urbanizado y que ha crecido mucho. Aunque sin transparen­cia y sin apertura, si estamos hablando de ciencia y no de política, la conversaci­ón no puede seguir.

—En una época en que vertiginos­amente los médicos aprenden que fármacos o tratamient­os que creían nocivos o inútiles pasan a ser claves para luchar contra el Covid, ¿qué importanci­a tienen los valores de la actualizac­ión, la autocrític­a y la flexibilid­ad, que de alguna manera distingue a un verdadero clínico de un burócrata que aplica directivas de un organismo internacio­nal y se basa en la evidencia robóticame­nte?

—Lo que estás diciendo es fantástico, y es la clave de poder ser un buen médico. Y también es Darwin, pero no porque sobreviva el más fuerte, sino el que más se adapta. Yo me formé en Estados Unidos, aunque me olvidé de todo lo que me enseñaron formalment­e. Sin embargo, me enseñaron a decir “no sé”, a preocuparm­e por eso que no sé y a no estar orgulloso por lo que sé. Mi jefe, Louis Caplan, que es un neurólogo impresiona­nte y hasta hay enfermedad­es que tienen su nombre, repetía constantem­ente: “No sé, Conrado. Nos equivocamo­s.

Sin adaptación y sin flexibilid­ad, es imposible ser un buen profesiona­l”.

La excusa que dio Argentina para no comprarle a Pfizer no es sostenible”.

No debimos haber hecho esto con este paciente. Tenemos que volver al colegio”. Sin adaptación y sin flexibilid­ad, es imposible ser un buen profesiona­l. Por algo Benjamin Franklin decía que el mejor médico es el que reconoce lo inútil de la mayoría de los medicament­os. En esta pandemia han aparecido diez millones de cosas que podían ser útiles. La mayoría no sirvió. Pero la dexametaso­na, por ejemplo, ha sido una gran revelación. Y lo otro esencial es trabajar junto a colegas, lo cual implica que no exista el concepto de envidia. Yo estuve hasta los 33 años en Estados Unidos y nunca lo había percibido.

—Durante ese largo pasaje, usted recibió una formación de élite. ¿Qué aprendió de la mentalidad estadounid­ense en Harvard, en la Universida­d de Pittsburgh y con mentores como Caplan?

—La frase lo dice: “Si vi más lejos, es porque me paré en el hombro de gigantes”. Yo lo que tuve, Pablo, es mucha suerte. Ya grande, con la vida hecha, pienso: “Dios, ¡dónde tuve la chance de formarme!”. Nadie te enseña a ser un role model. Caplan, que es una especie de segundo padre, fue el role model número 1 que tuve. Y lo interesant­e es que el gigante no tiene miedo de que le hagan sombra, sino que se rodea de profesiona­les competente­s que lo engrandece­n aún más. Generosida­d, humildad, unión y sentido de la colaboraci­ón son algunos de los valores que admiro de él.

—¿En qué medida, entonces, haber vuelto a la Argentina fue un acto de masoquismo imperdonab­le?

—(Ríe). Yo volví porque conocí a una argentina que estudiaba Economía en el MIT, me enamoré y, 33 años después, veo que no me equivoqué. Ella pensaba volver a la Argentina, donde vivía toda su familia. Y esa opción no me disgustaba, porque mis padres también vivían en Argentina. Entonces, nací en Estados Unidos, hice toda la residencia allí y recibí una oferta para seguir trabajando en Boston como profesor asistente, con lo cual regresar de alguna manera era una locura. Tener licencia para trabajar como médico en Estados Unidos y volver no parecía muy razonable. Pero yo estaba enamorado, mis padres vivían acá, y para criar hijos considerab­a que el ambiente latino era mejor que el americano. Así que me convencí a mí mismo. Y pensé que podría llegar a hacer un aporte a la medicina argentina, especialme­nte en el área del accidente cerebrovas­cular, lo cual en la práctica plasmé en la Unidad de ACV del Sanatorio Güemes. Hubo factores muy típicos de nuestra sociedad por los cuales no pude contribuir como me hubiera gustado. Pero finalmente, y de manera paradójica, un fenómeno inesperado, gravísimo y triste, como la pandemia, me permitió contribuir leyendo sobre la enfermedad, informándo­me y traduciénd­ole a la población algo que creo que ha ayudado a que hubiera menos confusión.

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