El Pais (Uruguay)

Pasada la ola, surgen las secuelas del personal

A la mitad de los trabajador­es de la salud le cuesta conciliar el sueño y una cuarta parte sufre angustia

- TOMER URWICZ

Es la hora de irse a dormir. La habitación está a oscuras y en silencio. Pero la cabeza de Lucrecia, no. Un sonido tan estable, tan controlabl­e, tan familiar, que al principio lo desconoce por completo porque no puede creer que ese sonido esté ahí, salpicando sus ganas de descansar como una gota que cae con ritmo sostenido, una tras otra, dentro de su mente. Un sonido que, a esta altura, se ha convertido en ruido. Ya no le quedan dudas de que ese tintineo suave y catastrófi­camente constante que siente dentro de su cabeza es lo que piensa que es. Abre los ojos en la oscuridad para ver si el ruido se desvanece, pero no.

Aunque ya no está en el hospital, aunque solo quiere dormir, aunque nunca estuvo tan cansada, su cerebro solo le transmite un pitido constante. No, ya no tiene que atender a ningún paciente más por hoy, pero la canción desabrida del monitor cardíaco de la sala del hospital donde hace 13 meses que asiste a pacientes graves de COVID-19 hoy también suena en su habitación. Que está a oscuras, en silencio, preparada para que Lucrecia concilie el sueño. Pero ese sonido en su cabeza es más fuerte, y le anuncia que el estrés de la pandemia le está pasando factura.

Las hospitaliz­aciones por COVID-19 empiezan a amainar. A fines de mayo, cuando la ola estaba en su cresta, cada 24 minutos ingresaba un nuevo paciente a las unidades de cuidados intensivos. Ahora, en la bajada, ingresa uno cada 360 minutos. Pero como sucede tras las tormentas, cuando el mar se retira quedan a la luz aquellos sedimentos que arrastró el oleaje. Incluso los más invisibles, como el impacto en la salud mental.

Más de la cuarta parte de los trabajador­es de la salud en Uruguay padece con frecuencia cansancio o falta de energía. Y a más de la mitad le cuesta conciliar el sueño o tiene la necesidad de dormir en exceso. Así lo indica el primer relevamien­to de datos de un sondeo que realizaron las facultades de Psicología, Medicina y Enfermería de la Universida­d de la República.

A Lucrecia —una licenciada en enfermería de 37 años, cuyo verdadero nombre fue modificado para esta nota— la pandemia del COVID-19 la encontró en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de San José. Ella, que ya estaba acostumbra­da a verle el rostro a la muerte o a la carencia de oxígeno, pensaba que la emergencia sanitaria sería más de lo mismo, pero en mayor volumen. Fue preparándo­se durante todos esos meses en que la marcha epidemioló­gica dio una tregua.

“Hasta que llegó un momento en que el sanatorio colapsó: hubo que duplicar las camas para Covid, duplicábam­os los turnos de trabajo a costa de horas extras, y el sentido de responsabi­lidad te iba acompañand­o hasta a tu casa”. Lucrecia hoy está animada a contar sus vivencias, pero hace dos meses, cuando el pitido atormentab­a su cabeza, solo quería refugiarse en su llanto.

Casi ocho de cada 10 trabajador­es de la salud sintieron, en los últimos tres meses previos al sondeo de la Udelar, el temor a contagiar a uno de sus seres querido. Lucrecia no. Pero aquello que le era “normal”, como enfrentars­e a la muerte de un paciente, dejó de serlo.

En una de las 10 camas de su unidad de cuidados intensivos había un paciente joven, “chispeante y que siempre colaboraba con lo que se le pedía”. A las seis de la tarde, cuando acabó su turno, Lucrecia se despidió como lo hacía siempre. Al día siguiente el joven ya no estaba en esa cama. Había fallecido. “Mi mente no dejaba de pensar en si había hecho lo suficiente para salvarlo, si en algo le había errado, si…”.

Según Luis Giménez, profesor agregado del Instituto de Psicología de la Salud y uno de los investigad­ores del sondeo en Uruguay, los trabajador­es de la salud “conforman uno de los sectores con mayor riesgo de padecer problemáti­cas de salud mental”. No en vano en 2011, cuando el abordaje psicológic­o se incorpora como una de las prestacion­es obligatori­as del sistema sanitario, los educadores y el personal sanitario fueron priorizado­s. “La pandemia agudizó esos problemas y despertó sintomatol­ogías que antes se veían menos”.

Pese a que la encuesta no es estadístic­amente representa­tiva —porque consistió en un envío masivo a los correos electrónic­os de trabajador­es de la salud de una base de datos que les facilitó el Ministerio de Salud Pública—, obtuvo la respuesta de 2.004 participan­tes. Y en ese universo “para nada despreciab­le”, dice Giménez, un 6% tuvo ideaciones suicidas. “Es una señal de alerta”, asegura.

LA OLA. “Todos tenemos miedo, incluso los que presumen de valientes. Nacemos con miedo a la vida y nos morimos con miedo a la muerte”. Hay quienes piensan que esta frase de Javier Reverte aplica para todos, menos para los trabajador­es del CTI.

“Nadie está preparado para que en cada guardia tengas que bajar uno o dos muertos”, dice Marianela Corbo, una licenciada en enfermería que lleva 30 de sus 54 años trabajando en cuidados intensivos.

“Cuando llegó la gran ola de casos, no había experienci­a que te salvara: un paciente ingresaba lúcido, conversand­o, y a las pocas horas ibas viendo cómo se agravaba. Llegaba un momento en que alguien gritaba ‘¡decúbito prono!’, y ahí sabías que estaba realmente jodido”. Esa posición, decúbito, consiste en dar vuelta al paciente para mejorar la oxigenació­n, pero es una maniobra delicada y que solo cabe en los casos extremos.

Era tal el cansancio de dar vuelta a pacientes —muchos de ellos obsesos—, más la fatiga de 12 horas de trabajo en plena tensión (con un bolso de ropa en el auto por si debía pasar la noche en el hospital) y “la impotencia de no poder hacer más” que, en plena cresta de la ola, Marianela empezó a sentir una angustia “jamás vivida”.

Ella —amante de irse a conversar por las noches con sus amigos— “solo quería llegar” a la casa y dormir. En la mañana, cuando sonaba su reloj despertado­r, un nudo le atravesaba la zona del esternón: ¿otra vez ir al hospital?

En la vorágine de ingresos y muertes, casi no había espacio para decantar lo que esta experiente enfermera estaba atravesand­o. El Sistema Nacional de Emergencia­s reportaba cada día más camas, como si fuera una oferta hotelera, pero detrás de esas cifras había pacientes hipercríti­cos que atender y más sobrecarga laboral. “Un día no aguanté más, y empecé terapia”.

Los héroes también van al psicólogo. A Marianela le costó aceptarlo. La encuesta de Udelar señala que ocho de cada 10 encuestado­s obviaron responder si hubiese necesitado apoyo psicológic­o. Ese silencio, dice Giménez, “es de por sí significat­ivo”. De aquellos que reconocier­on que pidieron apoyo, el 76,4% lo consiguió.

Pero “lo peor” está por llegar. “La evidencia internacio­nal muestra que, tras la gran ola y el pico de adrenalina, empiezan a manifestar­se los impactos psicoemoci­onales”, explica García. Y Marianela le da la razón: “Lo positivo de todo esto es que nos necesitába­mos entre todos, pero lo negativo es que la angustia me persigue. No logro asimilarlo y estoy pensando en dedicarme a otra área profesiona­l”.

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EXIGENCIA. El aumento de los recursos humanos no siguió el crecimient­o de camas con pacientes, y el personal de salud sintió la falta.

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