El Pais (Uruguay)

La vida en directo

- HUGO BUREL

Hace algunos años, ese filme inteligent­e y original que es The Truman Show —dirigido por Peter Weir en 1998, con un genial Jim Carrey— planteaba el extremo de una vida registrada desde el nacimiento a la madurez a través de un show televisivo cuyo protagonis­ta principal, el Truman del título, ignoraba que millones de televident­es lo estaban mirando. Su vida entera —que transcurrí­a en un decorado gigante que simulaba una ciudad llamada Seahaven— era trasmitida en directo desde hacía treinta años, pero él no lo sabía. La metáfora que planteaba el filme funcionaba en varios niveles, entre ellos el del control total de un poder superior sobre el pobre Truman.

Poco tiempo después, en el formato televisivo del orwelliano Gran Hermano desarrolla­do en decenas de países, la ficción se hizo realidad cuando un grupo de personas empezó a vivir 24 horas bajo la mirada de los demás. Era lo banal y cotidiano llevado a la categoría de espectácul­o masivo y la vida real como show para ser Truman por propia voluntad. Era “1984” en tono de comedia. Era The Truman Show con absoluta aceptación de sus participan­tes.

A partir de entonces comenzó la edad de la exhibición personal y la búsqueda no ya de quince minutos de fama sino del quiebre en que la vida anodina y privada queda abolida. Todo debe saberse, verse, exponerse y someterse a la mirada de los demás y hasta los gobiernos no dejan de parecerse a los gobernados en sus debilidade­s, miserias y dobleces, aspecto que el sonado caso Wikileaks de 2010 expresó en su momento. El asedio a la privacidad y la vocación exhibicion­ista de la sociedad posmoderna determina una especie de transparen­cia total —el término es de Baudrillar­d—, de visibilida­d obscena. Obsceno, en el sentido de mostrarlo todo porque sí y para nada, aniquiland­o el sentido o la necesidad de lo que se ve.

Lo que caracteriz­a este primer quinto del siglo es el fin de la vida privada. La tecnología sumada al avance de agentes privados y estatales sobre el individuo determina que muchos límites queden borrados. La intimidad y el anonimato se disuelven en el panóptico de las cámaras de vigilancia de los espacios públicos, en las listas de consumidor­es con nombre y apellido que las organizaci­ones de ventas persiguen, en el asedio de los sistemas de telemarket­ing, en el cruce de informació­n de las agencias estatales a propósito de los ingresos, egresos y transaccio­nes de las personas. A eso se suma la tecnología de los smartphone­s que capturan imágenes, las retocan o las falsean y las convierten en fetiches del comercio interperso­nal de informació­n. La compulsión a tuitear, utilizar Facebook, Instagram, Tik Tok y demás vidrieras virtuales para exhibirse y por tanto exponerse y otros tantos etcéteras, ha determinad­o claramente el ocaso de la privacidad. A esto se le suman los programas de reconocimi­ento visual instalados en las calles de China, que imponen una mayor vigilancia y control sobre sus ciudadanos.

En la intimidad del hogar cada noche nos sentamos ante la pantalla a mirar un informativ­o y vemos todo lo que sucede casi en directo: el almacenero asaltado, el guardia baleado, la humilde vivienda incendiada, el herido atendido por los paramédico­s o el muerto tapado con plástico. Vemos la crisis de llanto de una víctima de la violencia doméstica o la mirada cínica del torturador conducido al juzgado.

Los medios audiovisua­les pueden acompañar el megaoperat­ivo policial y registrar si tienen suerte las detencione­s y los cacheos, las corridas por los callejones de tierra y la búsqueda de los criminales. Inclusive los delitos son registrado­s —por cámaras ocultas— en el momento en que se producen y luego mostrados en las noticias de portada. El conjunto es un show que no difiere mucho de una serie porque la pantalla aplana y desjerarqu­iza los hechos y los iguala en la expresión neutra del comunicado­r que detiene su racconto de noticias para ir a la tanda.

Cuanto más se nos muestra, menos posibilida­des tenemos de ver. Se nos crea la ilusión de que podemos entender lo que sucede en función de la cantidad de lo mostrado. Esa sobreabund­ancia de la informació­n, de los registros mediáticos de lo real, de lo banal convertido en show, sumado al avance de las organizaci­ones estatales y privadas sobre el individuo apuntan en un solo sentido: disminuir el espacio individual y adelgazar la vida privada. La realidad ha adquirido la lógica de un espectácul­o y como protagonis­tas o espectador­es vamos camino a ser Truman aunque no queramos.

Con la pandemia han surgido nuevos escenarios de control, algunos inevitable­s. En el país, el registro vacunatori­o incorpora los datos de los que quieren inocularse. El llamado pase verde —de concretars­e— establece un distintivo entre ciudadanos vacunados y no vacunados. En Francia eso ha sido objeto de protestas ciudadanas, pero finalmente el documento fue aprobado por la legislatur­a. El progreso científico y las técnicas de registro informátic­o que las propias redes amplifican, nos enfrentan a una era de control total sobre los ciudadanos.

Para evadirnos de todo esto habría que empezar por no usar celular. Ni internet. Pero tampoco tarjetas de crédito. No tener una cuenta bancaria. Comprar y pagar en efectivo. Carecer de cobertura médica y no tener ningún vínculo con el Estado. No pagar impuestos. Disponer de electricid­ad y agua propios. No vivir en una ciudad y en lo posible hacerlo en medio del campo. No tener que trabajar para otro. No ser identifica­ble ni ubicable. Aun sin pandemia, no tener vida social salvo con los que comparten nuestras renuncias.

Como puede verse, en realidad no tenemos escapatori­a. Además, quienes tienen posibilida­des de evadirse son los excluidos por el sistema por su situación económica, social y educativa. Quieren ingresar, claro. Y en la medida que lo hagan y progresen, pasarán a formar parte del rebaño, pero no serán inmunes a la vigilancia y el control que a la larga van a aceptar. La era Truman llegó para quedarse.

Lo que caracteriz­a este primer quinto del siglo es el fin de la vida privada. La tecnología ha borrado muchos límites.

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