SALIR A FLOTE
GOBERNAR EN TIEMPOS DE COVID
La entelequia pandemia mundial, tan redundante como pegadiza, vino a recordarnos algo que parecía obvio pero que estaba tan naturalizado e ignorado como el paisaje: estamos todos en el mismo barco. Cuál es ese barco ya es otra cosa. La región —América Latina, un barco dentro del barco— entró al juego de la pandemia en marzo de 2020 con tres elementos: conocimiento de lo que pasaba en Europa, mucho miedo y siendo una de las regiones con más desigualdad.
¿Y qué hicieron los Estados ante eso? “Lo que pudieron”, dirá el biólogo e inmunólogo argentino Ernesto Resnik durante el diálogo con El País. Ha sido una de las voces más influyentes durante la pandemia en Argentina, pero no será solo él quien diga algo así. Son varias voces y una premisa: ¿qué es igual y qué es distinto entre estos países y hacia el futuro (que ya es hoy)?
Saldremos mejores, dijo al principio del principio el filósofo esloveno Slavoj Zizek, embebido en una especie de ilusión optimista que configuró el pensamiento contemporáneo durante una o dos semanas al inicio de la pandemia. Eran los tiempos de aquellos primeros cierres, donde la “libertad responsable” era apenas un esbozo en Uruguay (que aconsejaba quedarse en casa) y Argentina ya había decretado la cuarentena más extensa del mundo (tan irreal como grandilocuente: tan argentina).
Aún se le decía virus chino —por lo bajo, siempre mal visto—, donde llegaban noticias aterradoras de Europa, pero se debatía sobre el origen zoonótico de la pandemia y la necesidad de modificar nuestro patrón socio productivo.
La mirada, casi un año y medio más tarde, ya no es la misma: “Yo soy pesimista, esta pandemia modificó conductas culturales y el peligro hacia el futuro. No tenemos idea de las secuelas que quedarán. Antes era optimista y ahora no sé... Organizar un país, buscar buenas instituciones, coordinar la sociedad, es algo que la política conoce y resuelve, pero esto no”, dice a El País el doctor en Ciencias Sociales Daniel Chasquetti, profesor titular del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de la República. Y añade: “Los Estados tendrán que poner plata para los sistemas de salud y entes rectores fuertes, eso es lo bueno, pero la mirada sobre la humanidad no es tan optimista. Esperemos que a partir de la competencia y la diplomacia de las vacunas haya un sistema internacional fundado en la solidaridad”.
Algo similar aportó el Informe para el Desarrollo Humano del Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que salió hace un mes: “Mientras que 105 multimillonarios de América Latina y el Caribe tienen un patrimonio neto combinado de 446.900 millones de dólares, dos de cada diez personas aún tienen carencias alimentarias (…) Mientras que algunos son propietarios de miles de hectáreas de tierra, millones no tienen tierra ni techo”.
El diagnóstico para América Latina y el Caribe es claro: pobreza, desigualdad, crecimiento dispar o bajo, enriquecimiento concentrado, desigualdad por clases, pero también por género, precariedad laboral y en el sistema de protección social. Todo eso ya era sabido en 2019 y la pandemia exacerbó la tendencia en una región que tuvo al 33% de muertes totales, pero que tiene solo el 10% de la población global.
Argentina, Chile y Uruguay, pese a los problemas estructurales de la región, se destacan: son los tres con Índice de Desarrollo Humano más elevado. Pero también tienen una desaceleración de la baja del índice Gini (que mide desigualdad) más pronunciada desde 2012. Y tienen múltiples diferencias, tanto en las medidas adoptadas así como en los resultados de gestión de la pandemia. Las restricciones, de avances y retrocesos, no van solo sobre barbijos o distanciamiento. O sobre fronteras y sistema educativo. En el mundo se ha regulado incluso el volumen o la velocidad de la música que puede escucharse en una práctica deportiva a puertas cerradas, para limitar que se esparza el virus. Fue en Corea del Sur, pero habla de la humanidad. Vivimos una etapa de restricciones.
Hace unos días el economista y columnista del Financial Times, Tim Harford, dijo que los cierres y confinamientos inciden, pero que dependen sobre todo de la voluntad popular. ¿Qué debería hacer y qué puede hacer un gobierno ante la pandemia? Sobre eso hablaba Resnik: “A los gobiernos de nuestra región se los debe juzgar por lo que hicieron y lo que tenían a mano para hacer: se hizo más o menos lo que se podía”. Luego, consultado sobre si daba igual restringir que no hacerlo, dirá que más o menos resultó en algo parecido en muchos casos, a excepción de Brasil, “donde no se hizo nada y se hizo un desastre”.
En esa línea, hurgando entre las posibilidades y los deseos, se inscribe también el análisis del doctor en Ciencia Política por la Universidad de San Martín e investigador del Conicet, Facundo Cruz, quien asegura que no hay modelo ideal y que las respuestas —enmarcadas en la dicotomía “apertura versus restricción”— dependen de las capacidades estatales: “Las medidas son un constante ejercicio de prueba y error en relación a los recursos disponibles en términos financieros, humanos, políticos y de capacitación y formación de cuadros. Y le agrego la capacidad de coordinación con gobiernos subestatales y el grado de consenso y cohesión para la toma de medidas”.
Y aunque sobrevuela la idea de que pese a medidas diferenciadas los resultados parecen ser similares —en la película, ya no en las fotografías—, las situaciones son diferentes. Los procesos son más o menos rápidos, con subas y bajas más o menos drásticas. Uruguay, por caso, pasó de campeón mundial en gestión de pandemia 2020 a largas semanas en el pico de los peores rankings globales de muertes y casos proporcionales.
Al analizar esa ecuación, y pese a la idea de que hay más o menos similitudes, Resnik cree que tuvo que ver con el momento en que comienza a circular el virus en cada lugar.
En Uruguay empieza tarde tras unas primeras semanas de encierro bastante generalizado y este año se detuvo la suba por la amplia vacunación en el país, en Chile la circulación ya era fuerte en marzo de 2020 y provocó brotes en todo el país y eso mismo observa en Argentina: “Baja en Buenos Aires, sube en Córdoba, y así. La diferencia pasa por ahí porque
las medidas no se respetan igual en todos lados”. Otra vez el factor consenso y respeto a las medidas. Quizás allí haya una explicación de algunas diferencias.
Chasquetti lo toma en cuenta como un dato explicativo para la situación chilena y uruguaya, a lo que añade el modo en que reciben la pandemia: “Uruguay llega a la pandemia con una previsión de crecimiento del 2%, baja pobreza, un problema de desempleo no tan grave y un gran sistema de salud. También llega con el temor de lo que ocurría en Europa, entonces las medidas que toma el gobierno son sobreaceptadas, la gente se recluye voluntariamente. Se toman medidas legales, nada muy extraordinario. Con medidas no muy drásticas se bajó la movilidad muchísimo y mucho testeo, algo que no pasó en Chile, por ejemplo, con medidas más drásticas, que explica la circulación del virus”.
LA OPOSICIÓN. También hubo otro factor de estabilización en Uruguay: no hay una grieta a nivel político, al menos
“Los gobiernos de nuestra región hicieron lo que pudieron”, dice el científico argentino Ernesto Resnik.
“Los consejos de los epidemiólogos entraron en conflicto con la lógica de la economía y del derecho” Diego Singer, ensayista y filósofo argentino
“El Ejecutivo decidía con el insumo del GACH” Álvaro Galiana, pediatra, infectólogo y exmiembro del GACH
“El gobierno de Lacalle Pou lo hizo bien: sale ileso de esta pandemia”, opina el analista Daniel Chasquetti.
como en Argentina. El manejo de la pandemia, el manejo de un Estado siempre, pero sobre todo en excepcionalidad, requiere de una cohesión que no es, necesariamente, inherente a una democracia. Puede tener diálogo y consenso, pero cerrar filas es otra cosa. Eso observan los especialistas consultados. “El Frente Amplio fue sumamente responsable porque no sacó la gente a la calle, algo que sí ocurrió en todos los otros países”, enmarca Chasquetti. Aunque, es verdad, la izquierda reclamó en forma insistente la cuarentena obligatoria al inicio de la pandemia y medidas más duras para frenar la circulación cuando todo se complicó este año.
Para esa especie de pax uruguaya, el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) tuvo su rol clave. Hay una gratitud generalizada, la misma que siente el doctor Álvaro Galiana, director del Hospital Pediátrico del Centro Hospitalario Pereira Rossell y miembro del GACH de principio a fin: “Fue un hecho inédito y no esperado originalmente. Fue beneficioso para el Ejecutivo, para el país, y para la ciencia”.
—¿No le quedó un sabor amargo ante la salida?
—Creo que Rafael Radi establece claramente cuál es el papel del grupo en relación al vínculo con el presidente. Y jamás se apartó de eso. El concepto fue: vamos a dar lo que podemos conocer. Lo que debía quedar claro desde un principio es que el Ejecutivo decidía desde el insumo del GACH y otros, como la cuestión económica, social y demás: es un derecho que tiene cada gobierno. Es algo que no puede ofenderme. Maldito el lugar que tiene la autoridad que debe decidir eso, muy difícil tomar esa decisión. El malestar me parece que es algo más promovido desde costados políticos.
La diferencia con Argentina, con una oposición y gobierno enfrentados en forma radical —como explica Cruz—, es notable. Allí el comité técnico asesor del presidente Alberto Fernández, por caso, fue hostigado —y nunca tuvo autonomía o estructura propia y transparentada como el GACH, que es un caso inédito en el mundo. A pesar de que la voz del infectólogo Pedro Cahn fue la más relevante y su trayectoria como referente en la lucha local contra el VIH era indiscutida, no demoró en llegar el cuestionamiento al “gobierno de científicos”.
En Uruguay fue diferente, aunque el propio ministro de Salud Pública, Daniel Salinas, reconoció en la interpelación en el Parlamento que podían haberse evitado el 15% de las muertes con medidas más restrictivas (tal como recomendara el GACH en su momento) en el último pico de casos .
El dilema de la toma de decisiones de los gobiernos fue clave en una región con tanta precariedad acumulada previamente. Cada decisión sanitaria restrictiva implicaba una consecuente erogación contemplativa para subsanar los costos laborales y sociales. O una falta de: según los números de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Uruguay es el país que menos ha invertido en ayuda y contención social frente a los problemas económicos agudizados por la pandemia.
Sin embargo, eso no impidió una salida hacia adelante y con más o menos estabilidad. La situación previa y una masiva obtención de vacunas que lo coloca entre los primeros lugares a nivel mundial (y el consenso social con las medidas adoptadas) podrían explicar esa combinación diferencial: “Se construyó un relato muy productivo que fue comprado por la sociedad e incluso en el extranjero: es un elemento que le reconozco a Lacalle Pou, eso y la creación del GACH”, dice Chasquetti. “No hay un caso como este donde fuera algo autónomo, externo e incluso con científicos que, en su mayoría, eran de la oposición. Eso le dio mucha tranquilidad a la ciudadanía. A un bajo costo político, hoy sigue con más de 50% de apoyo, el gobierno la hizo bien: sale ileso” de la pandemia.
¿Y ahora qué?
Cuando se piensa en lo excepcional de la etapa, se atiende a restricciones marcadas, a la falta de movilidad, privaciones económicas, el cierre de escuelas y demás. Pero todo eso, señala a El País Diego Singer, filósofo y ensayista argentino, es una “profundización de lo que Michel Foucault denominó biopolítica, una concepción y un ejercicio de la política entendida como la producción y administración de poblaciones sanas. Una política para la población como conjunto de seres vivos”. Es por eso, añade el filósofo y ensayista, que los epidemiólogos se convirtieron en los asesores privilegiados y sus recomendaciones “entraron en conflicto con otras lógicas que atraviesan el quehacer político y que, a su vez, no son simples: la de la economía y la del derecho”.
Pese a los eventuales conflictos o sensaciones de dicotomía en la toma de decisiones y en el modo de organizar la sociedad (¿y el optimismo de Zizek?), para Singer la biopolítica sanitarista y la economía pueden entenderse desde el punto de vista estadístico y del manejo de una racionalidad numérica: los datos. Y observa un cambio de lógica respecto al modo de gobernar que va del enfoque jurídico a la eficiencia, del contrato político clásico para proteger ciudadanos a decisiones medidas por su utilidad, a la vez que anticipa el debate por definir qué racionalidad guiará de acá en más la organización social.
En ese marco, aparece como clave la gestión de los sistemas de salud —a nivel local y global—, que emergieron como garantes problemáticos —a veces más preparados, a veces más desvencijados— de una sociedad que, según el infectólogo y pediatra Galiana, deberá acostumbrarse a lidiar con una pandemia que “fue una línea ascendente al principio y que ahora es una especie de horizontalidad, que se va instalando y que no da signos de que vaya a desaparecer”. En su idea de convivencia y virus, el especialista apunta a los tratamientos.
¿Y LA DEMOCRACIA?. El foco actual, en el momento en que se producen nuevas mutaciones y algunos países de la región comienzan a alcanzar cierta calma ocasional producto del acelere en las campañas de vacunación, está en seguir presionando para un cambio en algunos modelos de gestión social y de salud. Pero de economía, de producción y vínculo con el ambiente, son pocos los que hablan. Las protestas sociales, sin embargo, recrudecieron en la región y en el mundo (a excepción de Uruguay y, eventualmente, con relativa tensa calma en Argentina) y en el mundo. Sobre esas sociedades polarizadas y con debates radicalizados sobrevuela el temor de que la democracia esté en discusión.
Cruz lo descarta de plano: “Los sistemas políticos tienden a la estabilidad, como Argentina en 2001 o Uruguay 2002, pese a quiebres y crisis profundas. En una región cada vez más polarizada, se impone ese ellos o nosotros y se vacía un poco el centro, pero el sistema se reacomoda”.
En Uruguay ese vaciar el centro igual no llevó a un ataque radical a las medidas oficiales, como señaló Chasquetti, por responsabilidad o bien “porque el Frente Amplio venía de una dura derrota y no se había reacomodado”. Lo que sí advierten ambos académicos es una eventual falta de confianza o participación ciudadana si se distancia mucho la percepción del riesgo y el consenso sobre las medidas restrictivas, y si los Poderes Ejecutivos toman demasiado peso por sobre los parlamentos.
Sobre ese delgado equilibro y con miras en modelos más solidarios —insisten— es que deberán pensarse los gobiernos regionales y globales si se quiere mejorar la situación de cara al futuro.