Pastoral para todos
El cardenal Daniel Sturla emitió el 3 de julio una Carta Pastoral, dirigida a “los sacerdotes, los diáconos y la vida consagrada” y también a “los fieles laicos de esta querida porción de la Iglesia que el Señor me ha llamado a pastorear”. Pero en realidad dice y propone tantas cosas que son de todos y para todos, que no merece pasar inadvertida por los que no figuramos entre sus destinatarios.
Su objetivo es sembrar ánimo y fuerzas para evangelizar. Por algo se titula “¡Devuélveme la alegría de tu salvación!”. Sustenta la fe. Repasa dogmas básicos, aclarando que los expone como sacerdote y no como teólogo. Yo agrego que escribe como hombre, como persona, desde los adentros de un convencido auténtico que siente “un clamor, muchas veces silencioso” y “quiere responder a ese clamor y salir al encuentro”.
El texto repasa con llaneza las debilidades de la Iglesia católica en el Uruguay. Reconoce el vacío de los templos, el desinterés por la doctrina y hasta recoge que “también se da entre nosotros” “la idea de que es un elemento de la posmodernidad la caída de los ‘grandes relatos’ entre los cuales estaría el cristiano”. Llega a admitir que “se nos ha caído el discurso básico de la fe cristiana… el relato simple y accesible al pueblo, a toda persona: rica o pobre, intelectual o poco instruida”.
A lo Unamuno, se adentra en un Dios agónico, en lucha: mira de frente las fallas de conducta sacerdotal, la disminución de acólitos, la ignorancia religiosa, la entrada del relativismo en la Iglesia y el retroceso de la vida de fe y doctrina.
Tamaña valentía merece reconocimiento, elogio y elevación a modelo, porque no hay muchos que hagan el balance descarnado de la institución que regentean o el partido en que militan. Y por una razón aún mayor: que esa caída del apego a la fuerza del ideal, esa inapetencia doctrinal y ese empobrecimiento del entusiasmo no es solo una enfermedad consuntiva de la grey católica. Se da hoy en todas las misiones y profesiones de servicio, por materialismo, insuficiencia de horizonte, desinterés por el prójimo… y porque de a uno hemos formado legiones de solitarios que por dentro tararean el tango discepoliano que cantándole a las mesas del cafetín “que se pareció a mi vieja”, concluía en la desesperanza de “… me entregué sin luchar”.
Es tiempo de admitir juntos que nos cayó el vigor del espiritualismo, por lo cual hoy tenemos una masa de indiferentes que no realizan ni el ideal cristiano ni el ideal del humanismo librepensador ni el ideal de nadie.
En esta semana, una encuesta nos contó que la mayoría de los ciudadanos siente que el principal problema nacional es el económico y que el segundo es la salud. Discrepo. Tenemos una preocupación que es y debe ser anterior: el espíritu, cuya capacidad de abrazar valores superiores y entregarse a ellos sin condiciones ha sido olvidada entre los vericuetos de doctrinas insensatas, que, al dejar de exaltar los ejemplos históricos, entierran la semilla de grandeza que llevamos todos mucho antes de que nos demos cuenta.
Golpeados por los suicidios, los femicidios y la drogadicción, todos —y no solo el cardenal con sus fieles— debemos sentir que los males que él patentiza se dan en todos los rincones de nuestra vida diaria, por jugar al achique y por perder conciencia de lo universal y permanente del Cielo, la Tierra y el hombre.