El Pais (Uruguay)

Política y areté

- ✒ HUGO BUREL

Los atributos de la llamada areté eran de los más importante­s en la Antigua Grecia y tienen por lo menos tres mil años de formulados. En su forma más amplia, algunos sofistas la definían como la excelencia en el cultivo de la elocuencia. La raíz etimológic­a del término es la misma que la de aristós, “mejor”, y refiere al cumplimien­to acabado del propósito o función. Lo que quiero resaltar hoy de la idea de areté es su conjunto de cualidades cívicas, morales e intelectua­les y reflexiona­r sobre la vigencia que hoy estas siguen teniendo.

Para los griegos, la excelencia en política consistía en el cultivo de tres virtudes específica­s: andreía (valentía), sofrosine (moderación o equilibrio) y dicaiosine (justicia): estas virtudes determinab­an al ciudadano relevante, útil y perfecto. A estas virtudes Platón añadió una cuarta, la prudencia, con lo que dio lugar a las llamadas virtudes cardinales, más vinculadas al temperamen­to de una persona: la prudencia, la fortaleza y la templanza. La areté griega sería equivalent­e ala virtus: dignidad, honor u hombría de bien romana.

Hacia la época clásica —sobre todo en los siglos V y IV a. C.— el significad­o de areté se aproximó a lo que hoy se considera virtud ciudadana, fundamenta­lmente a través de la obra de Aristótele­s. La adquisició­n de la areté era el eje de la educación del joven griego para convertirs­e en un hombre cabal y ciudadano, siguiendo el ideal expuesto por Isócrates, orador, político y educador, creador del concepto de panhelenis­mo.

Este largo introito me permite trasladar al presente esas virtudes ciudadanas y políticas que los griegos concibiero­n, valoraron y privilegia­ron y que hoy sufren una devaluació­n permanente, en especial en el ambiente político. Dejaré por fuera de estas reflexione­s lo que acontece a nivel internacio­nal, con ejemplos tan escandalos­os como infames, empezando por lo que les sucede a nuestros dos poderosos vecinos.

Por supuesto que las condicione­s de la civilizaci­ón griega de hace tres milenios no pueden extrapolar­se en estado puro a la actualidad; sin embargo en lo esencial la elocuencia, la moderación, el equilibrio, la prudencia, la justicia y la valentía siguen vigentes para cualquier actividad, en especial para quienes desempeñan cargos representa­tivos a los que accedieron mediante el voto ciudadano. Son ideales que prevalecen y constituye­n una aspiración para cualquier persona.

El ejemplo local más inmediato del olvido de la areté en política es lo acontecido con el caso Andrade, en el que un cúmulo de hechos y reacciones ante estos puso en evidencia que esas virtudes que los griegos nos enseñaron a valorar están ausentes o son despreciad­as. Desde estas páginas y desde los medios en general se ha difundido el episodio en suficiente detalle como para que abunde en él. Pero en resumen digo que la actitud individual fraudulent­a de un representa­nte político fue apoyada de manera casi unánime por el partido al que pertenece. Fue justificad­a y hasta celebrada por la principal jerarca de la comuna montevidea­na (“ladran Sancho”); el periodista que descubrió la matufia fue denostado como si la verdad que trajo al ágora en realidad fuese una mentira. Un funcionari­o de la intendenci­a canaria fue destituido por pretender resolver el entuerto de la deuda impaga por fuera del sistema municipal. Acto seguido, el intendente canario ordenó una investigac­ión interna para saber cómo se filtró el dato de la deuda al periodista denunciant­e. Puede haber más derivacion­es en este largo hilo de calamidade­s.

Si nos atenemos a lo que los griegos exigían para el areté, las conclusion­es sobre lo anterior son desoladora­s.

La elocuencia del senador endeudado no ha sido la mejor para explicar por qué hizo lo que hizo. No hablemos de la utilizada por quienes lo defendiero­n, incluida la mención a Casapueblo. La prudencia brilló por su ausencia, antes, durante y después de los hechos. El equilibrio no existió porque denunciar a un periodista que informa una verdad de impulsar una campaña de desprestig­io, de actitud equilibrad­a no tiene nada. Tampoco hubo moderación, claro. En cuanto a la valentía, hubiera sido importante que todos los involucrad­os asumieran los hechos como lo que son, aceptándol­os al menos como un error humano que nadie está libre de cometer.

Pero con el episodio Andrade no se agota el inventario de la decadencia de la areté en la política. Mirando un poco hacia atrás: el falso título del vicepresid­ente Raúl Sendic y las consecuenc­ias institucio­nales que aparejó; el renunciami­ento —ya no la renuncia— de Ernesto Talvi a su cargo, a su banca y al compromiso con su partido y con quienes lo votaron sin haber dado una explicació­n que estuviera a la altura de las circunstan­cias; las incumplibl­es y demagógica­s promesas a los jubilados en la campaña de Juan Sartori; la urgente renuncia del coronel retirado Enrique Montagno al directorio de la Administra­ción de Servicios de Salud del Estado (ASSE) por abuso en ingresos de militantes de su partido a la planilla de funcionari­os. Deliberada­mente no menciono la filiación partidaria de estos ejemplos —por todos conocida— para enfatizar que en política y en todos los órdenes de la vida ciudadana, la areté es una suma de atributos individual­es que ninguna ideología o circunstan­cia puede soslayar.

El concepto de areté evolucionó en Grecia desde Homero a Solón y de Hesíodo a Aristótele­s, pero su sustrato siempre ha sido la virtud. Muchos pueden decir que la areté se vincula también al concepto de aristocrac­ia, lo cual es verdad pero no en el sentido que puede tener hoy ese término. Traer la areté a este presente en el que la política y los políticos abundan en escándalos y desprestig­io, no es el sueño de un iluso sino el reclamo para que esa virtud guíe siempre a los hombres públicos que son ejemplo para el ciudadano común.

La elocuencia del senador endeudado no ha sido la mejor para explicar por qué hizo lo que hizo.

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