De Kabul y el silencio
El presidente Biden dispuso retirar las tropas norteamericanas de Afganistán. Invocó motivos parecidos a los del aislacionismo político de los EEUU de principios del siglo XX, antes de Woodrow Wilson. La milicia talibana le ganó a la coalición yanqui-europea y asumió el poder.
Nos quedará indeleble la imagen del aeropuerto de Kabul con ese carguero militar estadounidense asaltado por más de seiscientos pasajeros. Todos vimos a racimos de hombres encaramados en sus alas, que cuando la nave empezó a carretear cayeron como moscas a la pista, repleta de desesperados por huir del entrante poder talibán. Ahora sabemos de la grandeza del Comandante y la tripulación, que asumieron una travesía en tragedia, sin bajar a nadie que hubiera conseguido apiñarse peor que ganado.
Había razones para la desesperación. Apenas cuatro días después de ese lunes fatídico, ya vamos en detenciones masivas, periodistas asesinados o presos, muchachas expulsadas de la educación. Todo indica que se está ante una segunda vuelta de lo ya conocido. Entre 1996 y 2001, hubo un gobierno talibán y se aprendió que en él, dada su visión de la sharia o ley islámica, no hay espacio para el pensar libre y la mujer tiene prohibido estudiar, trabajar, salir sola y mostrar el rostro, porque la religión y el Estado se sueldan en una unidad totalitaria que ahoga y aniquila a las personas.
Los EEUU desembarcaron en Afganistán por pragmáticos y por pragmatismo se van. Los talibanes se entronizaron antes por fanáticos y por fanatismo regresan ahora. El resultado es un pueblo viviendo el horror propio del Infierno de Dante, que miramos momento a momento en los plasmas de todo el mundo.
¿Darnos por conformes con cruzarnos de brazos, como espectadores inertes ante una tragedia lejana y ajena? ¿Resignarnos sin reflexionar, en nuestro contexto vaciado de sentimientos y pobre en indignaciones? ¡De ninguna manera!
El 10 de diciembre de 1948 los pueblos de la ONU votaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En ella, los gobiernos afirmaron que hay grandes mínimos en los que la humanidad entera debe coincidir por encima de fronteras, tradiciones, doctrinas y regímenes. Todos supimos siempre que desde el racismo estadounidense a las miserias africanas y el totalitarismo de Stalin, hubo regímenes que votaron la Declaración contradiciendo su realidad. Pero el histórico documento puso en vigencia una medida universal de lo humano, que el Uruguay recibió como un triunfo conceptual del modo de vida
Hay grandes mínimos en los que la humanidad entera debe coincidir por encima de fronteras.
que elegimos desde las entrañas de la Constitución.
Por eso, ver hoy como vuelve a enseñorearse la guerra talibana contra al disidente religioso, contra la mujer y contra la libertad, debe impelernos a gritar nuestro asco, aun cuando resuene en la oquedad de un silencio que es indiferencia y una indiferencia que es desamor al prójimo.
Los hechos de Kabul deben vivificarnos nuestro eterno aguijón republicano de fraternidad laica. Deben llamarnos a entender el Derecho desde el dolor de las personas y no desde los formularios que las reducen y las ignoran. Y sobre todo, deben volver a convencernos de que el hombre tiene una esencia universal que no debe traicionarse, no solo en los suicidas del aeropuerto de Kabul sino en los de nuestra comarca.
Al fin de cuentas, las atrocidades lejanas deben despabilarnos para combatir las que insidiosamente se nos colaron en la decadencia cultural que sufrimos. Matan sin aeropuerto. Pero ¡vaya si matan!