El Pais (Uruguay)

Huyeron con lo puesto de Kabul y en medio de una tormenta de arena

La odisea de las dos uruguayas en Afganistán y un rescate de película

- DELFINA MILDER

Cuando los talibanes asaltaron Kabul, la capital afgana, las uruguayas Maylí Tourn y Noemí Schur pensaban que todavía podían salir del país en un vuelo comercial. Pero todo se canceló. Tras la gestión de la Cancillerí­a uruguaya lograron huir en un avión de rescate que las condujo a Alemania. Escaparon con lo poco que tenían puesto —vestidas con el manto que les cubría desde la cabeza a los pies—, quitaron todas las referencia­s cristianas que podían poner en peligro a quienes quedaban en su casa y soportaron una tormenta de arena mientras se preparaban para migrar. Ahora, a salvo, recrean aquellas andanzas en una zona en que gobierna el islam radical y las mujeres tienen que vivir ocultas. El regreso del movimiento que implantó el terror en Afganistán vuelve al poder, y con él, vuelve el pánico. La retirada de Estados Unidos tras 20 años de intervenci­ón fue “desordenad­a” y no preparó a las fuerzas afganas para enfrentar la insurgenci­a, señalan analistas.

Afganistán ha sido el centro de la conversaci­ón desde el 15 de agosto, cuando los talibanes tomaron Kabul, la capital del país, luego de que Estados Unidos retirara definitiva­mente sus tropas y pusiera punto final a la guerra más larga de su historia. En cuanto se fueron, la escalada de violencia y expansión del talibán fue instantáne­a, a tal punto que el presidente, Ashraf Ghani, abandonó Kabul el mismo lunes con su familia y se refugió en los Emiratos Árabes Unidos.

El caos puso al país en la mira internacio­nal. Los videos de cientos de civiles afganos colgándose de un avión que abandonaba la capital colmaron las redes sociales. Imágenes de mujeres con el burka indignaron a los de este lado del mundo, que después de 20 años volvemos a hablar de Afganistán. Mientras oímos un discurso “moderado”, el miedo se extiende en ese país, sobre todo entre los civiles que colaboraro­n con Occidente. ¿Cómo se llegó a esta situación? ¿Qué pasó durante estos 20 años de intervenci­ón? ¿Qué le depara a un país donde vuelve a gobernar el ala más radical, qué le depara a los civiles que quieren huir, a los opositores, a las mujeres?

Las incógnitas son inagotable­s. Para aproximars­e a entender el conflicto hay que ir, como siempre, hacia atrás.

El talibán —la palabra podría traducirse de la lengua pastún como “estudiante­s” (del Corán)— es un movimiento que surgió en 1994 en el sur del país, que integró en aquel entonces a jóvenes pastunes, la etnia mayoritari­a en Afganistán. Liderados por el mulá Mohamed Omar, los talibanes se formaron en escuelas coránicas donde recibieron una educación islámica radical sunita bajo el amparo de Pakistán.

Los talibanes no tardaron en ganarse adeptos bajo la promesa de restaurar el orden, la calma y la unidad; valores ausentes durante los 15 años anteriores. ¿Qué había pasado?

Afganistán venía de una invasión soviética y una guerra civil. Entre 1979 y 1989 la Unión Soviética (URSS) invadió el país para apoyar al gobierno “progresist­a” que tenía en el poder en aquel momento, explica desde París el analista internacio­ganistán), nal Leonel Harari. Era un gobierno que había puesto a Estados Unidos “nervioso” ante la amenaza de la expansión comunista, en un contexto de Guerra Fría. Como era de esperarse, la potencia americana puso el ojo en Afganistán y así, entrenó a los muyahidine­s —que significa, literalmen­te, 'los que luchan en la guerra santa”, es decir, la yihad, palabra que en Occidente solemos simplifica­r como islámicos fundamenta­listas—.

“Con ayuda de la CIA y de la inteligenc­ia pakistaní, Estados Unidos movilizó a la población en base a movimiento­s islámicos que estaban en contra del movimiento progresist­a en el poder”, explica Harari, que es uruguayo y da clases de Ciencia Política en Francia. “El gobierno procomunis­ta pidió ayuda a los soviéticos, que se lo tomaron demasiado en serio e invadieron Afganistán a principio de los 80”, acota. “En cierto sentido, fue la Guerra Fría la que hizo más complicado el hecho de un desarrollo independie­nte de Afganistán con una experienci­a de modernizac­ión frágil, porque tenía una gran oposición conservado­ra islamista”. Tras una década de guerra, los muyahidine­s derrotaron a las tropas soviéticas.

Pero el caos no terminó ahí: a Afganistán le esperaba una guerra civil.

“A partir del colapso de la URSS (en Afesos muyahidine­s empiezan a combatir entre sí, porque hay una puja por el poder político”, comenta Susana Mangana, profesora e investigad­ora de estudios árabes e islámicos y directora de la Cátedra del Islam y Mundo Árabe de la Universida­d Católica del Uruguay. “Hay que comprender que Afganistán es un país dividido en etnias que muchas veces están enfrentada­s, y que hay ‘señores de la guerra’ que luchan entre sí contra el poder central de Kabul”.

Entonces, en un país cansado de invasiones e inestabili­dad, y bajo la promesa de restaurar el orden, los talibanes entran en escena a mediados de la década de 1990. El grupo entusiasmó a miles. Con ayuda de Pakistán, se hicieron del poder en el sur, y finalmente en setiembre de 1996 tomaron la capital afgana, expulsando al gobierno de los muyahidine­s controlado por Ahmad Shah Massoud.

El régimen talibán fue reconocido como gobierno únicamente por Arabia Saudita, Pakistán y Emiratos Árabes Unidos. Así fue como los talibanes gobernaron por primera vez. Así, también, empezó el tormento para los afganos: las violacione­s a los derechos humanos que hoy tanto se teme que se repitan.

LOS AÑOS DEL TALIBÁN.

En ese momento empezó a aplicarse la sharia, lo que se traduce como “camino o senda” del islam.

Ana Laura Deleon, licenciada en Relaciones Internacio­nales e investigad­ora del Mundo Árabe y Medio Oriente, explica desde San Pablo: “Talibán surge bajo el estudio riguroso del islam radical que lleva a la aplicación de la sharia, es decir, del derecho islámico, como fuente de derecho para regular todos los aspectos de la vida de las personas. Esto significa que todos los aspectos de la vida deben de regirse bajo la estricta interpreta­ción que el grupo le da a los textos sagrados del islam (el Corán, libro sagrado y la sunna, recopilaci­ón de dichos y actos del profeta Muhammad)”.

Con la aplicación de la sharia —la interpreta­ción de los textos sagrados no es la misma para los musulmanes de todo el mundo—, la milicia integrista prohibió a las mujeres trabajar fuera de sus casas, les impuso el uso del burka y se cerraron las escuelas femeninas. A las mujeres que salían del hogar con la cara descubiert­a o acompañada­s de un hombre soltero, se las castigaba. Se clausuraro­n los cines y se prohibió la música y el ajedrez. También se estableció la lapidación de los adúlteros, la pena capital en plaza pública, la amputación de manos a los ladrones, la flagelació­n a los homosexual­es y la pena de muerte a los musulmanes afganos que se convirtier­an a otra religión o invitaran a la conversión.

¿Cuánto del Corán hubo en las escalofria­ntes imposicion­es del gobierno talibán? ¿Cuánto habrá ahora? Sobre este punto, Mangana advierte: “El movimiento talibán surge en escuelas coránicas, pero de ahí a que esté implementa­ndo el Corán a rajatabla, no. Esa es la lectura sesgada que se hace en medios de comunicaci­ón occidental­es, sobre todo”.

“Lo que permitía la ley islámica no es otra cosa que tomar el control de todos los aspectos de la vida de las mujeres y dirigirlos hacia una lectura e interpreta­ción de sus textos sagrados estricta, que, por otra parte, no solo alude a la religión sino también a la costumbre”, apunta Deleon. “Antes de Talibán las mujeres tampoco tenían abundancia de derechos o pluralidad de libertades, porque se convive con las costumbres tribales que también colocan a las mujeres y niñas en un lugar de inferiorid­ad frente al hombre”, dice.

Sin embargo, no fue la atroz violación de los derechos humanos lo que dio fin al régimen talibán en aquel momento, si bien las Naciones Unidas y la Comisión Europea los habían instado, sin éxito, a respetar las convencion­es internacio­nales. Lo que los sacó del poder fue, al fin y al cabo, una nueva invasión; esta vez, por la simpatía de los talibanes con la organizaci­ón terrorista Al Qaeda, a la que ofrecieron refugio.

Su fundador, Osama Bin Laden, se refugió en Afganistán con su familia tras haber dirigido una serie de ataques terro

“Lo que permitía la ley islámica no es otra cosa que tomar el control de la vida de las mujeres”.

ristas y empezar a ser buscado por varios países. Allí quedó bajo la protección del mulá Mohammad Omar —recordemos: el líder de los talibanes—.

Bin Laden tenía en su prontuario el atentado terrorista al World Trade Center de Nueva York en 1993, que dejó un saldo de seis muertos. En agosto de 1998, tras los atentados en las embajadas de Estados Unidos de Tanzania y Kenia —que cobraron 224 vidas—, el gobierno de Bill Clinton bombardeó supuestas bases terrorista­s de Al Qaeda que estaban en suelo afgano. Así, las sospechas internacio­nales de que Afganistán era base de Al Qaeda hizo considerar al país, cada vez con más fuerza, como una amenaza para Occidente.

En 1999, por ejemplo, el Consejo de Seguridad de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas (ONU) dio un ultimátum al régimen de los talibanes para que extraditar­a a Bin Laden bajo la amenaza de embargo aéreo y sanciones financiera­s, que finalmente entraron en vigor al cabo de un mes. Pero, finalmente, fueron los atentados perpetrado­s por Al Qaeda en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001 lo que marcó el principio del fin de los talibanes.

Estados Unidos lanzó un ultimátum a los talibanes para que entregaran a Bin Laden y a miembros de Al Qaeda, pero se resistiero­n. En octubre de ese año, el expresiden­te George W. Bush ordenó la intervenci­ón militar sobre Afganistán.

La caída del régimen fue rápida. En tres meses los talibanes perdieron el poder tras bombardeos estadounid­enses en conjunto con ataques de un grupo afgano, la Alianza del Norte, conformada por aquellos antiguos muyahidine­s, que se habían ubicado en las montañas del norte del país y habían ofrecido resistenci­a al Talibán desde allí. Ahora eran aliados de las fuerzas internacio­nales que derrocaron al gobierno del mulá Omar, y fueron los que tomaron Kabul —con el respaldo de las fuerzas estadounid­enses— cuando los talibanes huyeron.

Así, los líderes talibanes y los de Al Qaeda se esparciero­n por el sur y el este del país, mientras otros se refugiaron en Pakistán, donde finalmente Estados Unidos encontró y asesinó a Bin Laden. Pero esa es otra historia.

ESTOS 20 AÑOS.

Entonces, sin la amenaza talibán al menos visible, ¿qué razón de ser tenía la intervenci­ón occidental? ¿Mantener a los talibanes al margen? ¿Imponer un modelo de gobierno democrátic­o?

“Una Afganistán democrátic­a va a servir a los intereses y las aspiracion­es de todos los afganos y ayudará a asegurar que el terror nunca más se refugie en esta orgullosa nación. Esta nueva Constituci­ón es un paso histórico hacia adelante, y continuare­mos asistiendo al pueblo afgano mientras construyen un futuro próspero”, señaló Bush en una declaració­n en relación con la nueva Constituci­ón que se adoptaría en Afganistán en 2004, según consta en los archivos de la Casa Blanca.

“En Afganistán, Estados Unidos y nuestros aliados están ayudando a construir calles, trenes y reconstrui­r escuelas (…). Los afganos van a acordar una Constituci­ón de una libre y democrátic­a Afganistán”, pronunció en mayo del año anterior. Efectivame­nte, se estableció una nueva Constituci­ón y se allanó el terreno para elecciones presidenci­ales. Hamid Karzai fue el primero bajo la nueva norma, después le siguió Ghani.

El número de militares estadounid­enses creció a medida que Washington invertía miles de millones de dólares para combatir la insurgenci­a talibán y financiar la “reconstruc­ción” del país. De acuerdo con el Departamen­to de Defensa de Estados Unidos, el gasto militar total en Afganistán (desde octubre de 2001 hasta septiembre de 2019) había alcanzado 778.000 millones de dólares. En 2011, llegó a haber 110.000 efectivos militares. El año pasado, quedaban apenas 4.000.

Por su parte, la Organizaci­ón del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) finalizó formalment­e su misión de combate en diciembre de 2014, pero mantuvo 13.000 soldados para asistir en la capacitaci­ón de las fuerzas afganas y apoyar los operativos antiterror­istas.

¿Qué tanto se hizo con todos estos recursos?

“Creo que occidente, la OTAN y Estados Unidos particular­mente, no hicieron un esfuerzo en ganar la mente y los corazones del pueblo afgano, sino que intentaron poner un gobierno que hiciera lo que ellos querían. Al mismo tiempo, dejaron desarrolla­r la corrupción de una manera brutal”, señala el analista Harari. “Pasó lo mismo que en Vietnam del Sur: pusieron gobiernos totalmente desinteres­ados en gobernar, eran de la burguesía más occidental, y ese pueblo no siguió eso. El pueblo quiere seguir gente que les despierte confianza”, agrega. Y apunta que de todo el dinero que se destinó a Afganistán, “muy poco ha sido para construir; mucho para corromper”.

Si vamos a los datos, el Índice de Percepción de la Corrupción 2020 de la organizaci­ón Transparen­cy Internatio­nal situó al país en el puesto 165 de los 179 países analizados. Por otro lado, en 2019 Afganistán lanzó un informe —Índice de Pobreza Multidimen­sional de Afganistán— donde se detalla que un 51,7% de las personas en el país son pobres multidimen­sionales. Este nivel varía desde un mínimo del 12% en Kabul hasta un máximo del 81% en Baghdis, una provincia al noroeste del país.

TIERRA FÉRTIL.

Cuando las impactante­s imágenes del aeropuerto de Kabul recorriero­n el mundo entero, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, hizo declaracio­nes contrarias a las intencione­s del gobierno de Bush: “Nuestra misión en Afganistán nunca debió haber sido la construcci­ón de una nación. Nunca se supuso que se estuviera creando una democracia unificada y centraliza­da”, señaló el pasado lunes. “Nuestro único interés nacional vital en Afganistán sigue siendo hoy lo que siempre ha sido: prevenir un ataque terrorista en la patria estadounid­ense", afirmó el mandatario. En el mismo discurso, reconoció que la toma del país por parte del Talibán sucedió “más rápido de lo previsto”, y defendió “por completo” su decisión de retirarse.

Para los analistas, esta escalada era una crónica anunciada. “Sorprende que se hagan los sorprendid­os”, dice Harari.

Una de las claves en esta repentina toma de poder fue el Acuerdo de Doha firmado entre líderes talibanes y el expresiden­te norteameri­cano Donald Trump en febrero del año pasado en Catar. Allí, se fijó el calendario para la retirada definitiva de Estados Unidos y sus aliados. “Fue un acuerdo de retirada, no de negociació­n, no de acuerdos a futuro”, apunta Harari. “Los talibanes empiezan a poner condicione­s y (Estados Unidos) las acepta a todas”. La primera, que el gobierno de Trump no negociara con Afganistán, sino directamen­te con el Talibán. “Esta condición es una locura, porque dejaron de lado a la clase política afgana, que dependía de Estados Unidos”, sostiene.

Por otro lado, el Talibán pidió la liberación de 5.000 prisionero­s. “Era lo único que tenía como moneda de cambio el gobierno afgano para poder negociar algo. Pero en el acuerdo, se lo sacan. Y termina una retirada mal negociada, desordenad­a”, apunta Harari.

Más allá de los acuerdos formales y desde hacía varios años, el grupo radical crecía en el territorio.

“Todo grupo radicaliza­do tiene una fase militar, religiosa y social que se conoce en árabe como da’wa, que es hacer acción social. Levanto una escuela, come

El acuerdo firmado entre Donald Trump y los talibanes “fue de retirada, no de negociació­n”.

dores públicos, todo lo que un Estado que fracasó, que no funciona, no te da. De esa forma, amplío mi base social”, dice desde Israel Gabriel Ben-tasgal, periodista argentino especializ­ado en Medio Oriente. “Eso no desapareci­ó con la caída del Talibán hace 20 años. El sentimient­o de orgullo afgano siempre estuvo ligado a ‘nosotros somos capaces de expulsar a las potencias’”, señala. “Si a eso le sumás errores militares estadounid­enses en el suelo afgano, civiles que murieron por errores o intenciona­lmente, se crea un clima en contra de la ocupación norteameri­cana. Todo eso podía prever que la toma de Kabul por el Talibán tan rápidament­e fuera esperable”, sostiene.

De hecho, el Talibán no dejó de generar adeptos. “Muchas veces aterroriza­ban a población local en las zonas rurales donde se encontraba­n, con lo cual ya conseguían que las personas quisieran cumplir con ellos para evitar represalia­s o castigos físicos”, dice Mangana.

Pero también pesa el sentimient­o. “Se les daba una oportunida­d de estar en una organizaci­ón estable, crecer en estatus y dignidad. Toda esa retórica pesada llega al corazón de los jóvenes afganos, acostumbra­dos a vivir en guerra, sin oportunida­des de estudios, sin tener una certeza acerca de su futuro laboral. Pero una vez que ingresan al movimiento, empiezan a adquirir dignidad y estatus”, dice Mangana. Además, buena parte de su captación de milicianos o mercenario­s es en base a pagar “mejores sueldos que los que han pagado las autoridade­s afganas que fueron puestas a dedo por las fuerzas de ocupación”, agrega la experta.

Por otro lado, los talibanes mantuviero­n durante todos estos años el cultivo del opio. “Eso ha permitido que muchos agricultor­es puedan sacar adelante a sus familias, por el marco ilícito del tráfico de drogas”, dice Mangana. “Hoy, Afganistán es la fábrica de opio y heroína del mundo y eso ha crecido frente a las narices de las fuerzas de ocupación”. Asimismo, ante la reconquist­a del país, la experta advierte que las fuerzas de seguridad afganas “no estaban bien formadas ni bien entrenadas, ni sobre todo con la moral alta” como para combatir. Ese es uno de los factores que explica la rápida caída del gobierno de Ghani apenas se retiró Estados Unidos.

¿AHORA?

La historia parece repetirse 20 años después, pero algunas reglas, al menos para la tranquilid­ad de las potencias internacio­nales, podrían cambiar.

En conferenci­a de prensa, el portavoz de los talibanes, Zabihullah Mujahid, afirmó que se “respetará” a las mujeres y a los opositores. “A las mujeres se les permitirá trabajar y estudiar y serán muy activas en la sociedad, pero dentro del marco del islam”, aseguró. Para Ben-tasgal “no es que se hayan moderado teológicam­ente. Doctrinalm­ente, piensan lo contrario. Tácticamen­te, entienden que si tiran de la cuerda nuevamente, pueden comerse un castigo”. Las nuevas autoridade­s intentan “acostumbra­r” al mundo occidental con su presencia.

Para montar un Estado, deberán comerciar, negociar, exportar, importar. China, por ejemplo, tiene un interés estratégic­o doble, dice Harari. Si bien la frontera que comparte con Afganistán es pequeña, es allí donde se encuentran los musulmanes chinos. “Y ellos no quieren que se les transforme esa zona fronteriza en un pasaje de movimiento islámico, porque es exactament­e lo que están reprimiend­o a nivel interno”, señala. “Por eso prefieren tener buenas relaciones con los talibanes, para impedir que tengan influencia política”. Por otro lado, las inversione­s millonaria­s en minas de cobre y materia prima “son buenas razones” para que China entable relaciones.

Rusia también se acerca. “Nosotros no nos damos prisa con el reconocimi­ento”, dijo Serguéi Lavrov, el ministro de Exteriores ruso, quien consideró una “señal positiva” la disposició­n de los talibanes de crear un gobierno junto a otras fuerzas políticas.

Por lo pronto, cabe preguntars­e si este nuevo régimen se adaptará a los tiempos que corren, o si el discurso es una mera pantalla. “Ellos van a trabajar en una especie de respetabil­idad que consolide su poder”, dice Hariri. Pero las preguntas no apuntan todas al mismo lugar. ¿Qué podría pasar, por ejemplo, si otros países anteponen sus intereses, entablan relaciones con los talibanes y reconocen al gobierno? ¿O cuánto tolerará el mundo abusos como los de hace 20 años?

A través del terror o de un discurso de orgullo y pertenenci­a, los talibanes captaron adeptos.

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Pánico y terror, casa por casa.
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DESESPERAC­IÓN. Centenares de afganos lograron entrar en la rampa semiabiert­a de un avión de la Fuerza Aérea estadounid­ense.
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PODER. Combatient­es talibanes alzan su bandera en un vehículo en la capital del país.
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MUJERES. Fotos de modelos publicitar­ias en las calles de Kabul fueron vandalizad­as.
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RESCATE. Un militar estadounid­ense evacua a un bebé en el aeropuerto de Kabul.

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