El Pais (Uruguay)

UNA HUIDA OCULTA

- TOMER URWICZ “A la falta de confort te acostumbrá­s, pero nunca a ver tantas AK-47 en las”, calles”, dice Noemí Schur.

Se sintió desnuda. Cuando la uruguaya Noemí Schur se quitó el chador, ese manto que tapa el cuerpo entero de las mujeres en algunas zonas en que rige la ley islámica, se sintió desnuda. Llevaba meses ocultando su físico en las calles —sin nombre y sin número— de Afganistán. Hasta se había comprado unas horquillas para que la prenda quedara bien sujetada a la cabeza y no cediera ante las tormentas de arena que se repiten con demasiada frecuencia en las montañas de Kabul. Pero fue cuestión de pisar suelo alemán —tras un rescate orquestado entre el gobierno uruguayo, el germano y la ONG en la que es voluntaria, dos días después de que los talibanes asaltaron la capital afgana— para despojarse de aquellas telas negras y, paradójica­mente a la vez, sentirse desnuda.

“Situación en Afganistán: evacuación de dos ciudadanas uruguayas”, titulaba un comunicado de “urgencia” que difundió la Cancillerí­a de Uruguay poco antes de la medianoche del martes. Noemí (60) escapó con lo puesto y un pequeño bolso con menos de ocho kilos en el que faltaba casi todo “menos la bombilla del mate”. Junto a su amiga y coterránea Maylí Tourn, cinco años menor, soportó cinco horas en una base aérea de Kabul, a pleno rayo del sol, con 40 grados y 7% de humedad, hasta que el avión emprendió vuelo. Ya habían pasado un día entero, el anterior, encerradas en la casa de dos pisos en Kabul que les alquilaba la ONG humanitari­a y cristiana en la que trabajan (Schelter Now Internatio­nal), a la espera de que dos choferes las condujeran en sus autos “destartala­dos” hasta la terminal aérea. Pero como reza el proverbio afgano: “La paciencia es agria, pero tiene una fruta dulce”.

Esa es una de las primeras cosas que se aprende en Afganistán. Maylí lo supo hace 13 años, después de acostumbra­rse a beber el agua de un pozo que no es potable y a ingerir carne de oveja adobada con picor, después de soportar las noches a oscuras por los repentinos cortes de luz o las conversaci­ones en hasta 70 dialectos diferentes. Y lo confirmó en 2014, muy cerca del aeropuerto, cuando salió ilesa tras la explosión de un ómnibus que dos hombres-bomba hicieron estallar a unos cien metros de donde estaba ella.

“Esa no fue la vez que estuve más cerca de la muerte”, dice con voz suave desde Alemania, con la misma tranquilid­ad con que dicta clases de Física en Uruguay cada tres años, cuando tiene el año sabático de su misión en Afganistán. Era una tarde de 2010 con el tráfico atascado. Un chofer bajito, de la etnia hazara, la llevaba al trabajo. El carro de un pastún, la etnia más numerosa, se atravesó delante de ellos justo cuando el auto en que viajaba Maylí intentaba avanzar. El pastún miró por la ventana, vio a la mujer con cara de extranjera y le empezó a gritar: “¡Prostituta!”. El chofer hazara se bajó del vehículo en defensa de la uruguaya y dio un salto para golpearlo a la altura de la yugular. “Si no fuera porque justo había un policía que los separó, yo no contaba esta historia. Las mujeres extranjera­s somos, para la mayoría de ellos, prostituta­s… una herejía”.

Tras aquel altercado, Maylí confirmó otra lección de Afganistán: “Al huésped se lo defiende hasta con la propia vida”. Puede que un afgano apenas tenga para comer en un país que roza el 50% de desocupaci­ón, pero siempre habrá una taza de té de hierbas y unas frutas secas para agasajar a los invitados. Incluso harán fila para saludar y al caer la noche, luego del rezo de las siete, repetirán: “¡Shao boshen!”, las palabras en persa darí que invitan a quedarse a cenar.

Las dos profesoras uruguayas salieron de su casa en Kabul en la mañana del martes. Dos autos “destartala­dos” las esperaban. Iban vestidas con el chador, en plena tormenta de arena y con 40 grados. Pasaron unas cinco horas a la intemperie de una base aérea militar hasta que un avión de rescate las llevó (dos hisopados mediante) hasta Alemania.

Y más de una vez Maylí tuvo que aceptar. “De rebelde lo único que lográs es que no te acepten. El único límite que jamás me animé a traspasar es que me consiguier­an marido… no pueden concebir que haya una mujer de mi edad soltera”, dice entre risas. Por lo demás, se acostumbró a caminar detrás de los hombres cuando iba a llevar agua potable a poblados del norte (y eso que ella era la directora local de la ONG), vistió la burka en que ni los ojos quedan al descubiert­o y aceptó moverse acompañada por las calles, mucho antes que los talibanes ocuparan Kabul.

Su amiga Noemí, quien junto a ella intenta reorganiza­r la seguridad de los voluntario­s que quedaron en terrenos con la intención de “regresar si la situación lo permite”, agrega: “A la falta de confort te acostumbrá­s, pero nunca a ver tantas (armas) AK-47 por las calles”.

—¿Y ahora qué sigue?

Maylí hace una pausa y dice: —Me cuidé de sacar de la casa cualquier biblia o crucifijo que pudiera poner en peligro a los que quedan. Los talibanes eso no lo van a respetar. Tampoco a las mujeres. En varias provincias autorizaro­n que los hombres volvieran a trabajar, pero a las mujeres no. Los afganos están ávidos porque quieren cambiar su cultura. Pero cuando se empieza a transforma­r, vuelven a lo viejo.

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RESCATE.

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