El Pais (Uruguay)

Juan Carlos Blanco

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Ignacio De Posadas | Montevideo

Falleció el pasado domingo. A los 87 años. En su casa, donde estaba preso, en la última estación de su vía dolorosa: más de 15 años de prisión. Voy a hablar de lo que sé. Lo traté por primera vez cuando ingresamos al Senado, febrero de 1990, él como suplente de Jorge Pacheco. Muy afable y formal, se hizo conocer rápidament­e por su capacidad y por la dedicación al trabajo parlamenta­rio. En el tratamient­o de los proyectos claves enviados por el Poder Ejecutivo, trabajó a la par de los senadores del gobierno. Estudioso, inteligent­e, sin afán de protagonis­mo, ni búsqueda de réditos políticos.

Hacia mediados de los 90, de forma totalmente sorpresiva, Germán Araújo (QEPD) le armó una trampa, zampándole en plena sesión del Senado, con las barras llenas y en presencia de la madre, la acusación por el secuestro de Elena Quinteros.

El estruendos­o episodio derivó en una Comisión Investigad­ora que me tocó integrar. Luego de analizar los recaudos existentes, entre los cuales un voluminoso expediente armado en la Cancillerí­a, la Comisión dictaminó, por mayoría que, más allá de no compartir la actuación política del Senador Blanco en tiempos de la dictadura, no había indicio alguno para vincularlo a los hechos de que fuera víctima Elena Quinteros.

Sobre esa base, el Senado, siempre por mayoría, dio por terminado el asunto. Pero, a la larga, primó la tesis minoritari­a, expuesta entonces por el Senador Cassina: Blanco “... no debía y no podía ignorar ningún hecho importante relativo a la seguridad pública...”.

La milenaria presunción de inocencia fue sustituida por una doble presunción contraria. La justicia fue ciega, pero no por tener vendados los ojos, sino por ideología, profusamen­te regada de odio y Juan Carlos Blanco fue condenado.

Durante los más de 15 años que estuvo preso, lo visité regularmen­te: primero en Cárcel Central, luego en la Guardia de Coraceros y, por último, en su casa. Fueron muchas las visitas y nunca, en momento alguno, le oí hablar mal de quienes lo acusaron y condenaron. Ni una sola vez. Es más, cuando en alguna de las visitas coincidí con familiares o amigos y de ellos partía alguna crítica o desahogo, Juan Carlos lo reprendía rápidament­e. Ni una queja, ni una maldición. Por el contrario, sus enemigos, quienes se ensañaron con él, casi siempre sin haberlo conocido, pueden estar seguros de contar con un intercesor ante el Padre, a cuyo lado hoy está Juan Carlos.

Hablo de lo que sé: fue un hombre de una fe profunda, tan profunda como su bondad.

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