Art déco y el último charrúa unidos a través del fieltro
Adriana Pintos realiza chalinas que mezclan arquitectura con raíces indígenas
Allá por los años 80, cuando en la Feria de Villa Biarritz recién se estaba empezando a armar una plaza de comidas en el pasto del parque, Adriana Pintos (58 años) llegó a trabajar como parrillera. “Ahí empecé a ver a los artesanos haciendo sus cositas, ofreciendo sus productos en los paños y eso comenzó a enamorarme”, recuerda.
Su hermana había estudiado cerámica en la Escuela de Artes y Artesanías Pedro Figari (UTU), entonces decidió acercarse a su trabajo. Juntas estuvieron en varias ediciones de la Feria del Libro y el Grabado de Nancy Bacelo (hoy Ideas+).
“Hacíamos cerámica que quemábamos en un horno de aserrín y quedaba toda ahumada con colores que le daba el fuego, como los terracotas y negros; eran piezas bruñidas”, cuenta a El País.
Pero el gusto de Adriana iba por otros lados; le interesaba estudiar otros materiales.
Alrededor de 1985 dio la prueba de taller y entró en el Mercado de los Artesanos.
Ya en ese entonces comercializaba ella sola, por lo que decidió investigar un poco la madera, un poco el hierro, un poco el cuero.
Hasta que apareció un profesor argentino, de Córdoba, para dar clases de hilado y teñido de lana con tintes naturales, con las esencias de las plantas, de las maderas, de las cáscaras, de las semillas, y quedó fascinada.
“Me volqué de lleno a la lana y empecé con el fieltro, que fue la técnica que más me gustó. El hilado también me gustaba, pero llevaba mucho tiempo llegar a una pieza a partir del vellón, lavarlo, teñirlo… es un proceso fascinante, pero largo”, explica Adriana.
Así comenzaron a aparecer las chalinas, que es su producto estrella, al que luego fue sumando atrapa-pesadillas con plumas y jaboncitos forrados con fieltro que se pueden usar para baño, decoración o para perfumar cajones o estantes.
ARTE Y RAÍCES. Dos motivos decoran sus chalinas. Uno son las rejas de los edificios art déco, un estilo arquitectónico que siempre la atrapó. “Me encantan esas formas medio geométricas, medio vegetales y las plasmo en mis bufandas”, cuenta quien siempre anda por la calle mirando para arriba, algo que lamenta que se haga tan poco porque “Montevideo es una ciudad hermosa”.
Hizo el bachillerato de Arquitectura y tenía pensado seguir esta carrera.
Después se dio cuenta de que le gustaba más “embarrarse las manos” y se fue a la UTU a estudiar construcción.
“Me encantó hacer los muros, armar todos los encofrados con la madera… lo mío es todo manual. Lo hice para mí”, señala. No llegó a recibirse, le faltó toda la parte práctica.
El otro motivo con el que decora sus chalinas son los naipes que Tacuabé, el último de los charrúas, creó cuando se lo llevaron a París. “La historia de los últimos charrúas me llegó mucho. Me emocionaba y me dolía que los hubieran arrancado así de su lugar, que los llevaran a París y que pasaran cosas tan brutales. Leí su historia y me acerqué a las cartas de Tacuabé, que tenían unos diseños tan modernos, me encantaron. Esa simpleza, esas líneas tan francas… por eso siempre quise hacer algún objeto que tuviera esas líneas”, apunta.
SER ARTESANO. Adriana trabaja en su casa, lo que le permite mechar las tareas del hogar con sus momentos en el taller y con la obra que está realizando en el balneario Solís (ver recuadro).
Se lamenta que la pandemia de la COVID-19 haya afectado tanto el trabajo de los artesanos, pero también celebra que eso los ha ayudado a darse cuenta de que estaban muy volcados a los turistas, sus gustos y sus demandas y terminaron descuidando al público uruguayo.
Hoy en día, sin casi visitantes extranjeros en la capital, se siente mucho la caída de las ventas. Eso ha obligado al Mercado de los Artesanos a reinventarse y pensar en cómo reconquistar al cliente local. “Necesitamos que el uruguayo vuelva a sentir ese gusto por la artesanía, por los productos naturales, por lo hecho a mano. Se ha olvidado un poco de lo natural y está muy volcado a la tecnología o a lo nuevo. Se nos ha escapado y capaz que fue un poco culpa nuestra por volcarnos al turista”, confiesa.
Actualmente el Mercado solo tiene abierto el local de Plaza Cagancha, ya que el de Ciudad Vieja funciona casi exclusivamente con turistas. “Aún no hemos podido reabrirlo. Quizás ahora que se está autorizando el ingreso de gente intentemos hacerlo”, dice.
Por lo pronto, los artesanos defienden a capa y espada la casona de Plaza Cagancha, de la que se sienten muy orgullosos de ser sus propietarios.
“En la parte de abajo tenemos el sector de ventas y arriba hay talleres a los que, con esto de la pandemia, no hemos podido sacarles el juguito porque no se podía hacer nada presencial”, detalla Adriana sobre los cursos que no solo se dictan para los artesanos, sino para todo aquel interesado en aprender.
Allí aprendió a hilar y a teñir y, si bien alguna vez dio alguna clase informal, nunca tuvo su taller propiamente dicho. Es una de sus cuentas pendientes.
“Me gustaría transmitir lo que sé porque los artesanos somos como guardianes de esos oficios antiguos, esos saberes que a veces no se transmiten de otra manera que por el boca a boca y si uno no lo hace se van perdiendo. Es importante que estas técnicas se mantengan”, remarca la artesana convencida.
Llegó como parrillera a la feria de Villa Biarritz y la enamoró el trabajo artesanal.