EL CAMINANTE
Lo vimos llegar, con mi primo Alfonso, mientras jugábamos al fútbol en la estancia de mi abuelo Julio, en Río Negro. Parecía cansado, tenía su ropa limpia, pero con agujeros, sus zapatos muy gastados, un viejo abrigo gris y cargaba una gran bolsa sobre la espalda con todas sus pertenencias. Nos parecía mayor porque encorvaba los hombros pero tendría 20 años, como mucho. Estaba muy flaco y triste. Sus ojos eran muy negros, también su pelo y su barba. Se nos acercó muy despacio para no asustarnos, nos dijo con voz suave que se llamaba Román y nos pidió un poco de agua, mostrándonos un bidón de plástico. Con miedo le dijimos que sí, tomamos el envase y corrimos a la cocina a avisar a la señora del capataz de su presencia.
Ella estaba cocinando la cena, pero cargó el agua y agarró unas galletas y carne, que envolvió en un repasador, y nos acompañó a ver al “caminante” que esperaba bajo un árbol. Él nos agradeció el agua y la comida, nos deseó buenas tardes y volvió lentamente a la ruta. A la mañana siguiente nos despertamos bien temprano decididos ir a investigar adónde había ido Román. Desayunamos y agarramos un poco de leche y pan para llevarle. Ensillamos y salimos costeando el alambrado de la ruta hacia el sur. Lo encontramos como a cuatro kilómetros al lado de un monte de paraísos. Se había hecho una carpa con unos palos y la tela de su bolsa y estaba sentado junto a un pequeño fuego donde se calentaba en esa fría mañana de invierno. Estaba tomando mate y hervía el agua en una vieja lata de duraznos que usaba como caldera. Atamos los caballos en el alambrado y nos acercamos con vergüenza. “Buenos días”, lo saludamos y él con una sonrisa nos contestó: “Muy buenos días a ustedes” y nos invitó a acompañarlo.
Nos sentamos alrededor del fuego estirando las manos para calentarnos de la helada que hacía blanquear el campo. Le dimos el desayuno y nos agradeció, ofreciéndonos si queríamos un poco. “¿Cómo se llaman?”, nos preguntó. “Soy Juan y él es mi primo Alfonso. Tenemos nueve años”. Su sonrisa y su bienvenida nos animaron a preguntarle de dónde era, adónde iba y por qué caminaba. Despacio puso un poco de leche en una media botella de plástico que le servía de taza y empezó a contarnos: “Esta pandemia nos golpeó mucho. Yo ayudaba a mi familia trabajando en la cosecha en San Antonio, en Salto, pero la empresa cerró y me quedé sin trabajo. Ahora no hay trabajo en mi pueblo”.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y con voz triste continuó: “Mi padre se enfermó, mi madre no trabaja porque cuida a mi hermana que no puede caminar y mi abuelo… y mi abuelo...”
Román emocionado se quedó callado unos momentos y Alfonso y yo lo acompañamos en el silencio. Después continuó: “Me voy a la capital a cumplir una promesa y a buscar trabajo para ayudar a mi familia. Le prometí a mi abuelo que conocería el mar. No tengo plata para un pasaje por eso camino hacia allá. En la ruta voy buscando trabajo, hago cualquier ‘changa’, para mandar plata a mi familia, como lo que me den y duermo en mi carpa”. Nos quedamos callados mirando el fuego un poco impresionados. Román viendo nuestra preocupación, cambió el tema y nos preguntó: “Pero… cuéntenme ustedes, ¿cómo les va en la escuela?, ¿son buenos estudiantes?, ¿cómo son para el fútbol? Seguro son pata de palo”, bromeó. Y así, empezamos a hablar del colegio, los amigos, del fútbol, de autos, motos y caballos, haciendo cuentos y chistes… y cuando quisimos ver, habían pasado varias horas y era casi el mediodía. Nos despedimos con pesar y le deseamos mucha suerte.
Volvimos muy callados con mi primo, pensando que éramos muy chicos para ayudarlo, pero convencidos de que teníamos que hacer algo. Después de mucho discutir, hacer planes y contar y recontar nuestros ahorros, decidimos ir hablar con nuestro abuelo y pedirle ayuda. Nos sentamos frente a él en su escritorio y le propusimos que esas vacaciones trabajaríamos ayudando en todo lo que nos mandara, juntar leña, barrer los patios, ayudar en el campo, dar de comer a las gallinas, etc. pero que a cambio nos tenía que pagar… ¡un pasaje a Montevideo! “¿Y para qué quieren un pasaje?”, nos preguntó y le contamos la historia de Román.
Nuestro abuelo muy emocionado nos dijo que sí, que nos compraría el pasaje, y además, que tenía un trabajo para Román a la vuelta de su viaje y que podía contar con ayuda para su familia desde ese momento.
Locos de alegría galopamos de vuelta al campamento en busca de nuestro amigo, que ya había juntado todas sus cosas y estaba de nuevo en la ruta. Sin bajarnos de los caballos, lo llamamos a los gritos y le contamos las buenas noticias y Román llorando solo decía: “Gracias, muchas gracias, gracias, gracias”.
Román fue a conocer el mar y nosotros trabajamos todas esas vacaciones sintiéndonos orgullosos e importantes. En septiembre volvimos al campo y lo vimos. Estaba cambiado, contento, parecía más joven sin la barba y con la ropa nueva. Nos abrazamos y hablamos de todo un poco. Él nos contó que estaba ayudando a su familia y que su padre se estaba recuperando. Román bromeaba y se reía mucho y nosotros con gran alegría nos dimos cuenta que ya no se parecía en nada a aquel triste caminante que conocimos en las vacaciones de julio.