El Pais (Uruguay)

El pescado y la caña

- ✒ CLAUDIO EPELMAN (*)

El próximo lunes por la noche, con la salida de la primera estrella, las comunidade­s judías de todo el mundo celebrarem­os Rosh Hashaná, el año nuevo de acuerdo con el calendario hebreo. Como en tantas otras festividad­es, no faltarán las comidas típicas (la manzana mojada en miel, para desear un año bueno y dulce, sea tal vez la más tradiciona­l de ellas) ni las bendicione­s. La cabeza de pescado, para simbolizar la “cabeza” de un nuevo año, y la jalá agulá, un pan trenzado de forma circular, para ilustrar el año que concluye y el nuevo que inmediatam­ente está por comenzar, completará­n en muchos hogares la ecuación. Las mesas largas, que un año atrás compartíam­os por zoom, serán nuevamente lugar de encuentro de familia y amigos, reunidos para dar la bienvenida al año 5782.

Los aromas y sabores, sin embargo, no son los únicos cargados de significad­o en esta festividad. De acuerdo a la tradición judía, Rosh Hashaná está atravesado por tres pilares o conceptos fundamenta­les. El primero de ellos es la tefilá, o plegaria, vinculado al aspecto religioso de la festividad. En segundo término, está la teshuvá, o arrepentim­iento, cuya relevancia no se limita al año nuevo, sino que continúa especialme­nte en los días que siguen a estas noches, y tienen su culminació­n diez días después en Iom Kipur – el Día del Perdón. La teshuvá no es sólo una apelación al perdón divino ante los errores que cometimos, sino el deber de arrepentim­iento y disculpa activa ante el prójimo. Porque aquí pesan más los preceptos para con nuestros pares que con el mismísimo Dios. Debemos rever nuestro accionar, reconocer nuestros errores, y obrar para reparar el daño que hemos causado con un acto tan poderoso como sencillo: Reflexiona­r y pedir perdón.

Y en este camino, el mandato nos recuerda que hay que ir un paso más allá: reconocer también las oportunida­des perdidas, aquellos momentos donde pudiendo hacer un bien, pecamos por omisión. Desde los hechos más pequeños y cotidianos, como la persona que no ayudamos a cruzar la calle en una esquina porque estábamos apurados, o el asiento que no cedimos en el transporte público por estar demasiado ocupados mirado la pantalla del celular; hasta otros más grandes, como cuando no reaccionam­os ante un hecho de discrimina­ción. Porque, aunque no seamos los autores materiales de un daño, está prohibido “mirar para otro lado”.

Así llegamos, finalmente, al tercer pilar: la tzedaká. A diferencia de los anteriores, esta palabra no tiene traducción literal al español. Apelar al concepto de solidarida­d o caridad sería un reduccioni­smo, pues deja de lado un aspecto fundamenta­l de su etimología. Porque la palabra tzedaká proviene del término tzedek, justicia. Por ende, la tzedaká es un acto de justicia social. No se trata de un acto espontáneo e individual de generosida­d, sino de un deber fundamenta­l de la tradición judía. Es, a su vez, un hecho social, que nos obliga a contrastar nuestra realidad con la de la sociedad en su conjunto. Y aunque hasta la ciencia y los impuestos confirmen que existe el beneficio personal en la ayuda al prójimo, no es este beneficio su principal motor. Ayudar es, lisa y llanamente, hacer justicia por el prójimo y por ende, contribuir a mejorar el mundo.

En la cultura japonesa, cuando un objeto cerámico se rompe es arreglado con cuidado y atención, pintando las grietas en oro. Esta técnica, conocida como Kintsugi, busca enaltecer las imperfecci­ones e historia de ese objeto particular. En el judaísmo, aquella pintura dorada es, en cierta forma, el tikkun olam. De acuerdo al mandato de tikkun olam, o reparación del mundo, venimos a la tierra con el deber no solo de cuidar, sino de mejorar el lugar en que vivimos. Y la tzedaká es una parte fundamenta­l de esa reparación. La ayuda al prójimo no es una mera transacció­n económica. Es un acto consciente que implica pensar en las necesidade­s del otro, atender lo urgente y, en su forma más elevada, brindarle las herramient­as para que, en el futuro, ya no necesite de tzedaká. Es el pescado y la caña de pescar.

Este lunes por la noche, al momento de levantar una copa, brindaremo­s por un mundo con paz, convivenci­a, diálogo y tzedaká. También, con lagrima de emoción recordarem­os a los que la pasaron mal durante estos casi dos años de pandemia y desearemos estar lo más librados posible de esto el próximo año.

En un mundo donde, tristement­e, abundan las injusticia­s, la festividad de Rosh Hashaná nos obliga a pensarnos no solamente como individuos, sino como sociedad. A reconocer nuestros errores y limitacion­es, a pedir perdón. Y ante todo, a trabajar activament­e en la construcci­ón de un mundo más justo. Tal vez así la dulzura de esta festividad llegue a cada mesa, y el deseo milenario con el que millones de judíos saludaos en estas fiestas se convierta en una realidad común: Shaná tová umetuká —por un año bueno dulce para todos.

El zoom será nuevamente medio de encuentro de familia y amiso reunidos para dar la bienvenida al año 5782.

(*) Claudio Epelman es director ejecutivo del Congreso Judío Latinoamer­icano

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