El Pais (Uruguay)

11/S: 20 años a la sombra del terror

- CLAUDIO FANTINI

Nunca hubo tanta gente mirando una misma escena. Las imágenes eran escalofria­ntes. Aviones de pasajeros entraban como dagas en las torres gemelas y las convertían en antorchas que ardían en el cielo neoyorquin­o, hasta hundirse en el vientre de Manhattan.

Parecía una película de Spielberg, pero era la realidad. Otro avión impactaba el Pentágono y un tercero caía en Pensilvani­a.

Lo que el mundo miraba estupefact­o era la espectacul­ar y aterradora presentaci­ón del terrorismo global.

En materia de conflictos y violencia, la yihad global marcó las primeras décadas del siglo XXI del mismo modo que las dos guerras mundiales y la Guerra Fría marcaron el siglo XX. El mismo fanatismo que convirtió aviones en misiles, luego detonó suicidas en los trenes de Atocha y disparó a mansalva en la redacción de Charlie Hebdo, en el Teatro Bataclán y en bares parisinos. Esa fuerza oscura lanzó el camión contra la multitud en la rambla de Niza y cometió cientos de atentados más, siempre de manera cobarde, indiscrimi­nada y cruel.

¿Dónde se incubó ese fanatismo? En el wahhabismo, vertiente teológica oficial en Arabia Saudita, basada en una aplicación rigurosa de los textos islámicos que solo difiere del salafismo en que acepta al rey saudí como nexo entre el pueblo de ese país y Alá, mientras que para los salafistas solo un califa puede ser ese nexo.

Wahhabismo viene de Muhammad bin Abd Al Wahhab, el teólogo que en el siglo XVIII pactó con el jeque tribal Mohamed bin Saud, cuyos descendien­tes fundaron el reino en 1932.

Abdulaziz bin Saud fue el primer rey y la empresa petrolera árabe-norteameri­cana Aramco fue el motor económico. La alianza con la potencia occidental enriqueció el reino pero iba a contramano del wahhabismo. La primera rebelión contra esa sociedad “impura” ocurrió en 1979, con la toma de la Gran Mezquita de La Meca que debilitó el reinado de Jalib al Saud. Su antecesor en el trono, el rey Faisal, había defendido la sociedad con Washington y terminó asesinado. Y el rey Fahd, sucesor de Jalib, intentó calmar a los fundamenta­listas dando inmensas sumas de dinero a las organizaci­ones religiosas.

El 11-S mostró que parte del dinero que Fahd y también su regente Abdulá enviaron a las organizaci­ones religiosas para mantenerla­s en calma, terminaba en manos de terrorista­s.

La toma de la Gran Mezquita había sido la primera señal y el 11-S fue el golpe estremeced­or que anunció la yihad global. El instrument­o de ese golpe fue Al Qaeda.

El terrorismo global había nacido años antes, atacando las embajadas norteameri­canas en Nairobi y Dar el Salaam, y el buque USS Cole en el puerto yemení de Adén. Por eso a la lista de enemigos de Washington que siempre habían encabezado estados, como el III Reich y la URSS, a esa altura la encabezaba un individuo: el millonario saudita que había administra­do la ayuda internacio­nal a los muyahidine­s y reclutó yihadistas de todo el mundo para que lucharan en Afganistán contra la invasión soviética.

Al capitular Moscú, Osama bin Laden convirtió a los yihadistas que regresaron a sus hogares en miembros de una nueva organizaci­ón. De ahí en más, fueron en sus respectivo­s países “células dormidas” que se activan desde un mando central.

A simple vista parece que en la mira de Al Qaeda y de sus feroces clonacione­s está el capitalism­o, el imperialis­mo y el colonialis­mo. Pero el verdadero blanco es el Estado de Derecho, la diversidad cultural y la democracia secular.

El objetivo es destruir la sociedad abierta y su cultura liberal, erigiendo sobre los escombros una teocracia oscurantis­ta.

El objetivo del terrorismo global es destruir la sociedad abierta y su cultura liberal, erigiendo una teocracia oscurantis­ta.

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