“Abre los ojos, Uruguay”
Ami viejo, que nació en Nuevo París, hijo de un tornero y un ama de casa, le costó años entender la conciencia de clase. No sé cuándo la entendió. Pero nada más fue necesario. No hay que enojarse con la chetada, hay que construir esa conciencia”, escribió en una red social el ex intendente de Montevideo Christian Di Candia, al día siguiente del referéndum.
Con lo de “la chetada”, se refería a una extravagante nota de un informativo, que entrevistó a una muchacha que festejaba el triunfo del No en un auto de alta gama.
En el afán victimista que está caracterizando a este nuevo Fa-pit-cnt, los mesiánicos de siempre aprovecharon esa minúscula anécdota para insistir en que todos los ciudadanos que votamos por No somos como esa persona, hablamos como ella y disfrutamos de las mieles de la riqueza, mientras ellos, los que optaron por el Sí, son “el pueblo”.
Lo interesante de la anécdota es la supuesta sabiduría progre que trasunta Di Candia con su mensaje: no hay que enojarse
Secretario de Presidencia con los villanos de la película, lo que supongo que querrá decir que no hay que insultarlos, ni arrebatarles sus fortunas por la fuerza; hay que construir “conciencia de clase”, o sea, la pertenencia a un sector, definida como el rechazo al contrincante que lo oprime.
Ya pasaron más de 30 años de la caída del muro de Berlín, pero el verso de la lucha de clases se sigue declamando en Uruguay, como si continuara vigente. No se enteraron todavía de que las sociedades modernas, incluso las que se definen socialdemócratas, abandonaron hace ya mucho ese prejuicio oscurantista y apuntan a una convivencia social armónica, donde los Estados incentiven el crecimiento de los emprendedores y, al mismo tiempo, regulen las relaciones laborales para evitar injusticias.
Que uno de esos ignotos tuiteros que se escudan en el anonimato para propagar estupideces diga algo así, vaya y pase. Pero que lo exprese un dirigente que incluso llegó a ocupar el cargo de intendente del departamento más poblado del país, ya empieza a ser preocupante.
Hubo dos respuestas al comentario de Di Candia que no tuvieron desperdicio. En la primera, el intendente de Rocha, Alejo Umpiérrez, le replicó: “Christian:
nací en un pequeño pueblo del interior. Mi padre era bolichero casi analfabeto y mi madre ama de casa, mi abuelo chacarero. Me inculcaron estudiar y trabajar. Nunca odiar. Me enseñaron a superarme y crecer. A competir contra mí mismo. Esa es la conciencia a construir”.
Y desde otro punto de vista pero con la misma razón, un migrante cubano llamado Carlos Abel Olivera escribió a su vez: “Mi abuela nació en Cuba, en una casa de madera y piso de tierra (14 hermanos). Limpiaba pisos desde los 7 años. Terminó el liceo estudiando de noche. Creó un próspero negocio: fábrica de zapatos. Vinieron los de “conciencia de clase” y le quitaron todo. Abre los ojos, Uruguay”.
Qué lección, ¿verdad?
Si la leyó, Di Candia debe haber descubierto algo que no creía posible: que no hace falta haber nacido en cuna de oro para creer en la libertad y defenderla contra cualquier tipo de opresión: incluso la de los iluminados que invocan igualdad y terminan forjando dictaduras sanguinarias.
El problema no es el ex intendente montevideano. Ni siquiera lo es el Frente Amplio al que responde. El verdadero
“Es muy difícil establecer un acuerdo de precios por la inestabilidad de esta coyuntura de guerra en Ucrania”. Alvaro Delgado
Ya pasaron más de 30 años de la caída del muro de Berlín, pero el verso de la lucha de clases se sigue declamando en Uruguay, como si continuara vigente.
trancazo está en la supervivencia de modelos ideológicos caducos, dramáticamente desmentidos por la historia que, aunque vegetan en las mentes de pequeños grupos de fanáticos, aún tienen la capacidad de contagiar de prejuicios a vastos sectores de la población.
¿Es necesario que los migrantes cubanos y venezolanos que viven en el país nos tengan que explicar eso tan obvio, a partir de sus propias y dolorosas experiencias? ¿Acaso no bastaría con recibir la herencia ideológica de nuestros bisabuelos y abuelos, que formaron a sus familias en la ética del esfuerzo, la educación y el trabajo?
¿De dónde viene tanta soberbia violentista e ignorante?
En muchos hogares, ¿se enseña como antes a respetar al policía, al médico y al maestro, o se los estigmatiza como representantes de una clase dominante opresora que hay que combatir?
El sistema de enseñanza, ¿está fomentando los valores que convirtieron a nuestro país en una democracia modélica, o promoviendo otros nuevos, basados en un sectarismo resentido?
Vaya si cabe una gran responsabilidad a la urgente e imperiosa reforma educativa.