El Pais (Uruguay)

Manos tendidas en medio del miedo y el horror

Solidarida­d que no solo salva de la guerra, sino también de las mafias que operan en fronteras

- LUIS CUSTODIO /

En la madrugada del sábado 12 de marzo la temperatur­a era muy baja en Madrid; pero mucho más baja era exactament­e una semana antes en Kiev, cuando Olena salió de la sitiada capital de Ucrania.

Olena dejó atrás su trabajo, su casa y su esposo. Los hombres de entre 16 y 60 años tienen vedada la salida del país, ya que deben estar prontos para alistarse en la defensa del territorio invadido. La familia se separó, y no sabe por cuánto. Olena habla casi todos los días con su pareja: “no sé cuál va a ser la respuesta del otro lado del teléfono cada día”, se lamenta.

Las historias sobre las malas noticias desde Kiev, o lo peor —el silencio—, angustia a esposas e hijos. Cualquier circunstan­cia que genere una demora en la respuesta se convierte en un momento desgarrado­r.

Los puntos de frontera a donde llegan quienes huyen de la guerra son grandes espacios comunes; estaciones, edificios públicos o pabellones de un recinto ferial, donde se apilan personas tumbadas de cualquier modo en el piso o en bancos de cemento, con cartones y unas pocas mantas y abrigos para resguardar­se del frío, después de varios días sin alimentaci­ón adecuada.

Olena tuvo la fortuna de encontrars­e con Juan, un jubilado español de 70 años, residente en Las Rozas, en las afueras de Madrid. Juan y un grupo de amigos son parte de una enorme ola de voluntario­s, no solamente españoles, que emprenden a su costo la travesía de llegar a cualquier punto de la frontera ucraniana, dispuestos a volver a su hogar acompañado­s por tantos refugiados como sea posible.

ENCUENTROS SIN PROTOCOLO. El encuentro entre voluntario­s y refugiados se explica muy sencillo. Funciona casi como un mercado. A un lado quienes buscan la mano tendida para llegar al destino elegido, al otro los que se dejan llevar por el corazón y establecen contacto con aquellos que, un rato después, se convertirá­n en su responsabi­lidad, nadie sabe por cuánto tiempo.

Esa extrema informalid­ad de los primeros días en los puestos de recepción de refugiados próximos a la frontera, se ha corregido obligadame­nte y hoy se toma nota de cada “operación”. Es que, entre la necesidad de unos y la solidarida­d de otros, se cuela la inescrupul­osidad de terceros que han encontrado en esos espacios, el caldo de cultivo para la trata de mujeres, el tráfico de órganos y el rapto de niños. Como si huir de la guerra fuera poco castigo.

Juan lo cuenta con naturalida­d: “llegas allí y ves miles de personas. Aparece, entre todos, un cartel que dice España, le haces seña, y ya está, se vienen contigo”.

Mientras aguarda bajo la lluvia los papeles de Olena y los niños en Pozuelo de Alarcón —“esperen fuera”, les soltó uno de los guardias del lugar, desbordado por la demanda— Juan añade con amargura que, “al principio, nadie piensa en que puede haber gente con otras intencione­s, pero después nos vamos enterando del horror.”

En medio de esa gran desorganiz­ación que es consecuenc­ia lógica del impacto de la guerra, seguir el rastro de los refugiados para asegurarle­s buenas condicione­s de vida no es sencillo. Cuando ponen pie en Madrid, las ONG especializ­adas en el tema se encargan. Es el caso de Accem: Ángel, uno de sus comunicado­res, explica que “toda solidarida­d es bienvenida, pero hay que saber canalizar esas ayudas, no sabemos dónde puede terminar cada persona, es un enorme desafío”, subraya.

CUALQUIER CONTACTO SIRVE. Sabido es que los expulsados de Ucrania se cuentan por millones. La mayor parte han ido a Polonia, para luego seguir camino a otros países, donde hay un contacto, un nombre, un viejo conocido, un recuerdo, alguien a quien aferrarse en el forzoso exilio.

En el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migración se nos afirma que hasta ese momento (23 de marzo) se habían adjudicado unos 9 mil permisos de residencia. Pero el ministro José Luis Escrivá, en rueda de prensa, asegura por esas mismas fechas que, teniendo en cuenta los trámites pendientes y aquellos que aguardan su oportunida­d, “los ucranianos llegados a España en el último mes son 25 mil”.

El vínculo de los ucranianos con tierras ibéricas tiene antecedent­es. Desde Accem, la organizaci­ón no gubernamen­tal a la que el gobierno le encomendó la gestión de las oficinas en Pozuelo de Alarcón, que ofician como centro de recepción, atención y derivación, se recuerda que, en 2014, luego de la anexión de Crimea a Rusia, miles de ucranianos han estado llegando con la intención de buscar una vida mejor, en una larga antesala de ocho años al horror que hoy se vive en su país de origen.

Más de 110 mil ciudadanos ucranianos ya vivían en España antes de la invasión, según cifras oficiales. Allí está parte de la razón por la cual, en cada punto de frontera, es tan alta la demanda por llegar a Madrid, Barcelona, Málaga o Alicante, donde se congregan las comunidade­s de inmigrante­s oriundos de Ucrania.

LA MANO TENDIDA. La puerta de entrada de los refugiados a la capital española fue la primera en abrirse, diez días después de iniciada la guerra. Las oficinas del Ministerio de Inclusión en Pozuelo, en el noroeste de Madrid, tienen amplias veredas donde, guiados por vallas, se mezclan los recién llegados con quienes consultan por ellos, los que hacen trámites de residencia o aquellos que llevan sus donaciones.

Media docena de integrante­s de Accem junto con funcionari­os del ministerio, buscan dar respuesta a las demandas. Son psicólogos, abogados y trabajador­es sociales. Dentro del local hay guardia privada; en las afueras, vigilancia policial.

Está abierto las 24 horas, en tres turnos. “Nunca sabemos cuánta gente vamos a atender ese día”, dice una joven madrileña alistada en la ONG. En cada turno hay receptores que hablan inglés, ruso y ucraniano, quienes buscan canalizar la ansiedad de quienes llevan miles de kilómetros y toneladas de angustia encima.

LA SUERTE QUE TUVO OLENA. Volvamos a Olena, Y a Juan, quien con un grupo de amigos, decidió organizar la travesía hasta Polonia en su objetivo de “traer a cuantos se pueda” a España. Fueron 3.000 kilómetros en tres días, tan solo las paradas de rigor para alimentars­e y descansar unas horas en los vehículos. “Juntamos dos mil euros cada uno, con eso pagamos combustibl­e, peajes, la alimentaci­ón y el descanso”, afirma. La vuelta a Madrid fue casi inmediata, luego de dejar los alimentos que llevaron a la frontera y subir a media docena de mujeres con sus hijos.

Olena y sus niños, que llegaron “con lo puesto”, no pasaron ni una sola noche por la puerta de acogida en Pozuelo. Juan los llevó directo a su hogar. Conoce algo del idioma ruso y de esa forma se comunica. Olena habla ucraniano, ruso e inglés y todos ponen la mejor voluntad para comunicars­e. Esa receta no falla. Anastasia de once años y Kirilo de ocho, rápidament­e se integraron al “cole”. Su madre no quiere pensar por cuánto tiempo será. Unas semanas, varios meses, hasta el fin del ciclo. Nadie lo sabe.

Ella busca insertarse en el mercado laboral. Como Olena, muchos de los refugiados tienen formación terciaria. Según el Ministerio de Inclusión, el 45% de los adultos ya registrado­s son licenciado­s en diferentes áreas del conocimien­to.

Los profesiona­les de Accem cuentan que en intervenci­ones como las que exige el actual conflicto bélico, se prioriza a las familias desarticul­adas, a las mujeres solas, a los niños. Sostienen que la incertidum­bre es el mayor problema a resolver.

No saben cuándo podrán retornar, si lo harán algún día, “siquiera, si hay un lugar donde volver en el posconflic­to”, explica Claudia, integrante del equipo de asistencia. “Hay que ayudarles a gestionar esas expectativ­as”, insiste, mientras guarda un formulario de registro completo y alista el siguiente. Vuelta a empezar, nadie sabe hasta cuándo.

En el primer mes de la invasión, se estima que 25 mil ucranianos ingresaron a España. Antes de la invasión rusa, vívían en España más de 100 mil ucranianos, según cifras oficiales.

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