El voto imposible
Empecemos con una infidencia. Días atrás participamos de un encuentro de gente que escribe opinión en El País. Allí (¡oh, sorpresa!) dominaba la mirada favorable al gobierno, y se hacía autopsia del referéndum, con dos posturas extremas. Los optimistas se felicitaban por la victoria. Y los pesimistas cuestionaban que si con un presidente con gran imagen, economía creciendo, y la pandemia en retiro la diferencia con la oposición era 1,5%... el 2024 pinta difícil.
Más interesantes eran las sugerencias sobre qué debería hacer el gobierno para mejorar su base popular. Porque aparecían allí planteadas con inusual crudeza dos miradas políticas bien opuestas. De un lado, quienes creían que el gobierno debía “aflojar la cincha” y derramar dinero para que la mejora en las cuentas públicas pueda ser percibida por la gente de a pie.
Del otro los que señalaban, no sin una lógica “sopapeante”, que cuál es la utilidad de dedicarse a la política si al final del día terminás haciendo lo mismo que siempre criticaste de los otros. Y que lo que había que hacer era acelerar con re
MARTÍN AGUIRRE formas y cambiar al país de manera más profunda. Este discurso recibía como respuesta: “¿Querés ver de nuevo a los Andrades, Carreras, Oleskers gobernando?”
Todavía más jugoso para el testigo forense de este debate era cuando los analistas se ponían a barajar ideas sobre qué podía hacer el gobierno con el fruto de ese afloje de cinto. Desde bajar precios de productos básicos, pasando por aumentar el apoyo a los sectores menos favorecidos. Hasta que un tertuliano sugirió aumentar las deducciones del IRPF.
“¡Olvidate!”, se escuchó desde el fondo. “Eso no te mueve la aguja. En Uruguay el IRPF lo paga poca gente, y de esos los que no te votan no lo van a hacer ni aunque les regales un cero kilómetro”.
La respuesta, fría como un marronazo, cierra con una obsesión de este autor. Y es cómo hay un sector ilustrado y poco compatible con algunas ideas que dominan hoy al FA, pero cuya visión política se define por una cuestión emocional y cultural.
Pocas cosas dejaron esto más en evidencia que el debate sobre la ley de urgencia.
A ver: toda persona que más o menos entienda algo de la realidad del país sabe que el desafío existencial que enfrenta hoy Uruguay tiene que ver con la educación. No hay país que pueda insertarse de manera exitosa en el mundo actual, que pueda gozar de los beneficios de esta era de prosperidad impensable hace medio siglo, teniendo a la mitad de sus jóvenes sin terminar el liceo.
De la misma forma, todas las personas que entienden de educación, de todos los partidos, tienen una idea más o menos clara de lo que hay que hacer para mejorar. Pasa por reducir la burocracia, brindar conocimientos más ajustados a las necesidades concretas de los estudiantes, y dar más autonomía a los liceos para que se adapten a sus realidades particulares. Los únicos que se oponen a esta visión son los sindicatos que por delirios ideológicos o por defender cuotas de poder, ni siquiera reconocen la crisis. Pero esta gente políticamente es irrelevante, y sus opciones electorales concretas suelen lograr resultados ínfimos.
La LUC volvió a mostrar el problema que impide resolver este nudo gordiano. El gobierno incluyó allí cambios mínimos (alguien diría insignificantes), pero que van en la dirección que todo el mundo sabe que hay que ir. Y sin embargo, un 48% de los uruguayos votó en contra.
Más indignante, en ese 48% votó mucha gente que entiende todo lo que acabamos de decir. De hecho, en las redes sociales uno podía ver a personas así, que con creatividad digna de mejor causa, buscaban excusas de todo tipo y color para oponerse a la LUC, reconociendo incluso que atacaba este tema que suele ser su obsesión vital. ¿Por qué?
Es algo parecido a lo que ocurrió cuando en el gobierno de Vázquez, gente como Filgueira o Mier intentaron llevar adelante algunos cambios en la línea lógica. Al mínimo choque con los gremios, el propio Vázquez terminó agachando la cabeza y soltando la correa a María Julia Muñoz para que diera aires a su talento de barra brava y los defenestrara públicamente ante la sonrisa victoriosa de los “gordos” de Fenapes.
Es tan insólito, que ni siquiera tiene lógica política. Si otro partido está dispuesto a hacer los cambios que sabés que hay que hacer, y pagar el costo político que ellos impliquen, ¿por qué te vas a oponer?
La única explicación tiene que pasar por la sicología. Hay algún tema mental, cultural, emocional, que hace que un porcentaje alto de los sectores ilustrados del país, puestos en la disyuntiva de hacer lo que saben es correcto, prefieren claudicar antes que enfrentar la ira y las acusaciones de traición de parte de gente con la que comparten alguna tradición política.
Mientras ese vínculo temeroso, irracional y tóxico siga saludable, mientras no se logre romper esa lógica de pertenencia casi futbolera, parece difícil que se logre avanzar en los problemas de fondo del país.