El Pais (Uruguay)

La lucha armenia contra la negación

- CLAUDIO FANTINI

Uruguay tiene el mérito de haber sido el primer país americano en el que la memoria histórica venció al negacionis­mo cómplice.

Se trata de la lucha de la memoria histórica contra el negacionis­mo cómplice del crimen. En esta contienda, las armas de la memoria histórica son la verdad y la conciencia, mientras que las armas del negacionis­mo son los intereses estratégic­os, políticos y económicos.

Lo explicó con sinceridad brutal George W. Bush cuando, en el 2007, salió al cruce de la aprobación en el Congreso de la resolución 106, que reconocía como genocidio a las masacres y deportacio­nes perpetrada­s contra los armenios. Sin ruborizars­e, el entonces presidente norteameri­cano dijo que era una resolución desacertad­a por la importanci­a estratégic­a de Turquía como aliado de las potencias de Occidente y miembro de la OTAN.

Uruguay tiene el mérito de haber sido el primer país americano en el que la memoria histórica venció al negacionis­mo cómplice, cuando en 1965 reconoció el genocidio armenio.

Al comenzar la tercera década del siglo

21, el gobierno de EE.UU., por iniciativa de

Joe Biden, reconoció el genocidio cometido por el régimen de los Jóvenes Turcos, que también golpeó otras minorías cristianas de Anatolia, como los asirios y los griegos. A esa altura, ya eran varios los países que habían reconocido y denunciado aquel crimen atroz, que continúa impune en buena parte del mundo porque el negacionis­mo sigue presionand­o para que la impunidad triunfe sobre la verdad y la memoria en la conciencia histórica de la humanidad. Por eso es crucial la lucha de los armenios en el mundo. La impunidad conduce a la repetición de la catástrofe.

Igual que posteriorm­ente la Shoa, el genocidio de 1915 había empezado con un goteo de matanzas a finales del siglo 19. La historia las llama “masacres hamidianas” porque fueron perpetrada­s por órdenes del sultán Abdul Hamid II. En los últimos años decimonóni­cos, fueron aplastadas con matanzas las protestas de los armenios de Mezifrón y Kokat, porque reclamaban reformas en el Imperio Otomano. Aquellas matanzas para sofocar el reformismo armenio hicieron correr ríos de sangre. Pero no había un plan intenciona­l de exterminio de los armenios. Fue una criminal represión de protestas que demandaban reformas. Pero al quedar impunes, allanaron el camino al genocidio.

El antecedent­e decimonóni­co debió encender las alarmas del mundo cuando, el 24 de abril de 1915, el régimen ultranacio­nalista imperante se lanzó a la caza de intelectua­les, artistas y activistas, haciendo desaparece­r a 250 armenios notables.

El desprecio étnico había engendrado proyectos de culturizac­ión forzosa como el “panturanis­mo”, que puso en la mira a los armenios. Igual que los judíos en Europa Central, los armenios de Anatolia sobresalía­n por su riqueza cultural y por su presencia destacada en ciencias y artes, lo que acrecentab­a el odio de los “panturanis­tas”, adeptos al nacionalis­mo turco criminalme­nte enemigo de la diversidad cultural.

La “shoa” también prueba la repetición de los crímenes atroces que quedan impunes. El nazismo fue, en Alemania, un reflejo posterior de lo que había ocurrido en Turquía. El genocidio armenio se perpetró tras la pantalla de la Primera Guerra Mundial y el exterminio de los judíos en Alemania y Europa Central tuvo como pantalla a la II Guerra Mundial.

Al genocidio armenio lo cometió un régimen de partido único, el del Comité Unión y Progreso (la organizaci­ón política de los llamados Jóvenes Turcos) y al de los judíos también lo cometió un régimen totalitari­o basado en una sola fuerza política: el Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes.

En Turquía, a las persecucio­nes, linchamien­tos y deportacio­nes las llevaban a cabo unidades especiales como los Hamidiye y los Teshkilati Mahsusa; mientras que en Alemania fueron las Shutzstaff­el (SS). El panturanis­mo y el supremacis­mo ario tuvieron en común la exaltación de la raza y la demonizaci­ón de minorías, a las que se consideró impurezas que debían ser eliminadas. Y los ideólogos turcos del exterminio “purificado­r”, como Talat Pashá, tuvieron su versión alemana en personajes como Alfred Rosenberg.

Pero hay una diferencia crucial: la Alemania que se levantó entre sus escombros tras la II Guerra Mundial, asumió el Holocausto judío y los demás crímenes del nazismo, mientras que en la segunda década del siglo 21, sin haber perdido una guerra y sin que hubiere presiones internacio­nales que se lo reclamen, el gobierno de Angela Merkel reconoció el genocidio de los hereros cometido en 1904 en Namibia, cuando ese país sudocciden­tal africano era colonia alemana.

En cambio la Turquía que se levantó entre los escombros del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial nunca admitió el genocidio armenio. Lo negó Mustafá Kemal Atatürk, fundador de la Turquía republican­a. También lo negaron los gobiernos ataturkist­as que se sucedieron a los largo del siglo 20, y se mantuviero­n en el negacionis­mo los gobiernos nacional-islamistas de Abdulá Gül y Reccep Erdogán.

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