El Pais (Uruguay)

El deseo de morir es contagioso

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La semana pasada asistí a la conferenci­a que brindó en el anexo del Palacio Legislativ­o el especialis­ta holandés en bioética Theo Boer. Invitado por el grupo Prudencia, organizaci­ón de la sociedad civil que se opone al proyecto de ley de eutanasia, Boer brindó una vasta batería de argumentos en contra de esa iniciativa legislativ­a.

Para empezar, me gratificó saber que la legalizaci­ón de la eutanasia en Holanda contó con el beneplácit­o de la iglesia protestant­e de ese país, algo contradict­orio con el lugar común que se esgrime en Uruguay, de que el rechazo a la ley proviene únicamente de concepcion­es religiosas, siempre calificada­s de arcaicas y anticientí­ficas (en mi condición de agnóstico, me irrita que por mi oposición a la eutanasia me quieran meter en la bolsa de los cristianos, a quienes respeto pero cuyo dogma no comparto).

Para empezar, todos los que no somos expertos en este tema tendríamos que hacer un poquito de silencio y dejar hablar a quienes realmente saben: los expertos en bioética por una parte y, por la otra, los médicos paliativis­tas.

Digo esto porque en un debate del domingo pasado en el programa Santo y Seña de canal 4, que mantuviero­n los diputados Ope Pasquet y Rodrigo Goñi, así como en muchas declaracio­nes de connotados dirigentes políticos, surge una básica diferencia conceptual. Siguiendo a los profesiona­les que saben de este tema, Goñi es muy claro al marcar la diferencia ÁLVARO AHUNCHAIN entre la muerte con sedación paliativa (que saca de ámbito al paciente terminal hasta que llega su deceso en forma natural), y la eutanasia, donde hay una intervenci­ón consciente para matarlo. Theo Boer lo dice muy claramente: “A diferencia de la eutanasia, la sedación paliativa implica poner al paciente en una especie de coma artificial. El paciente morirá por su enfermedad y no por la sedación; no se mata al paciente”.

Por eso se equivocan quienes comparan el famoso “cóctel”, la aplicación de sedantes que lo sacan de ámbito, con la eutanasia. Sedarlo hasta dejarlo en coma es una cosa: matarlo con una inyección letal es otra muy distinta.

Por eso también le erran quienes hacen esas compulsas de opinión pública de brocha gorda, preguntand­o a la gente cosas como “si usted sufriera un dolor insoportab­le, ¿preferiría que le extendiera­n la vida o que le practicara­n eutanasia?” Ningún paliativis­ta defiende el llamado “encarnizam­iento terapéutic­o”.

Se trata simplement­e de dotar a todo el sistema de salud de los recursos para que la sedación paliativa no sea solo un privilegio de quien puede pagarla.

CAPTANDO MOMENTOS

Los que no somos expertos en este tema de la eutanasia tendríamos que hacer un poquito de silencio y dejar hablar a quienes realmente saben.

En su vasta experienci­a (fiscalizó más de 4.000 casos de eutanasia en Holanda), Boer expuso cada una de las luces amarillas que deben encenderse en torno al proyecto uruguayo.

Es muy claro al definir la “pendiente resbaladiz­a” en que se incurre con la legalizaci­ón: lo que en principio vale solo para casos de dolor insoportab­le, luego se va ampliando y los pacientes –en ejercicio de una objetable “libertad” individual, relativiza­da por la depresión– empiezan a pedir la eutanasia ante enfermedad­es crónicas y patologías psiquiátri­cas o, aún peor que eso, por sentir que son una carga para sus familiares y desear aliviársel­as, quitándose de en medio.

Hay anécdotas puntuales que son francament­e horripilan­tes.

No se trata, como dicen los defensores del proyecto de ley, de imaginar conspiraci­ones donde no las hay.

El dato de que las eutanasias se multiplica­ron por cuatro en Holanda en los últimos años es real, así como el de que más de la mitad de las actuales no obedecen al “dolor insoportab­le” sino a otras causas que reclaman solidarida­d y amparo del vulnerable, en lugar de su descarte.

Hay algo que dice Boer que me impresionó fuertement­e, porque yo también lo viví en familiares muy cercanos enfrentado­s al final de su vida: “La eutanasia también genera coacción en los pacientes que cumplen con los criterios establecid­os, que se ven sometidos al estrés asociado a la decisión que deben enfrentar en el final de la vida”.

Dicho en palabras más crudas: en no pocos asilos de ancianos, el solo hecho de contar con esa herramient­a legal los pone, en forma consciente o no, en la angustiosa opción de recurrir a ella o seguir siendo una carga –económicam­ente hablando– para sus descendien­tes.

Esto es así, está comprobado y avalado por un experto internacio­nal con mucha más experienci­a en el tema que usted y que yo, lector.

El deseo de morir, el desapego existencia­l, puede resultar seductor, si a la depresión propia le agregamos una sutil e inconfesad­a presión utilitaris­ta del entorno.

Estamos en un país con una tasa de suicidios oprobiosam­ente alta, siendo esta, al igual que la violencia de género, una gran tragedia nacional de la que poco se habla.

En paralelo, ¿vamos a abrir la puerta a una pendiente resbaladiz­a que, en el aparenteme­nte piadoso afán de aliviar a quien sufre, termine naturaliza­ndo la decisión de quitarse la vida, con el aval de la ley y el Estado?

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