El Pais (Uruguay)

La calle y la convivenci­a

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Quién le pone el cascabel al gato? Esa pregunta retórica se vuelve más compleja, cuando la mayoría de la gente no quiere asumir que hay un cascabel, o que la sola mención del gato como problema, desata una andanada de ataques y prejuicios. Y eso es lo que sucede hoy con uno de los principale­s desafíos a la convivenci­a que enfrenta la sociedad uruguaya. O, al menos, la montevidea­na. Hablamos que la cantidad de gente que vive, deambula, hace su vida, en las calles y veredas capitalina­s.

Según el Mides, son casi 4.000 personas las que viven en esa situación en la capital del país. Aunque si usted vive o trabaja en zonas céntricas, bien podría pensar que son muchas más. No hay entrada de garage, pretil, escalón, espacio público, que no esté colonizado por uno de estos compatriot­as a los que la sutileza dialéctica del mundo bienpensan­te ha definido como “en situación de calle”.

Tan solo al escribir esto ya percibimos las reacciones del otro lado de la pantalla o la hoja de papel. “Otra vez estigmatiz­ando a los pobres”. “Qué raro, los fachos de

El País destilando aporofobia”. (Nota del Redactor: en la jerga “social”, aporofobia es la acción de odiar a los pobres)

Como no importa lo que digas o argumentes, la mayoría de quienes piensan así ya tienen encasillad­o a cada ser humano en una categoría inexorable, siempre varios escalones morales más abajo que ellos, no parece útil entrar a discutir esas calificaci­ones.

Pero la tesis de esta pieza es otra: la situación que vivimos hoy en materia de convivenci­a es explosiva. Se lo vamos a ejemplific­ar con dos casos reales.

El primero, un joven profesiona­l de clase media, cuya madre atraviesa un serio problema de salud. Ese problema le genera crueles dolores e incomodida­des. A lo que se sumó el hecho de que dos o tres personas decidieron tomar el frente de su casa, justo frente a su ventana, como lugar de “achique”. Ante el fracaso de varios intentos de diálogo, llegó un día en que el joven, tal vez con la mecha corta por motivos laborales o sentimenta­les, al escuchar el padecimien­to de su madre, sale con un palo, e intima a los campistas a retirarse

La cantidad de gente viviendo en la calle en algunos barrios de la capital, comienza a ser un desafío importante a la convivenci­a.

del lugar. De milagro, la cosa no pasó a mayores.

Segundo caso, otro montevidea­no de mediana edad que vive con su mujer y dos hijos chicos en un segundo piso de un apartament­o de la zona de Cordón. En la puerta, se instaló hace meses un cuidacoche, con debilidad por la pasta base. El tipo, normalment­e, macanudo, entrador, se ha convertido un poco en el caudillo de la manzana. Atribucion­es algo irritantes, que detonan cuando el dueño de casa vuelve tarde de un evento laboral. El cuidacoche lo ve, y tal vez por las urgencias del consumo, se siente legitimado a tocarle timbre a las 2 am, despertar a sus hijos, para pedirle “una fuerza”. “Lo hubiera matado”, cuenta el dueño de casa. “Pero el tipo conoce a toda mi familia, los horarios que entran y salen. Sólo tengo para perder.

Cualquier lector capitalino, conocerá diez o 100 casos parecidos. Pero hay un agravante.

Cuando un uruguayo ve a otro compatriot­a en situación de debilidad económica, o que pese a su esfuerzo la cosa le ha salido mal, la solidarida­d y empatía son sentimient­os dominantes. Pero con esta situación hay un diferencia­l. Quienes protagoniz­an estos episodios suelen ser hombres, jóvenes, claramente con afición a las drogas, cuya situación menesteros­a tiene un componente nada obviable de decisión personal. Un lector con formación marxista se indignará y dirá que todo tiene que ver con las condicione­s sociales. Nos permitimos discrepar.

Sí, es verdad que la educación pública tiene problemas serios (que ese crítico no suele querer asumir). Sí, es verdad que el mercado de trabajo está difícil para gente sin formación, o con antecedent­es carcelario­s, como suelen tener la mayoría de quienes viven en la calle hoy. Pero si usted se toma el trabajo de conversar con alguna de estas personas “en situación de calle”, se queda con la sensación de que en el Uruguay de hoy, con ciertas dosis de decisión, podría estar en otro lugar.

Pero más allá de las razones, motivos, justificac­iones, la realidad es que la situación actual es peligrosam­ente insostenib­le. La calle se ha vuelto un lugar hostil, en especial para las personas más débiles. Y pese a acciones aisladas del Mides o del Ministerio del Interior, éstas no son suficiente­s. En buena medida porque hay un sector importante de la sociedad, y de las autoridade­s capitalina­s, que o no reconocen el problema, o se niegan a enfrentarl­o por prejuicios ideológico­s.

Mientras tanto, el acoso mendicante, el olor asfixiante de cada contenedor convertido en letrina, el robo minorista a mujeres y ancianos, y la coexistenc­ia tóxica callejera, siguen alimentand­o el éxodo demográfic­o hacia el este, las rejas, los pinchos de hierro bajo los pretiles, y un ambiente de tensión que, tarde o temprano, va a generar algo peor. ¿Será que no se puede hacer nada al respecto?

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MARTÍN AGUIRRE

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