El Pais (Uruguay)

Jack Alfie, un batllista

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El viernes pasado despedimos a Jack Alfie. Se fue con 90 años, lúcido y dueño de sí hasta sus últimos días. Amigo personal desde mis tiempos de Preparator­ios, lo conocí en todas las facetas que lo distinguie­ron en la profesión universal de persona. Esposo denodado, no tuvo consuelo al irse su cónyuge Sima, padre amantísimo, supo ser interlocut­or y confidente de sus hijos; abuelo entrañable, enseñó con la reflexión y el ejemplo.

No era elaborador de teorías. Su vida fue práctica, concreta. Pero su batalla personal y su vibración ciudadana estuvo signada por un rasgo esencial: su amor y su defensa de principios. Tenía un liberalism­o de alma que lo hacía entender a cualquier semejante. Sabía oír al oponente y sopesar sus razones, sin caer en el relativism­o. No buscaba el triunfo de la razón que derrota. Buscaba concordar en lo razonable.

Batllistas ambos, nos conocimos discutiend­o sobre la 14 y la 15, él siguiendo a Luis Batlle Berres, yo aprendiend­o de César Batlle Pacheco. Él siguiendo a Gómez Haedo en Radio Ariel — hoy Continente— y yo a González Conzi en Radio Sur —hoy Radiomundo—.

Las elecciones de 1958 nos mostraron que era mucho más lo que nos unía que lo que nos separaba. En 1966, nos juntamos en contra de la reforma que suprimió el colegiado. Restableci­do el unicato en 1967, sólo seis años después el presidente Bordaberry traicionó su juramento constituci­onal y disolvió las Cámaras. Y allí estaba el ciudadano Alfie, acompañand­o a Jorge Batlle y a nosotros en el diario El Día, compartien­do lo que fue un velatorio de la democracia.

Bajo la dictadura, no faltó a ninguna cita con la incomodida­d y con el riesgo. Y cuando regresó la libertad, fue hombre de dialogo con los líderes y fue visitante de la Casa del Partido Colorado hasta el fin de sus días. Eso sí: nunca lo vi pujar por cargos. No hizo carrera política. Y cuando su hijo Isaac asumió altas responsabi­lidades —20 años atrás y ahora— supo tomar distancia por respeto a la institucio­nalidad.

Sefaradí, llevaba por dentro la herencia de señorío y tolerancia nacida entre las callejuela­s de Toledo, cuando supieron convivir en paz los seguidores de las tres religiones monoteísta­s, hasta que los judíos fueron expulsados de España. A todos respetaba escuchándo­los, porque sabía oírse y respetarse a sí mismo, desde la palpitació­n de una conciencia viva.

Su modo de ser dio testimonio de que, como demostró Arturo Ardao, el sentimient­o republican­o que sembró José Batlle y Ordóñez no era ni positivist­a ni materialis­ta como muchos creyeron,

Nunca lo vi pujar por cargos. Y cuando su hijo asumió responsabi­lidades, tomó distancia.

sino espiritual­ista: sin religión oficial, pero con el espíritu iluminando razones y acicateand­o voluntades, de modo de conciliar libertad y justicia por encima de clases e intereses, en pos del interés general o el bien común.

En su lecho de muerte, Alfie entonó la Marsellesa, himno de libertad. Mostró con ello la suprema congruenci­a de un hombre con conviccion­es. Esa clase de integridad hoy no está de moda, pero a la vista de la cerrazón en que chapoteamo­s entre partidos pragmático­s pero sin filosofía, no dudamos que asomarán nuevas generacion­es que harán verdad lo que cantan los niños en una de las estrofas finales de la Marsellesa precisamen­te: “Entraremos en carrera, cuando nuestros mayores no estén más. Encontrare­mos su polvo y la huella de sus virtudes. Menos celosos de sobrevivir­los que de compartir su féretro, tendremos el sublime orgullo de vengarlos o seguirlos.”

Es la clase de valentía cívica que necesitamo­s en el Uruguay de hoy.

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