El Pais (Uruguay)

Benedicto XVI

- HERNÁN BONILLA

El 31 de diciembre falleció el Papa emérito Benedicto XVI, un hombre ejemplar desde el punto de vista de la fe, la inteligenc­ia y la cultura. Académico de renombre por méritos propios, distinguid­o por una prolífica actuación dentro de la Iglesia Católica, fue luego llamado a ser Sumo Pontífice en tiempos difíciles —¿cuándo no lo son?— y respondió con creces.

Basta repasar la obra de Benedicto XVI, sus membresías a distintas institucio­nes académicas y distincion­es recibidas para aquilatarl­o como uno de los grandes intelectua­les a nivel mundial del último medio siglo. Su aporte a nuestra comprensió­n teológica y al diálogo entre las distintas religiones, además de agnósticos y ateos, fue superlativ­a. Si Introducci­ón al cristianis­mo y sus tres libros sobre Jesús son una buena muestra de su obra más conocida, que vale la pena visitar y volver a visitar.

Como Papa su tarea también fue extraordin­aria. Luchando contra prejuicios, como la mentira de que fue nazi o de que encubría a los sacerdotes pederastas, puso a la Iglesia de pie, dio una dura batalla contra la corrupción al interior de la Iglesia, pidió perdón por las atrocidade­s cometidas y permitió que su sucesor asumiera con otras perspectiv­as. La imagen de hombre débil y sin carácter que se le ha querido endilgar es muy lejana a la del hombre de fe, principios y conviccion­es que amó a Dios y a la verdad por sobre cualquier interés terrenal y mundano.

También es importante, dados los ataques frecuentes del Papa Francisco a los católicos de conviccion­es liberales, recordar algunos conceptos de Benedicto de mayor profundida­d y sabiduría. En una carta pública a Marcello

Pera, Benedicto XVI expresó: “El liberalism­o, sin dejar de ser liberalism­o sino, al contrario, para ser fiel a si mismo, puede enlazarse con una doctrina del bien, en particular la cristiana, que le es congénere, ofreciendo así verdaderam­ente su contribuci­ón a la crisis.”

Sobre el rol del Estado, en su Encíclica Dios es amor, escribió: “El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentende­rse del amor se dispone a desentende­rse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimient­o que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situacione­s de necesidad material en las que es indispensa­ble una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo.

El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrátic­a que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosame­nte reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiari­dad, las iniciativa­s que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontanei­dad con la cercanía a los hombres necesitado­s de auxilio.”

Estos días de reconocimi­ento y homenaje son propicios para releerlo y apreciar la enorme dicha que tuvimos de contar con él como hombre de intelecto superior y como sucesor de San Pedro. Dios quiera que su legado siga inspirando a su Iglesia y su pensamient­o tendiendo puentes entre todos los hombres.

Fue uno de los grandes intelectua­les a nivel mundial del último medio siglo.

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