Tecno jinetes del Apocalipsis
Sócrates se negó a escribir. El dato de que no dejó nada escrito es bastante popular, pero su negación para con la forma escrita no tanto. Lo cierto es que al filósofo ateniense la escritura le resultaba un artificio peligroso. En este célebre pasaje que figura a continuación, su discípulo Platón reproduce las ideas de su maestro al respecto.
Platón, Fedro, año 370 AC
(Dice Sócrates) “Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”.
Para Sócrates, el discurso escrito sería el responsable de la propagación de la ignorancia. El uso extendido del alfabeto, la nueva tecnología que lo hacía posible, traería consigo el final de la sabiduría. Por esta razón, se negó a escribir: no creía en la escritura como una forma válida para el desarrollo del conocimiento. Quizás cueste un poco asumirlo, pero Sócrates, era un tecno jinete del apocalipsis; un pensador que profetizaba la muerte de una parte de la cultura a manos de una nueva herramienta tecnológica.
La versión contemporánea de esta postura la podemos encontrar en diversos medios de prensa o artículos académicos: “las tecnologías digitales traerán consigo el fin del conocimiento, vienen a cambiar todo nuestro saber de calidad por una versión de segunda mano que no tiene nada que ver con el verdadero conocimiento”. Esta no es una cita textual (por cortesía), pero resume el espíritu de infinidad de discursos en torno al tema. Estos son los nuevos tecno jinetes del Apocalipsis, los que (cómo Sócrates), anuncian el fin de la cultura si esta nueva tecnología se instala como lógica dominante.
El dilema en torno a las visiones apocalípticas es que por una parte tienen razón, pero la conclusión que extraen de esa certeza no es tan acertada. En el caso de Sócrates, es muy cierto que la escritura trajo consigo un nuevo modo de conocimiento. Este nuevo conocimiento era diametralmente opuesto al conocimiento basado en la palabra hablada, del que Sócrates probablemente haya sido uno de sus mayores exponentes. La escritura ofrecía permanencia y quietud a un discurso hablado efímero y dinámico; ofrecía una versión material y exteriorizada de lo que antes sólo podía existir inmaterialmente dentro de cada persona. Por lo tanto, Sócrates tenía razón: el conocimiento basado en la escritura sustituyó al conocimiento basado en la palabra hablada. Tanto así que hoy, el nombre de aquella herramienta de la que él renegaba (el alfabeto), se ha convertido en sinónimo de conocimiento y por eso hablamos de alfabetizados y analfabetos. Dónde Sócrates no tenía razón era en su convicción de que este cambio traería consigo el fin de la sabiduría; de hecho, podríamos decir que ocurrió lo contrario. Una lista de todos los avances civilizatorios que trajo consigo la escritura roza lo imposible, por lo tanto, que para muestra alcance un botón: sin la escritura no habríamos nunca sabido nada sobre el propio Sócrates; si no fuera porque Platón “traiciona” la certeza de su maestro el mundo hubiera perdido uno de los cuerpos de pensamiento más ricos de la historia.
Este razonamiento no tiene en absoluto la intención de afirmar la postura contraria, la que podríamos denominar progresismo ingenuo, la idea de que toda tecnología implica necesariamente un beneficio civilizatorio. Esta postura es tan problemática como la apocalíptica y entraña otro tipo de dificultades. El problema que ambas comparten es anteponer el juicio de valor al análisis crítico y al paso del tiempo. Lo que la historia de la evolución tecnológica muestra, una y otra vez, es que las consecuencias (favorables o desfavorables), de una herramienta sólo se constatan una vez que la humanidad experimenta un buen rato con ellas y reflexiona con experiencia y profundidad sobre qué nos permiten hacer y qué no. No hay juicio de valor certero sin un discernimiento crítico que lo anteceda.
Nota final, a modo de constatar la ironía de la Historia. En nuestro país, tuvimos la gentileza de colocar una estatua de Sócrates en la puerta de la Biblioteca Nacional. Allí quedó inmortalizado el maestro ateniense, como eterno custodio del objeto que tanto denostó en vida.
Porque claro está, para nuestra civilización, la estatua de un sabio corresponde estar donde está depositada la sabiduría: en los libros.
Mientras tanto, esta misma civilización se plantea el debate de si sólo continuará depositada allí.
Las consecuencias de una herramienta solo se constatan cuando se experimenta un buen rato con ellas.