El Pais (Uruguay)

Revolución, televisión, y paltas

- MARTÍN AGUIRRE

No estamos en el mejor momento con Cabildo Abierto. Una columna publicada hace dos domingos, que incluso arrancaba con un recuerdo a Hugo Manini Ríos, motivó que desde La Mañana se nos tildara de “protozoari­o”. Fue duro el golpe para ese medio. Si estuviera la pluma de Hugo, seguro el dardo hubiera sido más ilustrado, sutil. Y doloroso.

Sin embargo, un reclamo de ese partido esta semana pone el dedo en la llaga de un problema clave para la sociedad uruguaya. Hablamos de la exigencia de que los sindicatos tomen las decisiones con voto secreto obligatori­o.

El voto secreto es un elemento esencial de cualquier democracia. En Uruguay fue la principal conquista que logró el Partido Nacional tras sus últimas revolucion­es, y se plasmó por primera vez en una ley electoral de 1915. Un hito fundamenta­l que permitió que la constituye­nte de 1916 (donde Batlle no logró mayoría) habilitara al menos medio siglo de convivenci­a pacífica y desarrollo.

A nadie se le ocurriría en 2023 cuestionar lo positivo del voto secreto. Entonces, ¿por qué los sindicatos se niegan a aceptarlo?

No pasaron tres días desde que se conociera esa noticia, para que todo el país comprobara por qué es tan importante ese aspecto. Hablamos del escandalet­e por la ocupación del liceo IAVA. Un puñadito de no más de 50 estudiante­s, en un liceo que tiene casi tres mil alumnos, ocupó el venerable edificio, impidiendo que el resto de sus compañeros estudiara.

El motivo no podía ser más ridículo. Una pelea por ver quién manda, y donde con la excusa de cuidar un espacio que habría sido emblemátic­o de la época de la dictadura (¡por Dios, suelten!), este grupito de adictos a la atención (en inglés la expresión es más adecuada), enfrentó a las autoridade­s democrátic­as.

La cuestión no acepta dos miradas. Los chicos se apropian de un espacio público por la fuerza, perjudican a la mayoría de sus colegas, prepotean a unas inspectora­s, y le cambian la cerradura a un candado como si fueran los dueños de un lugar público.

Ante eso, reciben el apoyo del director, que encima tiene la desvergüen­za de usar el suicidio de una estudiante para justificar­se. Y cuando el jerarca es sancionado, “saltan” los mismos sindicalis­tas de siempre, y se presenta en solidarida­d la cúpula del FA.

Una referencia personal. En estos días, el autor de estas líneas hizo un comentario sarcástico en una red social, intentando aliviar la furia natural de que en un país donde el 60% de los jóvenes no termina el liceo, un grupo de púberes, fogoneados por los principale­s responsabl­es de la situación actual, perjudique­n a miles de compañeros. ¡La que se armó!

Esto es interesant­e porque desnuda una estrategia comunicaci­onal que viene siendo demasiado habitual para ser espontánea. Alguien dice algo que cuestiona los delirios de estas minorías soberbias, y primero le saltan miles de anónimos a insultarlo. Después vienen los “razonables”, que dicen “uy, qué disparate, no se puede agredir a un chiquilín, pobrecito”. Y por último viene el victimismo, (“amenazan al líder estudianti­l”). El mensaje es claro y cuasi mafioso: más te vale callarte. Y así, se va imponiendo como normal un discurso disparatad­o y que representa a un ínfima minoría.

Nada que decir del líder de los estudiante­s. Más allá del lenguaje “inclusive”, que por suerte ya pasó demoda en los lugares de donde lo copian (en 4 años acá no se habla más del tema), el tipo mostró tener más humor que todos los fallutos de la “izquierda palta” local (decirles caviar es darles demasiado nivel). Esos que mandan a sus hijos a liceo privado, (o a los 2 o 3 de Pocitos que andan bien), pero festejan estas estupidece­s que perjudican a los humildes que siempre dicen defender y representa­r.

Y huevos, con perdón de la expresión. Pararte frente a las cámaras con ese look... ¡Mis respetos!

Los que no merecen mucho respeto son los cómplices. Los sindicalis­tas que desde el primer momento estaban en la vuelta del conflicto caranchean­do. Y los políticos que fueron a buscar cinco minutos de protagonis­mo.

El 99% de los técnicos, y una mayoría de los dirigentes del FA, en privado, te reconocen que la educación es un caos, que hay que cambiar, y que el principal freno son el nicho de sindicalis­tas que creen que están en Moscú en 1917, y se asumen dueños de la educación. Pero en cuanto hay lío, corren a aplaudirlo­s. Un círculo más cercano al infierno está reservado a los nostálgico­s de su activismo juvenil, y que empatizan con sandeces como cantar contra “la burguesía”. Lo mínimo que debemos exigir a quien hace esto en 2023 es originalid­ad. Y un poco de pensamient­o propio no vendría mal.

Volviendo al inicio, si hubiera más garantías en la democracia interna de los gremios sabríamos qué representa­tividad real tienen los activistas. Eso no les daría derecho a impedir a otros estudiar, pero tendríamos más claro de qué estamos hablando.

El hecho de que un grupo ínfimo de estudiante­s se apropie de un espacio público no puede ser festejado en una democracia.

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