Ibargoyen y la persona
El 4 de mayo de 1993 murió Omar Ibargoyen Paiva. El jueves próximo se cumplirán 30 años. No movió multitudes: buscó revolucionar conciencias. Por eso, su giro existencial no merece quedar confinado entre íntimos.
Integró con brillo el Movimiento Antitotalitario del Uruguay, inspirado por constitucionalistas ilustres —Justino Jiménez de Aréchaga, Juan José Carbajal Victorica—, y ciudadanos de todas las tiendas no comunistas y no fascistas. Armó la Tribuna Libre de la Juventud que abrió El País por inspiración generosa de Eduardo Rodríguez Larreta y Washington y Enrique Beltrán.
Allá por 1954 abrazó el Rearme Moral, cuyo líder, Frank Buchman, había sido un pastor luterano que sustentaba caminos de no violencia e impulsaba la reforma de los pueblos desde la intimidad de las personas, transformadas por el perdón recíproco de disputas anteriores y por la aceptación cabal de cuatro principios: amor absoluto, honestidad absoluta, desinterés absoluto y pureza absoluta.
La expansión de la conciencia era un propósito con prestigio. El planteo tuvo resonancia en aquel Uruguay que había venerado a Gandhi, escuchado el pacifismo de Krishnamurti, y tenía asilado a Eugen Relgis. Y cuando el grupo inicial se desgranó, Ibargoyen dedicó tiempo y dinero a pavimentar las mismas rutas espirituales en distintos países de América. No buscó parecer original ni romper los moldes con planteos rimbombantes. Procuró la sencillez, haciendo filosofía para el común.
Discrepamos en varios enfoques pero mantuvimos una coincidencia esencial: hay principios que son absolutos. Lo son tales, aun cuando el error, la distracción o la pereza nos tienten a violarlos. Son tales, aun cuando se haga escarnio de ellos. Lo son porque los hechos acaecen y las cosas son, pero los valores valen, incluso después de pisoteados.
Si hoy evocamos a Omar Ibargoyen Paiva no es sólo por la estela que dejó sino por el valor creciente que adquieren los gestos de dispersos puñados humanos que se enamoran en común de una idea generosa y buscan convertirla en buena nueva, con angustia por el aquí y el ahora.
Esa clase de grupos, inspirados por distintos temas de fe o convicción, están por encima de los cintillos y las encuestas. Se ocupan de lo universal humano. Actualizan experiencias históricas para erguirse y orientar el paso entre el caos conceptual y el eclipse afectivo que amenaza a esta comarca y al planeta entero.
Nos atropella la inteligencia artificial, pero no sólo por los posibles puestos de trabajo perdidos.
Nos azota la proclamación impúdica de las intimidades. Nos descorazona la insuficiencia de los programas económicos. Nos amenaza la guerra. Nos atropella la inteligencia artificial no sólo por los puestos de trabajo: también por el riesgo de seguir perdiendo fragmentos nobles de nuestra libertad a manos de la impersonalización informática.
En ese cuadro, la esperanza de salvar lo humano radica en seres capaces de pensar en voz alta para defender la independencia del sentir y el pensar.
El Uruguay lo vio claro y fue ejemplarmente republicano cuando hizo fuerte a la persona, educándola en la frontera polémica entre el espiritualismo laico y el religioso. En cambio, cuando experimentamos con materialismos crudos y con el odio de clases que ha vuelto a instilarse, cosechamos desencuentros y empequeñecimos a la persona.
Por tanto, es tiempo de repasar soñadores como Ibargoyen, paradigma.