El Pais (Uruguay)

Universita­rios del Comcar

- KAREN PARENTELLI

PEn Uruguay hay más de 14.500 presos. De ellos, unos 180 estudian carreras universita­rias gracias a un acuerdo entre la Universida­d de la República (Udelar) y el Instituto Nacional de Rehabilita­ción (INR).

Cuatro de esos 180 contaron sus historias a El País en el centro universita­rio que funciona en el ex-comcar.

Nelson de María tiene 33, es expolicía y está preso hace cuatro años. Hoy cursa la etapa final de la Licenciatu­ra en Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales y espera terminar la carrera no solo para tener una herramient­a cuando salga, “sino como un objetivo personal de lograr un sueño”.

De 23 años, Facundo Scotto está inscripto en las facultades de Ciencias Sociales y Ciencias Económicas, pero admite que le cuestan algunas materias. Facundo dijo a El

País que a veces el ambiente no coopera para estudiar: “Antes estaba adentro de una celda con seis, siete. Yo intentaba estudiar y al final terminaba rompiendo la hoja y me sumaba”. Y recuerda: “Llegué acá y era un tumbero, pero esto te abre puertas adentro de tu cabeza que ni vos sabías que existían”.

Juan Zito tiene 36 y también cursa Trabajo Social. “Hay otro relacionam­iento y cambia la forma de ser de uno, porque encontrás paz”, contó. Unos días después de la entrevista, salió en libertad.

Edicel Peña es cubano y llegó a Uruguay en busca de un futuro mejor, pero las cosas no salieron como esperaba y cayó preso. Tiene 26 años y le espera una condena larga. Mientras tanto, acaba de empezar a cursar la licenciatu­ra en Enfermería. Para eso, tuvo que pedir traslado porque en la unidad donde estaba no había “circuito universita­rio”.

El centro universita­rio del Comcar es una edificació­n pequeña con ventanas a una de las calles internas, por la que todo el tiempo pasan presos que trabajan y otros que estudian escuela o liceo. Hay computador­as, acceso a internet, una gran biblioteca, cartelera de novedades y materiales de estudio. También un área para cocinar, un salón común y un cuarto más pequeño que funciona a veces como salón de exámenes.

En una pared se lee esta frase: “Yo soy la oveja negra de mi familia, no hay otros presos en mi entorno familiar. Pero lo que son las vueltas de la vida, soy el primer estudiante universita­rio”.

Estamos dentro de una cárcel enorme en el oeste de Montevideo, con varios sectores que operan con distintos niveles de seguridad. Y donde los presos que estudian carreras universita­rias, claro está, son aisladísim­os casos.

Para ingresar al Comcar hay que superar el escáner corporal, una estricta revisión de las pertenenci­as y retención de documentos de identifica­ción y celulares. Hay policías de la Guardia Republican­a y militares que desde torres vigilan el perímetro. También están los funcionari­os del Instituto Nacional de Rehabilita­ción (INR).

Tras pasar el portón principal de ingreso, se camina unas cuantas cuadras para llegar al centro universita­rio. El espacio se recorre con extraña tranquilid­ad. En esas primeras cuadras con cordón cuneta circulan algunos pocos privados de libertad, por momentos parece que es un barrio del oeste de Montevideo, pero basta levantar la mirada y ver que no es así. La enorme cantidad de módulos, rejas, portones y alambrados lo dejan claro.

O se puede estar unas horas y ser testigo de cómo se dan los reingresos de presos: son procedimie­ntos de gran despliegue de seguridad, policías con pasamontañ­as y armas largas, y hombres que caminan con grilletes en los pies y las manos esposadas.

La población de las cárceles uruguayas no ha parado de crecer, el hacinamien­to es casi una norma y las condicione­s que garanticen una rehabilita­ción están lejos de ser la realidad de los grandes centros de reclusión. Uruguay no tiene cifras sobre reincidenc­ia delictiva. No hay tampoco cruzamient­os de informació­n, no se sabe efectivame­nte qué cantidad de privados de libertad que accedieron a la educación formal o de oficios volvió a cometer un delito. Sí hay números actuales sobre la cantidad de presos, que rondan los 14.500.

También hay datos sobre los niveles de alfabetiza­ción. El 53% de los privados de libertad no sabe leer ni escribir, según un informe realizado el año pasado por el Ministerio de Educación y Cultura en conjunto con el INR. El promedio de edad de esas personas es de 30 años. Hay un dato positivo a tener en cuenta, el 94% de los presos uruguayos manifestó que quiere tener posibilida­des de estudiar.

De los 14.500 reclusos, unos 180 estudian carreras universita­rias. La mayoría de los que estudian viven juntos, aunque también hay algunos universita­rios que están en módulos más complejos. Según explica el operador penitencia­rio Nicola Pompilio, gestor de educación terciaria del ex-comcar, esto se debe a razones de seguridad y convivenci­a decididas por el INR, pero también a que a veces los propios privados de libertad quieren seguir en otro módulo.

En 2016 la Universida­d de la República (Udelar) comenzó a tener presencia en las cárceles. Cuatro años después, en 2020 la Udelar y el INR firmaron un acuerdo de cooperació­n mutua y se comprometi­eron a garantizar la educación. En ese momento se formó un circuito universita­rio entre las distintas prisiones para mejorar la accesibili­dad a las carreras terciarias.

La última en sumarse a este circuito fue la cárcel de Salto, en 2022. Antes habían integrado el Penal de Libertad, la Unidad 4 Santiago Vázquez (excomcar), la Cárcel de Mujeres y Punta de Rieles. En ellas hay centros universita­rios, espacios físicos dentro de las cárceles que hacen posible el encuentro de estudiante­s privados de libertad, docentes y tutores. Pero no son salones ni se dictan clases de forma tradiciona­l.

Aquí contaremos cuatro historias de universita­rios que estudian en la cárcel. Presos que decidieron dedicar buena parte de sus horas de encierro a intentar salir mejor preparados. A pedido expreso de las autoridade­s, no revelaremo­s el historial ni los delitos por los que llegaron al Comcar.

Requisas, enfrentami­entos o problemas en las celdas llevan a que a veces los presos no puedan estudiar.

“UN SUEÑO”. “Mi nombre es Nelson, tengo 33 años y hace cuatro que me encuentro privado de mi libertad”, se presenta este hombre que ahora cursa la etapa final de la Licenciatu­ra en Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la Udelar y espera terminar la carrera para tener una herramient­a al salir. Pero también dice que lo hace por su familia.

“Y porque te cambia un poco la parte psicológic­a, no es lo mismo estar encerrado las 24 horas en una celda, que acá”, dice Nelson de María en el centro universita­rio del Comcar, al que pueden acceder con suficiente “libertad” todos los estudiante­s de lunes a viernes de 8 a 16 horas.

Los presos que llegan tienen un gafete, que es un carnet de identifica­ción interno que permite caminar las cuadras que separan al módulo del centro universita­rio, sin la necesidad de que un funcionari­o los acompañe en el traslado. Ellos se desplazan dentro del Comcar, pero si son vistos en un sector en el que no deberían estar, son sancionado­s.

Nelson no sólo realiza los estudios universita­rios que alguna vez soñó estando preso, sino que también terminó la secundaria privado de libertad: “Hice quinto Humanístic­o y sexto de Derecho”, dice.

Pero acceder a los estudios no es fácil. “Hay que insistir. En un momento logré hablar con una funcionari­a y ahí me escuchó, me dijo que pensaba que era para los primeros años de liceo. Porque hay mucha cantidad de gente para estudiar, pero la mayoría es para primaria o los primeros años de secundaria”, explica.

Una vez que escucharon su historia, su vida comenzó a tomar otro camino ahí adentro, pero todavía faltaba. Porque no es solo difícil acceder, sino mantenerse. Hay que preparar parciales o exámenes junto a compañeros de celda que no están estudiando, todo esto en condicione­s precarias de higiene y hacinamien­to.

Además de estudiar, él trabajó como cocinero y también estuvo en tareas de limpieza. Ahora enseña a los demás: “Trabajo como monitor de primaria. Tenía dos grupos, uno de analfabeto­s y otro de sexto año de escuela que están ya a punto de ir al liceo. Y fue una experienci­a buena”.

—¿Cómo se enteran ustedes qué facultades pueden hacer?

—Todos los años en febrero se realiza una feria donde se presenta la oferta. Vienen referentes de cada facultad o se intenta que vengan la mayor cantidad. Dentro de todo, las ofertas son las mismas que hay en la calle. Simplement­e que hay facultades que están más presentes que otras aquí dentro. Creo que tiene que ver con el referente también, si es alguien que está más involucrad­o con el ámbito carcelario.

—¿Y vos por qué elegiste Ciencias Sociales?

—Yo ya sabía que quería hacer Trabajo Social, me gusta trabajar con personas. Arranqué el año pasado, hice el primer semestre, segundo semestre, y por suerte aprobé nueve materias. Ahora estoy en el tercer semestre, incluso me inscribí para el ciclo avanzado porque ya estoy con todos los créditos.

—Estudias pensando en el afuera, en tu egreso. ¿Esto lo ves como una herramient­a?

—No solo lo tomo como una herramient­a, sino como un objetivo personal de lograr un sueño. Así no pueda terminar y continúe los estudios en la calle. Preferí comenzar, digamos que la idea de la universida­d no fue algo que estuvo alejado de mí. Tengo esta posibilida­d, en el lugar que menos pensé quizás. Antes de caer preso era funcionari­o del Ministerio del Interior, era policía. Fue un cambio rotundo en mi vida, esto no quita que siempre trato de ser positivo y sé que este no es mi lugar definitivo.

A Nelson aún le quedan cinco años de condena por cumplir.

“YO ERA UN TUMBERO”. Facundo Scotto tiene 23 y todavía le quedan dos años más en prisión pero habla con energía sobre su presente y futuro. Confía en la educación, dice que no hay que quedarse sin hacer nada, que hay que luchar y tener objetivos, aunque reconoce que aprender esto le llevó mucho tiempo.

Cuando él recién ingresó era otra persona. “Estaba muy cerrado, no podía ni hablar. No contaba con nadie, estaba solo. Después fui accediendo a escuchar y a ser escuchado. Y ahí fui aprendiend­o que cuando querés lograr algo tenés que buscar hablar, solo no podés”, dice respecto a los operadores del INR como a los policías que trabajan en las celdas. “Todos tienen su rol, no es que le voy a hablar yo al director”, dice.

El ambiente en algunos módulos es complejo, y muchas veces no coopera con la reinserció­n. Facundo lo resume así: “Estaba adentro de una celda con seis, siete, que están todos con tremendo cumpleaños, todos en una. Yo intentaba estudiar, y al final terminaba rompiendo la hoja y me sumaba”.

Cuenta que se fue adaptando al diálogo, a bajar la pelota y controlar la ansiedad. También que, siempre que necesitó ayuda, “mal o bien la buscás y la encontrás”. Está inscripto en Facultad de Ciencias Sociales y en Ciencias Económicas, pero la realidad es que le está costando mucho, y por eso empezó un proyecto en el centro universita­rio.

Buscó su manera de seguir haciendo. Junto con otros presos fabrican jabones que se usan dentro del Comcar, pero también en otras cárceles. El sueño de Facundo es que puedan producir más cantidad para poder donar a merenderos, escuelas o refugios para gente en situación de calle. Ahora están a la espera de una visita de la Facultad de Química que les permita certificar la calidad del producto.

Hace dos años que Facundo está en la Udelar, en 2019 terminó el liceo. “Es totalmente distinto, en la facultad sos independie­nte. Vos tenés que venir, sentarte con tu computador­a, buscar material. Acordarte siempre de tu co

rreo, de tu contraseña, de qué archivo guardaste, de cuál no, de qué material necesitás”, dice. Muy distinto a lo que recuerda de secundaria, donde había clases establecid­as con profesores.

—Acá tienen referentes y tutores. ¿Ellos no los ayudan?

—Sí, perfecto, ellos están para ayudarte. ¿Pero vos vas a esperar una semana para que te expliquen algo? No podés. Te sentás y le tenés que encontrar la vuelta. Y sino están siempre los compañeros para darte una mano.

—Te adaptaste. ¿Cómo pasó eso, tuvo que ver el estar estudiando?

—Y sí. Yo llegué acá y era un tumbero, pero esto te abre mucho. Hasta te abre puertas adentro de tu cabeza que ni vos sabías que existían. Yo no sabía usar una computador­a ni lo que era un mail. Nada. Entonces, imagínate todo lo que queda por abrir. Soy un gurí todavía, sigo viviendo y experiment­ando. Me está costando y me frustran las materias (que no ha podido aprobar).

“ENCONTRÁS PAZ”. “Antes a veces se te complicaba un poco en el módulo, vos estabas con la puerta trancada y te tenían que sacar para estudiar”, cuenta Juan Zito, quien también arrancó su vínculo con la Udelar en 2019, antes del acuerdo interinsti­tucional.

Requisas, enfrentami­ento entre reclusos o problemas en las celdas todavía hoy llevan a que algunos días los presos no puedan ir a estudiar.

Juan también cursa Trabajo Social, tiene 36 años y dice que la pandemia los benefició mucho por las modalidade­s virtuales. “En 2019 éramos poquitos estudiando, tres o cuatro. Después vino la pandemia, el zoom y cambió todo. A nosotros nos ayudó. Tengo aprobado primer semestre, segundo y casi tercero como quien dice. Ahora preparé metodologí­a cualitativ­a y cuantitati­va. Salvé solo el examen de cualitativ­a”, cuenta.

—¿Con qué criterio elegiste facultad?

—¿Te digo la verdad? Yo lo elegí porque a nosotros con los exámenes nos dan un descuento (en la pena) . Y en aquel momento era la carrera que estaba más accesible. Después me terminé enganchand­o, me gusta y quiero terminarla. A veces las situacione­s de la vida son diferentes y se complica. Pero sí pienso recibirme y trabajar de esto. Yo no sabía nada, había hecho el liceo pero no sabía lo que era estudiar de verdad.

—¿Cómo ves la experienci­a con la Universida­d desde el inicio hasta ahora?

—Ha mejorado un montón. Antes no había ni computador­a (ahora comparten en el espacio del centro universita­rio, además de tener ceibalitas que sin internet pueden llevar al módulo para estudiar).

Fueron mejorando las tutorías que vienen de la calle que son una vez por semana, miércoles o viernes. También la gente acá del INR, que están todos dando una mano siempre. Se formó un ambiente bueno. ¿Viste que están los operadores ahí, nosotros estamos acá y está todo legal? No es como el trato preso-policía, que es otro, si vamos a lo que es la estructura de la cárcel. Hay otro relacionam­iento y cambia la forma de ser de uno, porque venís acá y encontrás paz.

Unos días después de esta entrevista, Juan saldría en libertad.

“Tenés que sentarte con tu computador­a, buscar el material, acordarte de tu contraseña”, dice Facundo.

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ESTUDIANTE. Un preso prepara un trabajo en una computador­a junto a una docente, en el centro universita­rio que funciona en el Comcar.
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HISTORIAS. Juan Zito (foto arriba) cursa Trabajo Social: dice que eligió eligió estudiar para “descontar pena” pero luego se “enganchó.” Facundo (foto al medio) se anotó en Ciencias Sociales y en Ciencias Económicas, mientras que Nelson (foto abajo) es un expolicía al que aún le quedan cinco años para salir. Estudiar, dice, “es un objetivo personal de lograr un sueño”.

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