La beatificación de Jacinto Vera fue uno de los hechos más importantes en la historia de la Iglesia Católica en Uruguay: se trata del primer beato del país.
Sturla: “Su figura marcó un antes y un después para la iglesia uruguaya”.
De la celebración participaron más de 15.000 personas de todo el país.
que se bautizó en la Catedral de Florianópolis, que luego llegó con su familia a Uruguay y que vivió entre Maldonado y Canelones. Que descubrió la vocación eclesiástica muy temprano y se fue a formar al colegio de los jesuitas en Buenos Aires porque en el país no había formación para sacerdotes. Que celebró su primera misa a los 28 años. Que a su regreso a Uruguay fue nombrado como vicario apostólico y que, después, aun cuando la diócesis de Montevideo no había sido reconocida como tal, el Papa lo designó como obispo y fue el primero del país. Que intentó conciliar las diferencias de la Guerra Grande, que fue un hombre respetado y querido por todos.
“Hay un antes y un después en la historia de la iglesia en Uruguay con la figura de Jacinto Vera”, dijo Daniel Sturla.
Es que, en un momento en el que la iglesia era una institución débil, golpeada por las batallas de la independencia y las posteriores guerras civiles, y estaba unida al Estado, el obispo defendió siempre sus derechos, aun cuando defender a la iglesia le significó el destierro durante casi un año.
Todas las personas que hablan sobre Jacinto Vera repiten algunas escenas, utilizan, más o menos, las mismas imágenes. Cuentan cómo, una vez, se sacó su propia ropa para dársela a alguien que no tenía. O cómo llegó a lugares de Uruguay a los que nunca antes había llegado la fe. O cómo, mientras recorría el país a caballo, se le acercaban de a miles. Hablan de su simpatía y de su sentido del humor, de sus bromas, de sus amigos. Repiten aquellas palabras de Juan Zorrilla de San Martín en su sepelio, después de que muriera en Pan de Azúcar en una misión —“Las lágrimas en este momento inundan mi alma y el alma del pueblo uruguayo, enlutado y consternado, padre, maestro, amigo. Señores, hermanos, pueblo uruguayo, el santo ha muerto” — y, sobre todo, repiten esto: que mientras vivió, Jacinto Vera fue un santo.
El término beato, del latín
beautes, quiere decir feliz o bienaventurado. Para la iglesia católica los beatos son, entonces, bienaventurados: personas que, una vez difuntas, gozan de la gloria de Dios en el cielo. Además, se les puede rendir culto público y son capaces de interceder en favor de personas que rezan en su nombre. Para que alguien sea nombrado como beato el Papa tiene que reconocerle un milagro.
El de Jacinto Vera consistió en la sanación completa de una niña que estaba al borde de la muerte por una infección
(ver recuadro). Sucedió en 1936 y ni médicos de la época ni las investigaciones posteriores encontraron una respuesta científica a lo que había sucedido.
Ayer, en medio de la celebración, dos familiares de la niña, que murió finalmente a los 89 años, subieron al altar un relicario que contenía un hueso de Jacinto Vera. Fue puesto junto a la imagen de una virgen que había pertenecido a él.
En el momento de la eucaristía, mientras el cardenal Paulo Cezar Costa decía “Tomen y coman todos de él, porque este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros”, el
Centenario se quedó en silencio absoluto.
Después se formó una fila de voluntarios que, identificados con un pañuelo dorado, llevaban un cartel que decía “comunión”. Todos los sacerdotes que estaban sentados a los pies del escenario se pararon y se repartieron por toda la tribuna Olímpica. Las personas los buscaron, comulgaron, regresaron a su lugar, cerraron los ojos, se quedaron así por un instante.
Fue entonces — quizás un poco antes o quizás un poco después— que empezó a llover como no había llovido en toda la tarde. Llovía intenso, como si el agua hubiese estado contenida durante todo el día.
No importó, como no había importado nunca. La fiesta ya estaba hecha. Uruguay ya tenía, oficialmente a un hombre a un paso de ser santo.
Entonces, desde el escenario alguien dijo “¡viva Jacinto Vera! Y todos, sin soltar los paraguas y los abrigos y las banderas, respondieron: “¡Viva!”.