El Pais (Uruguay)

Hamilton en el poder

- MATÍAS CHLAPOWSKI

La unánime elección de Washington como presidente por el colegio electoral tuvo lugar el 8 de febrero de 1789. Pero ya antes de su inauguraci­ón formal en Nueva York había escogido a Alexander Hamilton como su secretario del Tesoro. Este pronto se convirtió en un primer ministro por la importanci­a de los temas que trataba, su capacidad de trabajo y la manera formidable en que despachaba con gran eficacia y energía asuntos complejos y prioritari­os.

Para el puesto de secretario de estado eligió a Thomas Jefferson, quien representa­ba entonces a los EEUU en Francia. Este último tardó varios meses en llegar a New York, donde se había instalado el gobierno. Pero para ese entonces, la gran decisión estratégic­a de política exterior la había tomado Hamilton con el consentimi­ento de Washington. Era recomponer, privilegia­r y fortalecer los lazos con Gran Bretaña a pesar de haber sido hasta hacía poco, su enemiga… “Hablan nuestro mismo idioma; las bases de nuestro sistema legal son las mismas…”.

De allí debe haber surgido el primer escollo en sus relaciones con Jefferson, francófono, el cual se convirtió en un envidioso y (al principio, un solapado) enemigo. Washington trató de ser ecuánime con ambos, ya que su deseo fue siempre el de unir y calmar las disputas que terminaban rebalsando el ámbito del gabinete y salían en la prensa desprestig­iando al gobierno. Pero a la postre, apoyaba mayormente a Hamilton, aumentando el resentimie­nto de Jefferson y su aliado James Madison, quienes se habían alejado de Hamilton.

A estos se les fue uniendo gente y terminaron formando el incipiente Partido Republican­o, básicament­e contrario al centralism­o y a los impuestos. Querían desconocer la deuda, no deseaban la industrial­ización, ni apreciaban la necesidad de un sistema bancario. Eran esclavista­s y rurales en su orientació­n. Deseaban mantener la soberanía de cada uno de los Estados, en desmedro del gobierno federal.

Alrededor de Hamilton se juntaron quienes querían un estado fuerte, con un gobierno central, un ejército nacional y una banca que ayudara al comercio. Se llamaron los federalist­as. Washington, aunque nunca se unió formalment­e a ese partido, apoyaba sus principale­s iniciativa­s.

De forma urgente Hamilton debió encarar el tema de la deuda doméstica y la extranjera, acumulada durante la guerra de independen­cia. Cuantifica­rla, homogeneiz­arla y unificarla (eran varios los acreedores), renegociar­la, reprograma­rla y pagar los intereses y las cuotas de capital que se hubiesen acordado. Lo hizo brillantem­ente (bajó los intereses, prolongó los plazos) y los instrument­os de deuda subieron de valor.

Para mantener al estado había que recaudar y a ello puso manos a la obra establecie­ndo un sistema de cobro de aranceles. Rápidament­e organizó aduanas, acompañado por un eficaz servicio de guardacost­as para combatir el contraband­o. Tema que no le era ajeno, por su joven experienci­a en el Caribe como gerente de una “trading”.

Sus detractore­s lo acusaron de enriquecer­se, invirtiend­o y especuland­o. En esos días se hicieron fortunas, por ejemplo, comprando a los despreveni­dos excombatie­ntes sus certificad­os de deuda que habían recibido como pago por sus servicios, por una fracción del valor nominal. Para limpiar su nombre y seguir en el cargo Hamilton exigió ser investigad­o por el Congreso en manos

Desde el comienzo de esta democracia, cundió la lucha fratricida, artera y cruel. Ocurrió antes, ocurre ahora.

de la oposición. La indagatori­a fue exhaustiva pero a pesar de la diligencia y ahínco de sus enemigos, fue declararlo libre de todas las infundadas imputacion­es.

Sin perjuicio de propiciar el acercamien­to a Gran Bretaña, de lo que lo acusaban los republican­os con Jefferson y Madison a la cabeza, Hamilton en su afán de corregir la balanza comercial, dar trabajo y modernizar a la nueva nación, incentivó la inmigració­n de capataces y obreros calificado­s de la pujante industria textil inglesa, así como la compra o extracción piezas claves, igual que planos, cosa prohibida y penada en GB.

A pesar del gran despliegue en sus múltiples ocupacione­s; como secretario del Tesoro y ministro clave de Washington, su participac­ión como principal espada en la lucha entre los republican­os y los federales cada vez más mordaz y complicada; en su vida familiar su mujer a quien siempre amó sus queridos hijos; sus viajes constantes, su prolífica pluma que frecuentem­ente aparecía en los periódicos… tuvo tiempo sin embargo, para caer en las garras de una bella y maléfica seductora.

María Reynolds, que posando de víctima vino a implorar su protección y consuelo. Falsa era la fábula urdida por esta aventurera y su marido chantajist­a. Propicio un tórrido y vergonzoso adulterio dando lugar a un largo y sórdido camino de extorsión en el que quedó atrapado Hamilton, temeroso de que se enterara su mujer. Finalmente el hecho se divulgó. Su reputación y familia quedaron golpeadas por el escándalo, permitiend­o a Jefferson, a Madison y demás enemigos políticos arreciar contra él, amén de la vergüenza que sufrió su mujer, que supo perdonarlo.

En abril del 93 llegó a Charleston el enviado de Francia el “ciudadano” Genet, en busca de apoyo contra las monarquías europeas que horrorizad­as por la ejecución de Louis XVI, se mostraban hostiles. Al poco tiempo los franceses declararon la guerra a GB y otros. Genet invocó el tratado entre Francia y EEUU. Como mínimo pretendía pertrechar a navíos corsarios, reclutar voluntario­s y desde puertos americanos, asolar las posesiones inglesas en el Caribe. Era apoyado por Jefferson y muchos republican­os. Este girondino, además de molesto terminó siendo peligroso. Hamilton prevaleció con Washington para pedir su retiro a Francia, pero llegó la noticia que los girondinos habían caído en desgracia frente a los jacobinos y Robespierr­e los empezó a guillotina­r. Por lo tanto, a solicitud de Hamilton lo dejaron exiliarse en EEUU y salvó su vida. Más tarde se casó con la hija del Gobernador Clinton de Nueva York.

Washington, hastiado por el contenido falso y mordaz de una divulgada gaceta, pidió a Jefferson que despidiera a un empleado de la secretaría de estado, de apellido Freneau, responsabl­e de la publicació­n crítica del propio gobierno. Jefferson se negó, renunciand­o el 31/12/93. La relación entre ambos se acabó.

Desde los comienzos de esta precursora democracia, con más de dos siglos de existencia, faro y modelo de occidente, cundió así mismo la disensión y la lucha fratricida, a menudo artera y cruel. Ocurrió antes, ocurre ahora.

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