La sal, el Ricardito y el ridículo
De lo sublime a lo ridículo hay apenas un paso. Y vaya si esta semana hemos tenido pruebas de este axioma en las noticias que han marcado titulares. Esas que hacen que el lector no tenga claro si debe salir a la calle y abrazar al primer viandante al grito de “¡Uruguay no más!”, o correr a pedir asilo a la embajada uzbeka.
Un tema que viene robando clicks es la “crisis del agua”. Esta pertinaz sequía que lleva ya tres años de “déficit hídrico” a decir de los expertos, “la peor en un siglo”, según el modesto director de Inumet, ha generado que las reservas desde las cuales se potabiliza el agua en la zona metropolitana estén al límite. Por ello, OSE debió acudir a otras fuentes, y eso ha generado que el líquido que sale por las canillas tenga un sabor más salobre de lo habitual.
Nada trágico, salvo que vivimos en la época del ocio, las redes sociales y la cultura de la histeria frívola. Difícil definir qué es más deprimente: ver a las hordas arrasar con los bidones de agua en los súper como si vinieran los rusos, escuchar a dermatólogos recomendar “baños cortos y cremas hidratantes”, o a los políticos pelearse por quién tiene la culpa.
En nuestro caso, apuntamos sin dudas a los dermatólogos. Con el actual nivel de sensibilidad social, esa apelación es un llamado directo a agotar las existencias de cremas hidratantes en las farmacias. ¿Cómo vivimos después?
Hace por los menos 15 años que se sabe que hay problemas con las fuentes de agua en la zona metropolitana. Antes que Fernández Huidobro, lo dijo mucha gente, incluso cuando ocurrió aquel debate ridículo de la reforma constitucional, donde se decía que el hecho de que el agua fuera “de todos” nos salvaría de estos problemas. Se ve que sí.
La verdad es que nadie hizo nada. Salvo Tabaré que (tras gobernar 10 años) se fue dejando una carpetita con sugerencias y una promesa de crédito. Y algunos pretenden que lo aplaudamos.
Pero mientras intentábamos consolar a los afectados porque el café no tiene el mismo sabor con esta agua, nos cayó otra bomba. Resulta que una malvada multinacional decidió escupir sobre nuestros símbolos patrios y dejar de producir el famoso Ricardito. ¡Para qué! Una ola de indignación popular recorrió el país. Con una pasión que si realmente reflejara el consumo de esa golosina, (a la que muchos de esos mismos indignados clamaron prohibir en las escuelas y ponerle octógonos como si tuviera polonio 210), Elon Musk la estaría produciendo en vez de Teslas.
Como ya no tenemos miedo a la cancelación, vamos a decir nuestra verdad. El Ricardito es una porquería. Ya nos gustaría haber visto esta furia cuando se “mató” al Pomelo Salus o a los medallones de menta Águila. ¡Juventud perdida!
Claro que no todo ha sido tan malo, y un par de noticias nos estimularon la semana, aunque hayan pasado bajo el radar.
La primera fue un informe sobre el mercado laboral uruguayo realizado por el economista Sebastián Torres, que trabaja para una oficina local de la ONU. El estudio, que toma en cuenta aspectos como nivel de ocupación, ingresos y formalidad, muestra que a nivel regional la situación del trabajo en nuestro país es bastante buena. En los últimos 5 años, la gente que se podría calificar como con “problemas de empleo” se ha reducido de manera sostenida. Se señala que pese a la pandemia, tanto la cantidad de gente que trabaja, así como los salarios se vienen recuperando a buen ritmo. Y en particular se destaca el descenso de la informalidad, algo que no se ha visto en estos años en ningún país de la región. Que no se vaya a enterar Marcelo Abdala.
Si el lunes nos sonreíamos interiormente con esa noticia, el viernes lo hacíamos con la foto de portada de El País. Allí, la espectacular imagen tomada por nuestra compañera Estefanía Leal, reflejaba la sonriente inauguración del nuevo edificio de Primaria que la fundación Impulso ha creado en Casavalle. Una obra tremenda, que vale la pena conocer y donde un grupo de gente con dinero y buen corazón está invirtiendo en la educación de jóvenes que crecen en uno de los contextos más embromados del país.
Hace unos años el amigo Nicolás Herrera tuvo a bien invitarnos al acto de graduación de la primera generación de estudiantes del liceo Impulso, gratuito pero de gestión privada. Hablar con esos chicos, ver sus caras y felicidad, era una inyección de entusiasmo y optimismo directo al torrente sanguíneo. Y hacía pensar de por qué el resto del sistema público no puede lograr lo mismo, en vez de expulsar a los estudiantes a mansalva.
Esa tarde, la noticia era que 20 estudiantes del IPA querían cortar Avenida del Libertador, y que nuestro líder revolucionario amante de los camisones vintage, decía que no tiene por qué respetar una ley que “no lo representa”.
Lo dicho. De lo sublime a lo ridículo, apenas un paso.
Las noticias de esta semana dejaban al lector sin saber si tenía que pararse a cantar el himno, o pedir asilo en Uzbekistán.