El Pais (Uruguay)

Homero, panza llena y corazón contento

Pasó de lustrar zapatos y pedir comida puerta por puerta, a atender presidente­s y futbolista­s: las penas y grandezas de un hombre sencillo

- MANUELA GARCÍA PINTOS

Deben ser pocos los uruguayos que no conozcan, o al menos no hayan oído hablar, de Homero y su cocina. Ubicada en el eje de la ruta 8, a la altura de Mariscala, Homero ha dedicado su vida a atender la de los otros. Desde sus tiempos de mozo ha regalado toneladas de caramelos a varias generacion­es de niños que hoy, ya crecidos, traen a sus familias a seguir comiendo la comida de paso más elaborada que uno pueda encontrar. Dentro de su simplicida­d se esconde una grandeza humana difícil de encontrar.

Homero Gutiérrez empezó a trabajar a los 9 años y a los 12 se fue de su casa. Lo hizo por la necesidad más básica: el hambre. Comenzó trabajando en una cafetería muy grande que en aquel entonces existía en Minas, El Oriental. Estuvo dos años lavando vasos en el sótano del local, que ocupaba media manzana del centro de la ciudad, pero también fue ascendiend­o de posición: a barman, ayudante de sandwicher­o, ayudante de pizzero y hasta llegó a ser mozo.

En esa época también vendía diarios y lustraba zapatos en los zaguanes de las casas junto a su madre. Dos por tres les daban ropa para remendar y, generalmen­te, se iban con unos pesos y sobras de comida.

Su madre se ganaba la vida limpiando casas y su padre trabajaba en la municipali­dad, cuando todavía los sueldos de las Intendenci­as eran muy bajos. Homero era el más chico de seis hermanos y eran muchas las veces que la comida no alcanzaba. Por eso, era habitual que salieran con su madre a pedir comida puerta por puerta.

“Mamá limpiaba casas y pedíamos comida puerta por puerta, porque éramos muy pobres... demasiado pobres”, recordó con la voz quebrada.

En una bolsa de nylon llevaba a la escuela un único cuaderno y solamente un lápiz y, con mucho sacrificio, logró terminarla. Nunca tuvo una mochila ni una cartuchera y fue un niño que creció sin tocar una pelota de fútbol propia.

Un amigo del pueblo le pagó el primer año de la escuela industrial porque le explicaba que tenía que estudiar para salir adelante. Lo intentó, pero el hambre pudo más.

“Hice un año nomás y la verdad es algo que tengo pendiente, pero nunca lo pude hacer ni terminar. No te digo que me arrepiento, pero me hubiese gustado estudiar. Hoy es lo primero que le digo a mis hijos y a mis nietos. La única herramient­a que yo tuve para salir adelante fue trabajando día y noche. Probableme­nte estudiando logren llegar a otros lugares”, comentó.

Era plena dictadura y a los 12 se fue a vivir a una pensión en el centro de la ciudad, a pocas cuadras de la cafetería en la que trabajaba. Allí estuvo a cargo de unos compañeros de trabajo.

A Mariscala llegó en abril del ‘79. Lo contrataro­n en el parador de la estación de servicio que era, también, la parada de la Onda por 10 días.

Cumplido el tiempo, contiuaban requiriend­o de sus servicios. Y así siguió, siguió y siguió y lo que eran 10 días se transforma­ron en 44 años.

“Me gustó Mariscala para quedarme y nunca más me fui”, recordó.

Tiene seis hijos, cuatro nietos, una compañera de hierro y la cocina más conocida del eje de la ruta 8.

Sus hijos están todos, prácticame­nte, criados. Tiene una hija estudiando en Montevideo. Otra es enfermera. Otro carpintero. Otro trabaja en la Intendenci­a, y el resto en el parador. Todos están en Mariscala.

“Esto lo arranqué para probar suerte con los gurises. Los reuní un 4 de abril de 10 años atrás, el día de mi cumpleaños, y les plantee hacer esto. Me habían ofrecido venir como empleado, pero dije que no; entonces me lo alquilaron”, contó.

Anduvo espectacul­ar. Abrió un primero de mayo, pero la “Cocina de Homero” como tal ya existía: cocinaba viandas en su casa y las vendía para la gente del pueblo y los comensales de la ruta. También tenía un comedor con tres o cuatro mesas en su casa que lo atendía junto a su señora, Jacqueline. Iba gente del pueblo, amigos y viajeros. Al poco tiempo el living le quedó chico.

“El pueblo me ha dado mucho. Acá la gente es muy bien, pero muy bien; gente muy sana. Muy, muy, muy solidaria. Y eso es muy, muy difícil de encontrar”, comentó Homero. Y agregó: “acá viene un muchacho que tiene poco. Bueno, en realidad no tiene nada. Entonces yo le voy juntando comida... yo pasé por ahí también. A veces de un tuco me queda una presa y se la guardo. Un chorizo y se lo doy. Un pedazo de carne y se lo dejo. Él viene al mediodía y se lo entrego. Es durísimo pasar hambre. Yo pasé por ahí también. El hambre es mortal”.

El diálogo era fluido, una cosa lo llevaba a la otra y un cuento le sacaba el polvo al siguiente. Mientras se secaba las lágrimas, me seguía contando: “el hambre es de las peores cosas. Antes de ir a la escuela, pasaba por la panadería del puente Otegui. Carlos era el panadero. Claro que yo no tenía para comprar ningún bizcocho para el recreo. Él a veces me daba dos o tres del día anterior”.

“El hambre es duro”, seguía repitiendo. Es por eso que Homero no deja a nadie sin comer en su parador por falta de dinero. No le niega a nadie un termo de agua caliente, ni un café y menos un plato de comida. “Jamás cobramos un café o un té después de que la gente almuerza. Lo regalo como una especie de servicio, una atención. Creo que así tiene que ser, para darle las gracias al cliente que te da trabajo”, explicó Homero.

Siempre le gustó la cocina, porque siempre le gustó comer. Cocina todos los días y todos los días lo hace con gusto. Cazuela, matambre, mondongo, bife con papas, poroto, estofado de pollo, canelones de verduras. Cocina lo que venga y cocina con lo que tenga. Cocina con su señora y cocina con sus hijos; con casi todos, porque algunos solo van cuando la comida está en la mesa.

El 80% de sus comensales, gran parte viajeros que están de paso, piden su especialid­ad: la parrilla. Nunca se imaginó darle de comer a varios presidente­s de la República, y lo hizo. A varios jugadores de fútbol, y lo ha hecho. A ministros, primeras damas, jerarcas, cantantes y sus bandas. A todos.

Un día, cuando Homero era todavía mozo de un boliche ubicado a escasas cuadras de la que hoy es su cocina, y cuando Tabaré Vázquez aún no había sido presidente, le sirvió tallarines con tuco y le dijo que si algún día llegaba a serlo tenía que volver a comer ese plato. Él se lo prometió, pero nunca volvió.

“El Luis (Lacalle Pou) ha venido y siempre pide parrilla. Caen al parador sin avisar y le tengo que servir lo que tengo en el fuego”, dijo.

Al Homero de 9 años que está lavando vasos en el subsuelo de la cafetería más grande de la capital de Lavalleja, el Homero de 60 años de edad le diría que trabaje mucho, pero que, sobre todo, sea buena persona.

“Yo no sé nada, pero hay que ser buena gente porque a la larga es lo que más premia la vida. A veces uno se equivoca, porque es fácil equivocars­e, ¿no? Nunca tuve una bicicleta, nunca tuve una pelota, nunca fui a la escuela con la cartera (mochila). Yo tenía una bolsa de nylon, un cuaderno que decía ‘mis trabajos’ y un solo lápiz. Ni sacapuntas, ni goma, ni nada. Si caminas bien las cosas llegan; más acá o más allá, lo bueno llega. Y si haces maldades, más acá o más allá también te van a llegar. Estamos de paso y hay que aprovechar nuestro tiempo acá”, cerró.

A lo largo de la charla, Homero me invitó a tomar café, agua, cualquier tipo de bebida, utilizar el baño y hasta en algún momento me preguntó si quería picar un chorizo frío. Al final, mientras nos despedíamo­s me dio un abrazo, porque me dijo que no tenía más nada para ofrecerme. Lo que él no entendió es que ya me había dado todo.

 ?? ?? Homero Gutiérrez empezó a trabajar a los 9 años y a los 12 se fue de su casa. Tiene seis hijos, cuatro nietos, una compañera de hierro y la cocina más conocida del eje de la ruta 8. “La Cocina de Homer” comenzó a funcionar el 1° de mayo de 2013 y es parada obligatori­a de quien recorra la ruta 8.
Homero Gutiérrez empezó a trabajar a los 9 años y a los 12 se fue de su casa. Tiene seis hijos, cuatro nietos, una compañera de hierro y la cocina más conocida del eje de la ruta 8. “La Cocina de Homer” comenzó a funcionar el 1° de mayo de 2013 y es parada obligatori­a de quien recorra la ruta 8.

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