Lluvia, política y animales
Las lluvias de estos días tuvieron fuerte impacto emocional, al menos sobre los habitante de la zona metropolitana. Si bien el agua de la canilla sigue saliendo salobre, arruinando de forma cruel el café de especialidad, estos 40 mm hacen que la posibilidad de llegar a cortes se vuelva lejana.
También alivió el nerviosismo de ciertos “círculos rojos”, cuyo frenesí hacía insalubre el consumir información. Es claro que esto no es suficiente, pero es un cambio de ciclo. Si llegan a llover lo 300 mm que harían falta para dejar bien a Paso Severino, Montevideo se habría convertido en Venecia. O Paso Molino.
Otro que se debe haber sentido aliviado es el gerente de OSE Arturo Castagnino. Más allá de que el hombre estaría angustiado como pocos con esta crisis, una invitación más a un programa de TV y ya no le quedaría más remedio que repetir traje. La presencia estética de don Castagnino estos días, con esas corbatas, esos pañuelos, y una presencia casi italiana, eran una cachetada en la cara de la clásica grisitud nacional. ¡En tu cara, Pelado Cáceres!
Pero el que debe estar más aliviado que nadie es el senador Enrique Rubio, que días atrás interpeló a los ministros de Ambiente y Salud Pública por el tema este del agua. Una interpelación que, como es característico de este veterano legislador, apeló mucho a la emoción, al sentimiento. Y que tuvo un pico conmovedor cuando denunció que los perritos ya no podían tomar el agua de OSE. ¡Indignante!
Se ve que los perros del entorno de Rubio son muy delicados. Hércules, el gato que convive con este periodista, pese a su abolengo siamés, apenas uno se descuida se pone a tomar agua directamente del water. Y eso que con hijos chicos, la cisterna no se tira todo lo que sería deseable. Al menos cuando no hay crisis hídrica.
Pero esta preocupación animalista nos recordó un episodio de la última lluvia, y que refleja lo que vemos como un problema más amplio de la sociedad actual.
Viajaba el autor de estas líneas con su hija pequeña en un auto, cuando vemos delante un carro de caballo, de esos que juntan cosas en los contenedores. Iban en el carro, estoicos bajo el temporal, el conductor, un niño y un perro. Silencio incómodo ante la triste imagen hasta que la niña acota: “Pobrecito el perro, se está empapando”. ¿El perro? Pero... ¿y las personas? ¿No importan?
Por lo visto ya no tanto. Vivimos un tiempo donde la sociedad ha generado un sentido de empatía, de sensibilidad ante los animales, que por momentos resulta extraño. Alguien con vocabulario más académico ha definido esto como la “atropomorfización” de los animales, o sea, atribuirles características humanas.
El fenómeno está siendo analizado en muchos lados, y este autor lo atribuye a las generaciones formadas viendo incontables películas de Disney o documentales de National Geographic, en los que los animalitos son humanizados de una forma poco realista.
Esto explica la furia de alguna gente ante algo tan inocuo como una jineteada. O las campañas que están poniendo en riesgo de extinción el toreo, en países donde esto forma parte de su cultura, como España o México.
A ver... para quienes no nacimos con esa cultura, las corridas de toros son algo bastante salvaje y sangriento. Incluso podríamos decir anacrónico. Pero si usted nunca leyó una crónica taurina, y le gusta en algo la literatura, no sabe lo que se pierde. “Caía el sol por la espalda del Guadalquivir, pasaban las 21.00 y Morante de la Puebla se encaramaba en los más alto de la Historia. Una procesión mecía por la Puerta del Príncipe la figura mágica que se cimbreaba sobre una marea de gritos: “¡to-re-ro, to-re-ro, to-rero!”. Allí se lo llevaban, después de cortar un rabo, como si le fueran a tirar al río. Cuando en verdad le querían levantar estatuas por paseo Colón”.
Así arrancaba Zabala de la Serna su crónica de la feria de Abril en El Mundo. Tanta envidia nos daba, que llevamos el texto a una clase universitaria, para intentar compartir el gozo que nos provoca leer algo así. ¡Rechazo inmediato! Alcanzó mencionar que era algo taurino, para que los jóvenes no quisieran saber nada con él.
Es raro. Privarse de un placer estético-literario porque aborda una actividad lejana en la que se mata a un animal, pero no hay el mismo pudor al comer una entraña jugosa a la parrilla. Y cuando alcanza con ver al bueno del gato Hércules agarrar a un chingolo, y torturalo lenta y sistemáticamente hasta la muerte, sin siquiera comerlo, para darse cuenta que la sensibilidad animal tiene poca cabida en el mundo real.
Pero incluso Tarantino nos dio la espalda en estos dìas. “Mi único límite es que jamás filmaría la muerte de un animal en la pantalla. Puedo ver mil películas de terror sangrientas. Pero no puedo ver a un perro morir”, dijo el creador de Pulp Fiction, Kill Bill y otros clásicos. Si al final, va a tener razón Rubio todavía.