¿Hay grieta en Uruguay?
Puede ser uno de los típicos temas de conversación en los asados veraniegos: ¿Uruguay sufre, como el caso argentino, de una grieta política insalvable que impide grandes consensos nacionales y que todo lo bueno y lo malo lo valora según quién lo lleva adelante?
Hay quienes, como el destacado comunicador y filósofo Facundo Ponce de León en el reportaje del domingo pasado aquí en El País, niegan que estemos ante ese escenario. Y es cierto que hay algunos argumentos importantes en este sentido: aquí las instituciones democráticas funcionan con respeto por la actuación de la minoría política y por el rumbo marcado por la mayoría gubernativa que surgió de las urnas en 2019; y aquí también hay episodios simbólicos, como la visita conjunta del presidente junto a dos expresidentes provenientes de otros partidos políticos a la asunción de Lula en Brasil, que marcan cierta unidad nacional en momentos claves.
Quienes desechan a la grieta para describir al escenario político nacional también marcan diferencias con la verdadera grieta que se verifica en Argentina. Aquí no hay una mayoría que desplaza radicalmente a otra cuando llega al poder; y aquí no hay un ejercicio político marcado por el desprecio por la otra mitad del país que implique negarle derecho de ciudadanía o de convivencia en el mismo espacio nacional. En definitiva, quienes insisten en considerar que no hay grieta, apelan a la sempiterna moderación uruguaya tan valorada por el país, y a que no debe confundirse la sana, y a veces hasta muy marcada, disputa política partidaria con diferencias insalvables que hacen del espacio público dos grandes bloques separados por un abismo de valores, actitudes y proyectos nacionales.
Sin embargo, existe otra campana que sostiene que sí hay grieta en Uruguay. Ella no toma la forma exacta de la que se constata en Argentina, claro está: más allá de nuestras similitudes culturales, no nos expresamos de la misma manera ni compartimos tampoco una estructura partidaria o una socialización política cortada con la misma tijera que la de nuestros hermanos de allende el Plata. Empero, para quienes sostienen el diagnóstico de grieta uruguaya esa diferencia de forma y de expresión no quiere decir que no haya dos espacios de sentido muy distintos, de universos simbólicos radicalmente diferentes, de formas de actuar y de entender al mundo y al país separados por un abismo, entre el Frente Amplio (FA) por un lado y la Coalición Republicana (CR) por el otro.
Los ejemplos que sostienen esta tesis abundan. En primer lugar, es claro que las políticas de gobierno llevadas adelante por un bloque y el otro son muy distintas: no es lo mismo, por ejemplo, el alineamiento tras las dictaduras de Cuba y Venezuela y tras los dictados de Buenos Aires y Brasilia del FA, que la diplomacia de soberanía nacional conducida por el gobierno de Lacalle Pou. En segundo lugar, el convencimiento republicano en torno al peso de la democracia representativa tampoco es el mismo: el FA no cesa de poner en tela de juicio las grandes decisiones tomadas por el Parlamento —por ejemplo, los casos de la ley de urgente consideración (LUC) o de la reforma de la seguridad social—, mientras que los partidos que componen la CR aceptaron siempre el derecho de las mayorías políticas a la conducción legítima del país forjada en la mayoría parlamentaria que surge de las urnas.
En tercer lugar y muy importante, quienes creen que hay una grieta en Uruguay prestan mucha atención al talante leninista, a la influencia mayor del peronismo izquierdista, y al entendimiento del espacio político en el que el adversario se transforma en un enemigo, con los que comulga el FA desde hace décadas.
Si Mujica acompañó a Lacalle Pou a Brasil fue porque no está más en la primera línea electoral del FA, ya que la verdadera izquierda, devota de la grieta, es capaz de llamar a cacerolear contra el gobierno a los pocos días de que se declara una pandemia, y es capaz de mentir descaradamente en su campaña por el referéndum contra la LUC o, ahora, con relación a la reforma de la seguridad social. En definitiva, uno de los peores rostros de la grieta es, por ejemplo, esa ingrata manifestación de odio visceral contra todo lo que represente a los partidos de la coalición de gobierno, financiada por fondos públicos, que se llama carnaval de Montevideo con sus murgas orgullosamente adictas al FA.
No es fácil responder a la pregunta del título. Lo que sí es claro es que negar que aquí hay diferencias políticas y culturales radicales es vivir en Disneylandia.
Si Mujica acompañó a Lacalle Pou a Brasil fue porque no está más en la primera línea electoral del Frente Amplio, cuya nueva dirigencia es devota partidaria de generar una grieta en el país.