Arte urbano sí, vandalismo nunca más
La Intendencia de Tacuarembó acaba de publicar un sitio web que recomiendo visitar: se accede a través de tacuaremboturismo.gub.uy y presenta uno de los logros estéticos más importantes del país: el Museo Abierto de Artes Iberoamericano de San Gregorio de Polanco (Maais).
A 140 km de la capital del departamento, este balneario se convirtió en el primer museo abierto del país y de América hace ya más de 30 años. La experiencia se inauguró en 1993 y hoy cuenta con un número superior a 150 obras al aire libre, entre murales y esculturas.
La nueva web del Maais incluye un mapa con geolocalización, que permite al visitante llegar a cada una, así como también sus respectivos textos de presentación e información sobre los creadores. Es una iniciativa que distingue a San Gregorio de Polanco y demuestra la importancia del arte como signo de identidad cultural y atracción turística.
Los imponentes murales fueron diseñados por artistas de todo el país, a los que se sumaron otros de Brasil, Chile, Paraguay, México, Estados Unidos y España. Hay muchos tacuaremboenses —tal vez uno de los más representativos sea el gran Gustavo Alamón— haciendo honor a un departamento al que la cultura uruguaya debe mucho, por la increíble pléyade de talentos que lo tienen como lugar de origen o adopción: desde Carlos Gardel hasta Washington Benavides, Eduardo Darnauchans, Tomás de Mattos, Circe Maia…
ÁLVARO AHUNCHAIN
(Un departamento, además, que verá renacer en pocos meses al mítico Teatro Escayola, construido en 1891, cerrado en 1956 y que recién comenzó su reconstrucción en los últimos años).
El caso de San Gregorio de Polanco es emblemático por la profusión de obras, pero no es único. Existen en el país otras iniciativas destacables de arte urbano, como los murales de Rosario (Colonia) y el parque de esculturas de la rambla de Playa Brava en Punta del Este: los famosos “dedos” del chileno Mario Irrazábal se convirtieron en un símbolo del balneario.
En Montevideo contamos con otro magnífico parque de esculturas al lado del ex edificio Libertad, hoy sede de ASSE, cuyo enorme valor artístico está malogrado por el descuido en que se encuentran las obras desde hace muchos años. Y hay que aplaudir el encomiable empeño puesto por el artista salteño José Gallino en homenajear a personalidades de la cultura, retratándolas en los muros de nuestra ciudad. La verdad es que no fui el único en indignarse cuando Gallino fue criticado por la cátedra de la Facultad de Arquitectura, por haber retratado a Antonio Grompone en una pared lateral del IPA: nada habían dicho los académicos cuando la fachada del Instituto explotaba en pintadas antiestéticas de politiquería barata.
Las positivas experiencias de arte urbano tienen su contracara justamente en eso: un fenómeno que no es solamente montevideano, sino que también está asolando en forma creciente a otras localidades del país. Me refiero al grafiti vandálico.
Cuando era joven, simpatizaba con esa rebelión expresiva; recuerdo que definíamos al grafiti como “un grito en la pared” y reivindicábamos la libertad de expresarse con un aerosol sobre una fachada. En los años 70, mi entrañable amigo Claudio Invernizzi cayó preso por el “delito” de haber formulado uno de sus primeros mensajes publicitarios: pintó una pared con la leyenda “Abajo la dictadura”. Con la apertura, vinieron los “polizones” de otra amiga querida, Pepi Goncalvez, que eran dibujos de una personita con sombrero con forma de hongo. Eran prácticas transgresoras que continuaban un fenómeno mundial, surgido tal vez en la Nueva York de los años 60 y potenciado en París de mayo del 68. Era la imaginación al poder.
Sesenta años después de esas ejemplares rebeliones, vale la pena preguntarse en qué se ha convertido el “tagging” al que los montevideanos asistimos todos los días: garabatos ilegibles o exabruptos terrajas pintados contra determinado cuadro de fútbol o dirigente político. Prácticamente no hay muro ni cortina metálica en Ciudad Vieja, Centro o Cordón, que no haya sufrido la intervención de estos seudoprovocadores con cero rigor estético. Han ensuciado esculturas y fachadas patrimoniales, incluso han arruinado obras de arte mural como las comentadas más arriba. Ya no veo en esos mamarrachos inentendibles gritos de rebeldía: más bien son indicativos de la soberbia ignorante de quienes los perpetran.
Cada vez que recorro el hermosísimo emplazamiento de reproducciones del Museo del Prado en la Peatonal Sarandí, me hago la misma pregunta: ¿será que los grafiteros vandálicos no se atreven a enchastrar a Goya y Velázquez, o será que las obras están impresas en un soporte especial antigrafiti?
Lo seguro es que la mugre vandálica no da para más: llega el momento en que se debería legislar contra esa práctica, quizás mandatando a los propietarios de las fachadas a que las pinten con materiales resistentes al flagelo.
Tenemos derecho a gozar del mismo privilegio que poseen los vecinos de San Gregorio de Polanco: vivir en un hermoso museo abierto y no en un chiquero infame.
Las positivas experiencias de arte urbano tienen su contracara en el grafiti vandálico.